jueves, 24 de septiembre de 2015

LA VOZ EN OFF, DE MANUEL VILLANUEVA (Texto completo publicado en Lima Gris)

LA VOZ EN OFF, DE MANUEL VILLANUEVA


El poeta que se suicidó por una reseña de Marco Aurelio Denegri

Conocí a Manuel Meza a inicios de la década de 1990. Era un flaco, larguirucho, con algunas pecas y el cabello ensortijado; solía estar acompañado de su viejo amigo, el poeta Percy Hinostroza, con quien formaba una mancuerna litigiosa y bastante controversial cuando se trataba de disquisiciones, charlas o reuniones catárticas.
Fue así como empezamos nuestra amistad en el local del Museo de Arte, en una de las clases del profesor Baldeón, que se atareaba en enseñar las técnicas del subverso, la cultura helenística y el bermaniano “todo lo sólido se desvanece en el aire” a un grupo de bardos que encabezaba la musa utópica Milenka O’Brien.
Fui yo quien los invitó a formar parte de una asociación de poetas que funcionaba dentro de la desparecida ANEA, un grupo de intelectuales, pintores y amantes de las letras que editábamos la revista Aedosmil(AE2000), único órgano de difusión y propaganda de la Asociación de Poetas Dos Mil –esa era la única esperanza en aquella época: llegar como sea al segundo milenio– y de la cual llegué a ser su presidente en 1991. Mientras tanto, el poeta Manuel Meza –al que, en ese tiempo, llamábamos así y que, luego, por un asunto personal, devendría en Manuel Villanueva– solo vivía para escribir. Alguna vez me pasó sus textos para que los leyera y le diera mi opinión. Su lírica era bastante delicada, y sus versos y él mismo buscaban, anhelaban la perfección apolínea.
Alguna vez trabajamos juntos por unos días en la casa de un amigo que tenía una computadora 286, en la que teníamos que turnarnos para escribir, digitar por primera vez nuestros poemas en una CPU. La meticulosidad de Manuel lo hacía rodearse de libros de consulta, diccionarios, tratados, vademécums, y siempre se mostraba temeroso ante cualquier posible error o duda. Recuerdo que, después de patalear en el teclado y en sus, entonces, raros botones, leíamos, unos a otros, los primeros poemas cibernéticos. Pero Manuel insistía en la corrección y dudaba de la sugerencia que la máquina hacía sobre las palabras mal escritas: “La poesía viene del espíritu, y el espíritu es quien escribe nuestros textos. Hay que dudar de la máquina y hay que dudar de nosotros. Hay que dudar de todo”.
Quizás, por ello, se tardó muchos años en publicar su primer libro: Voz en off, que vio la luz recién en 2003 por la editorial Tránsito, a cargo de los escritores Julio Fabián y Claudio Ogosi, la misma que vino con un exordio del académico Marco Martos: “[…] solo un intenso amor por la palabra, solo una dedicación sin desmayos puede dar un fruto temprano y ya maduro como Voz en off, hermoso conjunto, del que se puede decir al bondadoso lector, como lo hizo Carlos Oquendo de Amat: abra el libro como quien pela una fruta”. Y es que Martos daba en el clavo con la primera expresión, pero el fruto no era temprano, era una planta con raíces, hojas y flores que le brindaba cierto camuflaje al autor; de ahí el título y los versos que arrancan con “Sí, a veces me he sentido una sombra/que persigue su cuerpo, su momento y su/camino…”, y la ausencia de datos del autor en la contratapa, solo esas palabras justas y a la medida de la austriaca Ingeborg Bachmann y que, por cierto –he ahí un guiño de atmósfera citadina–, había usado C. Rengifo en su cuentario urbanófoboCriaturas de la sombra: “Los datos personales siempre son aquellos que menos tienen que ver con uno mismo”.
Nuestra amistad en la desaparecida ANEA se incrementaba por los libros que intercambiábamos o recomendábamos unos a otros. Todos los viernes eran las reuniones en el viejo cafetín del fondo a la derecha en el jirón Puno 421 del Centro de Lima. Entonces, más de treinta poetas, narradores, pintores, filósofos, sofistas, etc., compartíamos una mesa larga como la de un buffet. Entre los comensales, estaban los jovencísimos Julio Aponte, Apu Runco, Juan Benavente, Ángel Izquierdo Duclós, Retamozo, César Días, Alfredo Cárdenas, Víctor Bradio, etc., y los pintores Galagarza, Theo, Ackerman, etc. El poeta Meza era tímido, en público solo hablaba lo necesario, pero, cuando se trataba de opinar sobre poesía, no dudaba en dar su crítica, siempre fraterna y aguda cuando el caso lo exigía.
Un tiempo se organizaron recitales internos, y todos escuchábamos la lectura de poemas como si fuera un mensaje presidencial o psicofonías de algún personaje famoso. Pero Manuel Meza siempre optaba por la autoexigencia y no se permitía errar en sus versos y mucho menos en alguna opinión que se intersecase con la poesía. Recuerdo que, cierta vez, cuando organizamos una exposición de poesía visual en la galería Pancho Fierro, el poeta inventó ciertas triquiñuelas para leer su texto vedado, para lo cual había que apertrecharse de un espejo y, mirando de espaldas, en ciertos grados longitudinales, el poema se manifestaba en su verdadera expresión. Y es que siempre estaba buscando nuevas formas de expresarse, nuevas formas de entender la poesía, su poesía. Las exposiciones que se hicieron luego en la galería El Túnel, en la UNI, en 1992, y las de la misma ANEA tuvieron cierta acogida, no fueron cantos en el desierto –como se pensaba en los cenáculos de entonces–, e incluso varios diarios, como La República o El Comercio, venciendo sus diletancias, hicieron reportajes y notas informativas en los que destacaban el trabajo que unía la poesía con las artes plásticas y la música de aquel grupo de rapsodas, que, con el tiempo, irían tomando diversos rumbos.
Un día los Aedosmil decidieron que era tiempo de salir a pregonar los poemas en la calle, declamar los textos en La Parada, “a voz en cuello”, como decía el vate y librero Ángel Izquierdo Duclós; o ir de campamento a la playa solo y exclusivamente a escribir y leer poesía e intentar vivir como poetas aunque sea una semana. Fueron días felices para Manuel, quien no se perdía ninguna de estas salidas, que no eran planificadas al milímetro, sino que sucedían casi espontáneamente; por eso, la vez que estuvimos en Trapiche, ese pueblito que queda rumbo a Santa Rosa de Quives, tuvimos que dormir pegados unos a otros, porque nadie había llevado una carpa o una bolsa de dormir y la gélida noche nos agarró con lo que teníamos puesto; pero fácil hubiera sido regresarnos y perder esa hermosa Luna que empezaba a relumbrar en nuestras cabezas. Además, yo los alenté diciendo que el mejor hotel del mundo, el hotel de mil millones de estrellas era ese, el que se nos presentaba al aire libre y el que había que disfrutar solo con nuestras ropas puestas, leyendo poesía, inventando versos, cantando canciones, conversando del Conde de Maldoror, de Bretón o de los Black Mountain, de los surrealistas, los nadaístas, los situacionistas, labeat generation, los herméticos, etc.
Manuel reía y bailaba sobre los peñascos; escribía versos en la arena; le declamaba poemas a las olas, a los peces, nereidas o monstruos marinos. Por ratos se quedaba contemplando el horizonte. Su mirada se perdía en la inmensidad. El parnaso, la verdadera patria de los poetas, estaba muy lejos, pero tenía que seguir a pie y sin zapatos; el camino sería largo, tedioso y lleno de cambrones, pero la recompensa sería mayor.
La poesía valía la pena, y tendría que intentarlo aunque sea una vez. Era una de sus metas. Me lo dijo una noche mirando cómo se mecían unos barcos en altamar, una noche de esas en que uno habla dormido o duerme hablando: “Ybarra, querido amigo, no sirvo para nada más que para escribir versos, no sé si estará mal esto, lo siento por mi familia, pero es lo único que sé hacer bien o creo hacer bien. ¿Sabes lo que significa eso? Tengo que publicar mi primer libro de poesía”.
Cuando la ANEA perdió su local por un juicio con la Municipalidad de Lima y la Beneficencia, Manuel recaló junto a todos los sobrevivientes y náufragos del barco hundido –o secuestrado– en el jirón Quilca, en lo que, en ese tiempo, se denominaba “Bar Las Rejas”, en el Queirolo, o en los altos de don Lucho, más conocido como “La Rockola”, donde continuaban las reuniones como si fuera nuestro propio espacio. Incluso se pasaba lista, se firmaba un acta, y la lectura de poemas no dejaba de hacerse por ningún motivo. Los brindis y las conversaciones se alargaban hasta la madrugada. No obstante, el poeta no se sentía a gusto, había algo que no terminaba por convencerlo: lo dionisiaco no era lo suyo, el poeta no se sentía parte de. Algo dentro de él lo hacía irse temprano, alejarse del grupo, extraviarse en la noche.
Fue entonces que empezó a retraerse, ya no salía de casa, no le interesaba mucho el mundo. Los estados de depresión lo empezaron a asaltar en todo momento. Muchos años después, nos enteramos, por sus propios familiares, de que Manuel tenía cuadros severos de melancolía y angustia y de que se encerraba en su cuarto días de días para hacer la vida de un asceta o ermitaño; quería que lo dejaran solo. Sus familiares cercanos lo ayudaban, lo sosegaban, pero lo que tenía Manuel era una tristeza del mundo que se había hecho carne y uña con la poesía. Y solo la poesía lo podía regresar a la realidad. Él lo sabía, pero parece que nadie más.
Tarde nos enteramos de que Manuel ya había intentado varias veces quitarse la vida y, por cuestiones fortuitas –o porque “no era su hora”, según reparó una de sus hermanas–, lo habían auxiliado, y el susto no había pasado a más de un par de muñecas cortadas, ambulancias, el hospital y luego pastillas para la depresión: Frisium, Valium, Fluoxetina, para sentirse bien, y mucha atención de los que le rodeaban y, cómo no, de sus amigos. Aun así, esa gran ancla o palanca de la poesía seguía anidando en su espíritu, y Manuel le tenía mucho respeto, mucho amor; quizás por eso trató de alguna manera de alejarse, de comportarse y ser una personanormal, sin nada literario que decir y quizás con mucho que hacer. “Lo manual le podía ayudar a entender lo espiritual”, manifestó alguna vez, moviendo la cabeza como si fuera una verdad incondicional que tuviera que aceptar sin mayores reclamos.
Un día lo visité en su casa de Canto Grande, junto con el economista Javier Parra y el novelista Carlos Rengifo, y mayúscula fue nuestra extrañeza cuando Manuel, una de las más notables promesas poéticas que había tenido la ANEA-AE2000 en sus última fase, había decidido renunciar a las letras y convertirse en mecánico de carros, siguiendo la profesión de su señor padre. Cuando lo vimos con su overol manchado de grasa, la camisa arremangada rezumando el aceite quemado de mil motores, sentí la misma sensación cuando los canales de televisión mostraron al ajedrecista Julio Granda arando a puño limpio su chacra en Camaná, requintando a este mundo miserere que no podía entender a un iluminado. Ahí estaba Manuel, el que discutía de Hegel, el que podía hablar fluidamente de la poesía de Eliot o Ezra Pound, el que construía poemas con sistemas de relojería y entendía a Leonardo, a Tesla, a Baudrillard, a Todorov, a Roland Barthes y a todos los estructuralistas y posestructuralistas.
Simplemente, se había dejado ganar por el mundo. Había subido un poco de peso y, contradictoriamente a lo que cualquiera de nosotros pudiera pensar, se mostraba feliz. Era el vivo ejemplo del yo es otro rimbaudiano, de la metamorfosis kafkiana, del homus novis de Mariátegui en El alma matinal. Esa tarde comimos y brindamos. Tratamos de no hablar de poesía, tampoco queríamos hablar de fierros y motores Perkins, Cummins o Volvo; conversamos de la vida, un poco de política y del tiempo, que es el tema en el cual todos podemos echarle la culpa de nuestras penas a ese organismo estéril que es el Senamhi y fingir una sonrisa, un “salud” con tintinear de copas rebosantes de vino cuitado. Antes de irnos, Manuel nos confesó que estaba de amores con una linda chica, una Maga morelliana,y, al parecer, el asunto iba para mayores. “Blasfemia”, “profanación” y “anatema”, fueron las palabras que Manuel había establecido para definir su actual situación. No lo dijo ese día, pero se sentía en el ambiente, era tácito, y todos tratamos de ignorarlo.
Por ese entonces, me crucé varias veces con él, abrazado de su musa, acompañándola por las calles de Lima, entrando a un fast food, al cine o a comer algunos bocadillos en ese viejo cafetín republicano que funcionaba al frente del cine Le Paris. No sabíamos si a su Nadja le gustaban las artes o era amante secreta de la poesía. Lo que sí sabíamos era que Manuel, Manuelito –como le decíamos– estaba cada vez más lejos de las letras. Su mundo se había vulgarizado, el amor había echado por la borda todos esos años de trabajo secreto, todas esas amanecidas de lecturas obligadas y de escritura cuasi automática por la poeisis, por todo lo que él consideraba sagrado.
Unos años después, y cuando ya imaginábamos a Manuel como un obeso mecánico apretando las tuercas de una llanta con una llave inglesa o metido para siempre debajo de esos armatostes, manejando tecles y gatas hidráulicas, al lado de una esposa exigente y convencional que le lavaba las ropas y le servía los alimentos, nos dimos con la sorpresa de que nuestro amigo había ingresado a la Universidad San Marcos y asistía puntualmente a las clases del taller de poesía que amable y solícitamente dirigían y dirigen Marco Martos y Hildebrando Pérez Grande. Ahí terminó por perfilar y darle forma a su primer libro: Voz en off, y regresar otra vez al redil.
Una tarde de invierno, por la avenida Colón, cuando salía de un conocido cineclub, me alcanzó su libro y me hizo una rápida dedicatoria. En una revisada a vuelo de pájaro, mientras conversábamos de los viejos tiempos y eludíamos a la masa de estudiantes presurosos que salían de las academias, quedé confundido por no haber incorporado ninguno de los textos que le había leído en las épocas de la ANEA. El nuevo Manuel Villanueva –ese era su nombre ahora– se había encargado de sepultar alantiguo Manuel Meza. Los poemas de Voz en off no eran tan largos, no había retruécanos o vallas ni triquiñuelas que eludir. Todos sus nuevostextos habían sido pasteurizadoshomogeneizados y pasado por un control de calidad ISO, que incluía a varios profesores universitarios. Pero, aun así, aun después de publicado su libro, Manuel seguía teniendo serias dudas. Su espíritu inconforme volvía a torturarlo. Recuerdo que, cuando puso el libro en mis manos, me pidió que lo leyera varias veces y le diera mi opinión sincera, que no le perdonara ningún error o falencia, así sea este de carácter de imprenta. Le dije que lo haría, que no se preocupara y que no se dejara llevar por los decires y menos si esos provenían de un “crítico literario” o de algún letrateniente a sueldo fijo. Reímos de esto a carcajadas y nos despedimos en la avenida Wilson con un gran abrazo.

Marco Aurelio Denegri. Foto: El Comercio.
Quizás por esa inseguridad que funcionaba como un autoflagelo, Manuel decidió alcanzarle su texto al polígrafo Marco Aurelio Denegri, a quien veía todos los fines de semana y a quien escribía secretamente al correo que aparecía en la pantalla del televisor, aun cuando nunca recibía respuesta; de repente, escucharle decir alguna palabra celebratoria, algún aliento o venia de aceptación hubiera sido un espaldarazo para él.
Pero pasó lo que tenía que pasar y cierto viernes en la noche, cuando Manuel encendió el viejo televisor, ilusionado por una crítica que lo empujase hacia delante y continuar así el camino trazado, Marco Aurelio cogió el libro, como una mantis religiosa coge a su víctima, y se despachó una de las peores reseñas a un libro de poesía, que terminó por sepultar a gargajos no solo un buen primer texto, sino todo un futuro que podría haber sido brillante.
Manuel entró en crisis, sus amigos cercanos, que sabíamos lo que había pasado, tratábamos de darle aliento. Le dijimos, lo que es verdad, que el señor Denegri no es ninguna autoridad en poesía, que no entiende las metáforas, que no sabe nada de imágenes ni de figuras literarias y que quiere aplicar un racionalismo cartesiano protofascista a algo que solo puede entenderse a través de los sueños o de las quimeras. Además, cómo es posible que MAD crea que una paloma no puede hincarse porque no tiene rodillas, o que el sol, astro regente, no tiene fauces y no se puede tragar a un hombre, o que es imposible hacer poesía con coprolalia, escatología o con elementos salidos de una teoría de los esfínteres, etc. Pero nada funcionó.
Manuel empezó a sentir que el mundo no tenía sentido, que si él no podía aportar siquiera un buen verso a esta realidad decadente, pues, entonces nada tenía razón de ser y que, sin poesía, no había futuro y todo estaba perdido, al menos para él, que había vivido para la poesía durante años, que había renunciado al mundo feliz de Huxley, a la felicidad convencionalde El secreto y del casa-mujer-auto-perro y que, en estos momentos en que empezaba a dar sus primeros pasos, no tenía mayor opción que agarrarse a los versos y caminar hacia la luz, seguir intentando el logos, lahybris desencadenante, o apagar el interruptor.
Cierto día, aprovechando que había pocas personas en casa, Manuel cerró con llave la puerta de su cuarto, sacó su deshojado cuaderno de apuntes, que guardaba debajo de su colchón, y se puso a leer; las lágrimas le empezaron a caer por el rostro y lloró como cuando era niño, lloró hasta sentir que sus ojos estaban secos como un desierto. Lloró y lloró hasta encontrarse con la risa o con la desesperación. Y, entonces, quizás cuando veía solo su fracaso como poeta –porque eso es lo que había dicho ese viejo aristarco de la televisión en cuyas opiniones confiaba ciegamente– sacó una filuda cuchilla, le pidió perdón a todos los dioses de las letras, la música y las artes, Apolo, Bragi, Ganesha, etc., y se hizo unos tajos profundos en los antebrazos, unos cortes estudiados y perfectos, como para que nadie pudiera hacer nada por él. Y se sentó a escribir, ahora sí seguro, sin dudas y sin trastabilleos, lo que sería su último e insondable poema.
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Author: Rodolfo Ybarra
Rodolfo Ybarra
Rodolfo Ybarra. Ha estudiado matemática pura, física, electrónica y comunicaciones. Ha publicado una veintena de textos entre novelas, cuentos, poemarios y ensayos. Ha dirigido un programa de televisión de contracultura y política, y editado revistas y fanzines. Se expresa también vía el vídeo y la música. Desde el 2007 maneja el blog www.rodolfoybarra.blogspot.com.
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viernes, 18 de septiembre de 2015

MAGALLANES O LA HIPOCRESÍA DE LA CLASE MEDIA. MI 'COLUMNA PIRATA' EN LIMA GRIS

MAGALLANES O LA HIPOCRESÍA DE LA CLASE MEDIA

Magallanes es una película de la productora Tondero (Asu Mare 1 y 2A los 40, etc.), dirigida por Salvador del Solar, en la que se cuenta los devenires de una postviolación y otros hechos sucedidos durante la guerra interna en Ayacucho. Un coronel sometió y vejó, durante un año, a una joven, Celina –papel correctamente interpretado por Magaly Solier– y esta logró escapar dejándose violar por otro soldado raso. Pasado los años y ya en la ciudad capital, el soldado, convertido en taxista, se encuentra casualmente con Celina o “Ñusta”, su antiguo nombre impuesto en el cuartel, y empiezan los sentimientos de culpa y los ires y vaivenes de un militar atormentado para remediar crematísticamente un hecho pretérito, situación que lo lleva incluso a la extorsión y a la búsqueda de la justicia por las propias manos.

La película es lenta y, por ratos, aburrida; al principio, la trama no logra definirse bien y tenemos a un Harvey Magallanes (Damián Alcázar) tratando de husmear en la vida de Celina/“Ñusta” en un neorrealismo donde abundan los bares de mala muerte, los sicarios que ajustan a sus clientes o una ciudad desteñida donde puedes agarrar a golpes a cualquiera sin que nadie diga o haga algo. Las escenas son entrecortadas, solo buscan ser efectistas y apoyarse en una especie de hechos amarrados o sucesos increíbles que van a ir desde la “casualidad” de Magallanes de hacerle una carrera a Celina/“Ñusta”; Magallanes hecho un sirviente del coronel violador (Federico Luppi), a quien lleva a ver el mar o a comer helados y que, para mayores datos, no se acuerda de nada porque es viejo y sufre de Alzheimer o algún mal parecido. Y el hijo del coronel, Adrián Ormache (Christian Meier), que, en su propio vía crucis, llega a ser ultrajado por otro militar y, encima, con afán justiciero puede desprenderse de miles de soles con tal de evitar el escándalo y que no se sepa de la actividad de su padre en Ayacucho.
Se ha dicho, con razón, que esta película no logra o no busca ninguna verdad y solo relativiza un hecho grave como una violación y cuyo producto es un “hijo monstruo”, un ser que apenas habla, que tiene problemas psicomotores y que padece, desde su encierro, todo este circo romano que es la sociedad criolla y formal, la lucha por la sobrevivencia, los estafadores, los prestamistas o usureros y, cómo no, el poder judicial con su accionar torpe y ciego. Por cierto, ninguno de los personajes está de acuerdo en decir su verdad. Ni la ultrajada o pharmakói (o sacrificada, según la visión griega), ni el violador que ya no recuerda nada, ni los testigos, ni el soldado, también abusador o el hijo del militar corrupto, hecho un abogado de éxito y también vejado por otro soldado con el síndrome de Vietnam y que, de alguna manera, justifica a su padre aceptándolo como “un hombre enfermo”.
La película está basada en el cuento La Pasajera, de Alonso Cueto, que ha sido publicado después de la película y donde se muestra un hecho que ya había sido trabajado en la novela La Hora Azul donde un militar corrupto es redimido por su propio hijo. Cabe resaltar, que esta trama, la del chofer vengador, ya ha sido motivo de discusión en ciertos espacios virtuales donde se ha llegado a decir que el guion corresponde al exministro del Interior, Daniel Urresti, quien como sabemos, y por propia declaración ante la CVR, ha sido taxista durante siete años y tiene un testimonio parecido con la trama de Magallanes.
No obstante, y a pesar de lo errático de este film, caviarizado y puesto en bandeja supuestamente para criticar el olvido de la sociedad peruana, la escena que más ha conmovido es la de Celina increpándole al jefe policíal, al exmilitar Magallanes y al hijo del coronel violador, que no le importa reclamar nada, pero todo este discurso lo hace en quechua y sin traducción, motivo por el cual, lo que se desprende de esta escena es supuesto o tiene que ver con la interpretación gesticular que el espectador o cinéfilo haga del personaje de Celina. Curiosamente, la escena tiene que ver con el dinero y hace un par de días la página del banco BBVA Continental, que también auspicia la película, junto a DirecTV y la cervecera Cristal, posteó, en su cuenta de facebook,  la traducción de esta escena. Conflicto de intereses que le dicen:
Dinero, plata, en la cabeza de ustedes sólo dinero, sólo dinero. ¿Dándome esto ustedes van a curarme de todo lo que me han hecho? A mi padre, a mi madre ¿Van a hacerlos vivir con este dinero? Desde el inicio, ustedes han hecho lo que les ha dado la gana con mi persona.”
“Mis derechos los han pisoteado. ¿Para qué estoy aquí? ¿Ah? ¿Para qué estoy aquí? ¿Hasta cuándo voy a esperar? Están pisoteando mis derechos. Ya no siento miedo de ustedes, ni de ti, ni de él, ni de nadie.”
Con todo, Magallanes sería el tipo de películas hechas para calmar o suavizar las conciencias de las clases medias (las que pueden ir al cine o, dizque, disfrutar del “vive ahora y paga mañana”) que prefieren olvidar o mirar para un costado cuando se trata de tomar posición o reclamar justicia, pues, como se sabe, los crímenes por derechos humanos y la lucha contra la impunidad, no tienen fecha de vencimiento, no prescriben, y no son archivables. Lo otro, es que seguimos creyendo que el cine étnico o “exótico” con condimentos de problemática social, nos va a asegurar un éxito de taquilla o algún triunfo en algún festival de cine donde primen los sociodramas, los “elementos reivindicativos” o la supuesta búsqueda de alguna “justicia”, aunque sea en formato celuloide o virtual para ver, a oscuras, mientras chacchamos maíz pop corn y nos atragantamos con Coca Cola.
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Author: Rodolfo Ybarra
Rodolfo Ybarra
Rodolfo Ybarra. Ha estudiado matemática pura, física, electrónica y comunicaciones. Ha publicado una veintena de textos entre novelas, cuentos, poemarios y ensayos. Ha dirigido un programa de televisión de contracultura y política, y editado revistas y fanzines. Se expresa también vía el vídeo y la música. Desde el 2007 maneja el blog www.rodolfoybarra.blogspot.com.
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PROMETEO ENCADENADO O LA OTRA VERSIÓN DE LA LIBERTAD

PROMETEO ENCADENADO O LA OTRA VERSIÓN DE LA LIBERTAD

Después de casi un año de intenso trabajo y laboratorio, el grupo Aroma de Octubre, dirigido por la actriz y activista: Fabiola Alcázar, nos presenta Prometeo Encadenado, una versión libre y vanguardista de la obra griega de Esquilo, en la que el destino de los dioses o semidioses conspira por la libertad y el sino de los hombres, a partir de una afrenta o desafío, el cruento castigo y posterior libertad a manos de otro elegido: Hércules.

La obra inicia con un baile a tres cuerpos y al unísono de “Sorba, el griego”, las voces se juntan, los brazos se enlazan, es el pueblo que habla por la boca de estas mujeres, además luchadoras sociales, heroínas de un tiempo ido que puede ser el actual y en la que el preámbulo no solo es la “caída” de una deidad –al fin y al cabo, una metáfora– sino el transcurrir de la historia, de los hechos que se desencadenan a partir de una acción aparentemente réproba o equívoca: el robo del fuego de Zeus o, lo que es lo mismo: el conocimiento, el valor y la fuerza otorgada o “devuelta” a sus verdaderos dueños.
Prometeo es el elegido que, en vez de seguir la profecía y los designios divinos, se rebelará contra toda norma, apoyará la moción de libertad y el conocimiento de los hombres; es el hermano mayor que velará los sueños de una humanidad dormida o adormecida. En las tablas, Prometeo es Miguel Blásica, performer, líder de la emblemática banda ochentera Masoko Tanga, quien nos va relatando su dolor y sus quejas en un mundo coaptado por un poder regente.
Los personajes se desdoblan, salen de sí, se convierten en Hefesto, Fuerza y Violencia, un niño esclavo da de beber a los invitados, estallan carcajadas, palabras que son versos vuelan de uno a otro lado. Cabe resaltar que esos diálogos, monólogos y frases sueltas que se integran al discurso, son textos sacados de libros de César Vallejo, Manuel Scorza, Khalil Gibran, etc., seleccionados especialmente para darle una atmósfera poética a una obra que en sí es un poema, un artefacto que se va desplegando alrededor de una hora y que mantiene la atención del espectador quien, en determinado momento, deberá cuestionarse si lo que está presenciando es un mito o la exposición de la realidad.
A esto hay que agregar las impecables actuaciones de Rina Corzo haciendo de una musa helénica vestida de blanco; Diana Véliz o la princesa guerrera cuya firmeza no admite dudas ni cavilaciones; y la misma Fabiola Alcázar explayándose con maestría en el controvertido papel de Hefesto. Las luces que, como un fuego psicodélico, acompañan cada acción, las cadenas que se despliegan del “cielo”, la roca que a su vez son varias sillas superpuestas y en las que Prometeo es sometido y asegurado para que no vuelva a “errar” el camino. Nótese o escúchese el bombardeo, el sonido de la metralla y los aviones de guerra, y el trabajo de los cuerpos con una manta de varios metros que se transmuta en cobijo, protección y mortaja.
Al final, ese Prometeo que luchó al lado de los hombres, es liberado por las masas cerrando el círculo de la historia, la misma que solo se puede repetir ya no como tragedia ni como farsa, como diría Marx, sino como un aprendizaje necesario para retomar el destino que nunca debió caer en otras manos que no sean las nuestras.
PD: No dejen de verla. Al final, siempre hay un after party para conversar con los actores e intercambiar opiniones, ideas, propuestas, etc. Imperdible.
Info necesaria:
Sábados: 05, 19 y 26 de setiembre – 8.00 pm.
Domingos: 6, 13, 20 y 27 de setiembre – 7.00 pm.
Viernes: 25 de setiembre – 8.00pm.
Lugar: La Cámara Negra
Calle Burgos 178 Psje. Central 104, Lince
Altura cuadra 2 de Prescott
Telfs. 972 269 954 / 941 093 542 / (01) 676 2883
Entradas: general: S/. 25.00, estudiantes: S/. 15.00, promocional: 2 x S/. 40.00
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