sábado, 9 de mayo de 2009

¿Día de la Madre!

"Bendita las Madres" por el "Jilguero del Huascarán" (seudónimo de Ernesto Sánchez Fajardo)



La publicidad avasallante en el día de la madre nos hace pensar que en el Perú, país nórdico, todas las madres son blancas; o por lo menos las que pueden comprar. Las madres mestizas, las que sólo pueden comprar detergente o jabón para lavar ropa, esas no importan o importan menos. La selección “natural” del mercado las ha apartado o marginado del proceso productivo situándolas al lado de la cocina y los cubiertos, o en puestos de servicio doméstico bajo el mando del señor feudal. De hecho esto no es ningún descubrimiento y es lo natural y lo normal en este país de las maravillas, siempre bajo la dictadura de la corrupción y el oprobio y las leyes hechas para proteger al hombre blanco de las insanias del hombre mestizo o del indio malo que envidia --de forma avariciosa-- las propiedades, el trabajo y la fortuna del amo.
En lo particular no me interesa celebrar ninguna fecha, mucho menos los días que se han convertido en paradigmas del consumo y el mercachifleo; quizás por eso Ana Jarvis, una de las propulsoras de tan magna fecha, muchos años después, cuando se había dado cuenta del equívoco cometido, pidió --en 1923-- que se derogara el “día de la madre” y murió convencida de que había cometido un craso error.
Si algún sentido tiene esta fecha diré que en el Perú nos sirve para recordar que la madre andina, reducida al analfabetismo, olvidada por los gobiernos republicanos y coactada en su libertad en el servicio doméstico o disminuida al trabajo ambulante, y obligada a jalar carretas de comida o vender golosinas en las calles, y cuyos derechos no existen, es quizás el personaje principal, el motor de la historia peruana que algún día, más temprano que tarde, hallará la justicia esperada.
Dejo aquí unos huaynos que, de seguro, serán del gusto de la verdadera madre peruana; la que no sale --o como debiera-- en televisión, la que no ilustra --o como debiera-- los periódicos y revistas de moda; la que ha pesar de ser quechua-hablante está obligada a hablar y escribir en correcto español; la que siembra con esfuerzo una tierra de la que sólo cosechará miserias; la que siempre está detrás de un mandil, en la cocina o en el cuarto de los criados, esperando las órdenes de la patrona o del patrón o del hijo imbécil, el señorito de la casa, que esta noche cuando todos estén durmiendo indigestos y satisfechos, por tan memorable fecha, vendrá borracho y querrá aprovecharse, tomarla por la fuerza, en un forcejeo que, si nos fijamos bien, reproducirá, con horror, la conquista española y el sometimiento histórico del andígena ante el hombre blanco.

"Amor de Madre" por Haideé García Malqui



"Recuerdo de Madre" por "La Emperatriz del Perú"



"Madre Mía" por Carlos Rivera (interprete de la nueva horneada del huayno puquiano)



"Mi Madre" tema del Pomabambino en la versión de Eva Luna y los Pecadores

viernes, 8 de mayo de 2009

LE JEU-LE FEU! / ¡JUEGO-FUEGO! DE FELICIANO MEJÍA



Nota de Prensa



Le jeu-le feu! / ¡Juego-fuego! es el nombre del espectáculo poético que Feliciano Mejía presenta este miércoles 13 de mayo en la sala Lumières de la Alianza Francesa de la avenida Arequipa 4595, Miraflores. La cita es a las 7.30 pm.
En este recital, en que los poemas serán dichos en francés y en castellano, Mejía rendirá homenaje a la luchadora social y traductora francesa Marie Laffranque, cuya muerte acaecida hace tres años, conmocionara al autor de “Circulo de fuego”, libro traducido al francés justamente por Laffranque. Es una manera también de celebrar la francofonía en Lima, dice Mejía, y de dar a conocer la sexta edición del poema “Jooorrr” por Amaro Ediciones. En este contrapunto de voces participará así mismo el teatrista peruano
Pedro Paitán, quien es miembro del FITECA.

Cabe destacar que Marie Laffranque era filósofa, hispanista, libertaria, defensora de los derechos humanos, de los regionalismos, de los exiliados, de los refugiados, de los perseguidos, de los 'sin papeles', es decir, una mujer comprometida.
Internacionalmente conocida y celebrada como 'lorquista', fue una pionera, a la par que Marcelle Auclair, Jean Cassou y Claude Couffon, en explorar la inmensa obra literaria de Federico García Lorca, dando también a conocer, para un amplio público, aspectos ignorados de su teatro inconcluso. Su primera publicación sobre el autor, Las ideas estéticas de Federico García Lorca, la hizo inmediatamente famosa en los círculos intelectuales de Francia

Feliciano Mejía es autor, entre otros, de los siguientes títulos: Poemas regionales (Ed. UNMSM, premio Juegos Florales de San Marcos, 1970); Tiro de gracia, Cantuta negra, El país de los sueños y Cantuta roja.

Están todos invitados. Entrada libre.


Confirmar asistencia: feliciano.mejia@gmail.com


Pd:


Marie Laffranque nació en 1921, en la Occitania gascona. Autora de Les idèes esthetiques de Federico García Lorca, dedicó a este poeta gran parte de su trayectoria como hispanista desde los años cincuenta. Falleció el 13 de julio a los 85 años.
El calibre humano de ciertos grandes intelectuales se mide probablemente en el número de veces que la gente de a pie nos preguntamos quiénes son. ¿Quién es Marie Laffranque? Nació en 1921, en la Occitania gascona, por situarla en un espacio geográfico afectivo, y fue anarquista de espíritu, educada en el laicismo de las escuelas públicas de barrio; su apego a la misma tierra, madre tectónica y social, según su definición ("porque queremos que se cumpla la voluntad de la tierra que da su fruto para todos", era una de sus frases preferidas), se sobrepuso a etiquetas nacionales y abrió su curiosidad a las lenguas y culturas más diversas. Sobre todo a las más soterradas.
El primer vínculo de Marie Laffranque con el mundo poético peninsular se hizo a través de Federico García Lorca, cuando en su tierra era sólo un nombre de canciones populares, casi olvidado en los libros de texto de la España Nacional-Católica. A la obra lorquiana le dedicó gran parte de su trayectoria de hispanista, desde principios de los cincuenta; por entonces los libros reflejaban años de esfuerzo y no kilómetros de tinta de impresora (tardó 10 en escribir Les idées esthétiques de Federico García Lorca, referencia insoslayable para cualquier estudioso del versátil universo lorquiano). Llegó a rescatar desde el teatro inconcluso a las conferencias... y le restituyó al poeta una cronología por entonces fragmentaria y trunca, columna vertebral de la bellísima y arriesgada edición Aguilar que publicó otro vocacional entrañable, don Arturo del Hoyo, en 1954. Para restarle importancia a su trabajo, como solía, le preguntó hace unos años a don Francisco García Lorca: "Paco, ¿a ti no te parece que la mitad de los lorquistas estamos locos?". A lo que su interlocutor replicó imperturbable: "La mitad no. Más, María, más".
Marie Laffranque rechazó el magisterio institucional, aunque sin querer ser profesora de nadie fue maestra de tanta gente. Enemiga de homenajes y fastos, concebía la labor intelectual como un auténtico activismo. Ejerció como directora de investigaciones en la rama de Filosofía del Centre National de la Recherche Scientifique, fue miembro del Centro Internacional de Estudios Gitanos de Granada y de la Escuela Francesa de Análisis Institucional.
Estas facetas la configuran como una pensadora tenaz, activa, diversa, rigurosa y, paradójicamente, nada académica, irreductible a idearios, movimientos institucionales y escuelas. Hasta el final de su vida, la casa de la familia Laffranque siempre ha sido refugio de perseguidos, exiliados, y hoy, de sin papeles o ilegales.
Fue una pionera en el hispanismo: primera traductora al francés de Gabriel Celaya o Vicente Aleixandre, vivió parte de la convalecencia física y espiritual de este último, y trepó siendo tetrapléjica hasta la empinada sierra madrileña para hacer compañía a quien consideraba como un auténtico resistente; tradujo con el mismo cuidado y tenacidad a su querida amiga María Zambrano y las experiencias de cárcel de Lluís María Xirinacs, o los testimonios de objetores insumisos en las prisiones del País Vasco; trabajó activamente durante un largo periodo en la revista francesa Philosophie, participando a través de los seminarios de Alain Guy, otro filósofo rompedor, por el reconocimiento europeo de una filosofía hispánica.
La inquietud intelectual de esta mujer es desmedida, y su generosidad no conoce cotos, y cuaja en una frase que se le coló en vuelo de Iberia Toulouse-Compostela, en medio de una música ambiental espantosa: "Solos estamos sin terminar". Con idéntico rigor escribiría sobre Poseidonio de Rodas y otros estoicos, el teatro anarquista de Federico Urales, el pensamiento de Antonio Machado o de Ángel Ganivet, hasta la revisión minuciosa de la obra de García Lorca publicada por la Pléiade, un regalo para André Belamich, a quien nunca perdonaría el cambiar los nardos lorquianos por unos afrancesados jazmines de jardín.
Disciplinadas traducciones de filósofos contemporáneos como Lanza del Basto o Juan David García Bacca se entrelazan con su apoyo militante e incondicional a Pepe Beunza y otros pioneros del movimiento de insumisos en España. Luchó en el movimieto de Larzac, y no escatimó esfuerzos en apoyar a la población gitana de Toulouse y con todos los exiliados de la guerra española, cuyo poso quedará impreso en una institución: los Amigos del teatro español, en el ahora mítico número 56, rue du Taur.
Los últimos años de su vida los dedicó a los gallegos, y legó una magistral traducción al francés de la Erótica de Xosé Luís Méndez Ferrín.
En un pequeño almanaque figuran minuciosamente anotadas direcciones dispares, a la cuerda de filósofos heteróclitos, algunos heterodoxos, como sus maestros Vladimir Yankelevich, o Canguilhen, se suman en este calendario fuera del tiempo Roa Bastos, Cernuda, Antonio de Casas, Danielle Mitterand, una estupenda pastelería bearnesa, Ebe Bonafini, Ada y Elda d'Alessandro, otras madres y abuelas de la Plaza de Mayo, un jardinero tolosano... versos de René Char y versos propios ... Nombres y nombres con reminiscencias manouches.
Todo este palabrerío para decir que Marie Laffranque no se ha muerto este 13 de julio. Que se ha bajado a Almuñécar. A ver el mar.

PRESENTACIÓN DE "VIENTRE EXPUESTO" DE LA PUERTORRIQUEÑA MARÍA OSTOLAZA



La presentación se llevará a cabo el lunes 11 de mayo, a las 7 pm en el Centro Cultural de España.

Más datos de la escritora aquí

CONCIERTO DE ROCK "PANDEMIA"



jueves, 7 de mayo de 2009

VASELINA: "INCENDIEMOS EL CONGRESO"




Perico --ex segunda guitarra de "César N y el Cabareth Fragor"-- fundó hace unos años "Vaselina", banda subterránea de rockabilly, que ha venido dando conciertos bastante explosivos en Lima. El lenguaje directo que busca retratar en las líricas el descontento popular ha sido una de sus banderas. Alejados de la "buena" imagen y de lo que se entiende como glamour es claro que el rechazo visual ("terrorismo visual" lo llaman algunos) es también una de sus herramientas para mostrar que la música y el arte en general son (¿también?) expresión de los hijos de los trabajadores, de los profesores, profesionales y ciudadanos de a pie.

La presencia de Freddy Días, discapacitado físico, en las vocales, es también una denuncia hacia una sociedad enferma que se inventa la estúpida ecuación griega entre artista-belleza-perfección, y que algunos mequetrefes (los que viven obnubilados por el fuego pirotécnico de Kiss o por la sonrisita de los hermanos Gallagher, etc.,) intentan reforzar fijándose en estereotipos foráneos, asumiendo, por ejemplo, que el rock inglés o norteamericano son las luminarias a seguir; sin embargo, más allá del punk rock de mediados de los setentas (transplantado aquí en los ochentas), y otras breves y minoritarias tendencias es posible decir que los países del tercer mundo tienen en el rock no sólo una forma de expresar su descontento sino de conciliar un proyecto social ligado a su realidad.

Les dejo con esta consigna de Vaselina, coreada a viva voz por todos sus seguidores: "Incendiemos el Congreso".

Abajo: otros vídeos de "Vaselina".

SOCIEDAD DE M


VALORAS EL DINERO


DESTINO NEGRO


BLUES SENTIMENTAL

PRONTO: ANTOLOGÍA DE HORA ZERO



NOTA DE PRENSA: "CUENTOS DEL NORTE, HISTORIAS DEL SUR" DE HEMIL GARCÍA LINARES



"Cuentos del norte, historias del sur”
Primera entrega del escritor peruano Hemil García Linares


El sueño americano no siempre realizado es el leit motiv de esta lograda colección de cuentos que Hemil García Linares nos entrega en su primer libro. El autor, quien radica en Virgina, Estados Unidos, desde hace una década, nos muestra una radiografía radical y descarnada de los insospechados destinos que sus personajes encuentran día a día. El hijo que espera el retorno de la madre y que cada cumpleaños recibe un obsequio “norteamericano”; la mujer que abre la puerta a extraños para poder juntar el dinero que su familia necesita para ser feliz; los recuerdos de una niñez desbocada en las calles de Surquillo; las luchas por el amor y el desazón que produce la derrota; la añoranza de la tierra y la lucha por sobrevivir en una tierra que les ofrece la ilusión del éxito, son algunas de las historias que se tejen en Cuentos del norte, historias del sur.

Como un gran ejecutor, García Linares guía hábilmente al lector por los enrevesados caminos que el destino, en su caprichosa voluntad, ha preparado para cada historia, y da luz verde a la incursión literaria de un autor que vive su tiempo y que es testigo de una realidad que muchos conocen pero que pocos quieren aceptar.

Escritos con una prosa limpia e intensa, Cuentos del norte, historias del sur, mantendrá en vilo al lector por lo vital, directo, crudo y descarnado que cada historia entrega en esta estupenda colección de cuentos.

Hemil García Linares (Lima, 1971) Periodista y escritor. Egresado de la Universidad Jaime Bausate Y Mesa de Publicó artículos en el diario El Comercio (Perú) y en periódicos latinos de Estados Unidos. Editor de la revista Raíces Latinas (USA).Sus cuentos han sido antologados en México, Estados Unidos, y Argentina. Finalista del Concurso Internacional de Cuentos Junín País 2008 (Argentina). Actualmente toma clases de literatura en Northern Virginia Community College.
Cuentos del norte, historias del sur, se presentará este martes 26 de mayo a las 6:00 pm en el Centro Cultural de España. Los comentarios estarán a cargo de los escritores Oswaldo Reynoso, Rodolfo Ybarra, Gabriel Rimachi Sialer (Ed.), y contará con la presencia del autor.
El ingreso es libre. Vino de honor.

Agradecemos el apoyo de su difusión,


Editorial Casatomada
www.rcasatomada.blogspot.com
Teléfonos: 433 – 1352 / 99195 – 1159
Contacto: Gabriel Rimachi Sialer (Ed.)

MANIFIESTO CONTRA LA LEY DE MIGRACIÓN EUROPEA



Señores gobernantes y parlamentarios europeos.Algunos de nuestros antepasados, pocos, muchos o todos, vinieron de Europa.El mundo entero recibió con generosidad a los trabajadores de la Europa migrante.Ahora, una nueva ley europea, dictada por la naciente crisis económica, castiga como crimen la libre circulación de las personas, que es un derecho consagrado por la legislación internacional desde hace ya unos cuantos años.Esto nada tiene de raro, porque desde siempre los trabajadores extranjeros son los chivos emisarios de las crisis de un sistema que los usa mientras los necesita y luego los arroja al tarro de la basura.Nada tiene de raro, pero mucho tiene de infame.La amnesia, nada inocente, impide que Europa recuerde que no sería Europa sin la mano de obra barata venida de afuera y sin los servicios que el mundo entero le ha prestado: Europa no sería Europa sin la matanza de los indígenas de las Américas y sin la esclavitud de los hijos del África, por poner sólo un par de ejemplos de esos olvidos.Europa debería pedir perdón al mundo, o por lo menos darle las gracias, en lugar de consagrar por ley la cacería y el castigo de los trabajadores que a su suelo llegan corridos por el hambre y las guerras que los amos del mundo les regalan.Desde el continente americano, mayo de 2009

Atentamente.

ARGENTINAAdolfo Pérez Esquivel - Premio Nobel de la PazAtilio Boron, escritorHebe Bonafini, Asociación Madres de Plaza de MayoOsvaldo Bayer - EscritorHermana Martha Pelloni - Derechos HumanosDiana Maffía - Filósofa feministaRally Barrionuevo – CantautorClaudia Korol, periodista, ClacsoMario DÁlessandro, OdontologoLiliana Scarpatti, foniatra-psicoanalistaValeria LLobet, Investigadora de Conicet, feminista

BOLIVIAEduardo Paz, profesor universitarioHumberto Claure Quezada. Ingeniero, editor revista Patria GrandeBRASIL
Augusto Boal, teatrólogoAfrânio Mendes Catani, professor USPCandido Grzyboswki, sociólogo, IBASE e FSMChico Withaker, sociólogo, FSMEmilia Vioti da Costa, historiadora,Elias de Sá Lima, engenheiroGaudêncio Frigotto, educadorHeloisa Fernandes, socióloga, ENFFJean Pierre Leroy, ambientalista, FASEJean Marc Von der Weid, economista agrícola, ASPTAJoao Pedro Stedile, ativista social, MST.Mario Maestri, historiador,Pedro Casaldaliga, bispo , poetaRenée France de Carvalho, militante internacionalistaRita Laura Segato, antropóloga, UNBVânia Bambirra, economista.Vito Gianotti, jornalistaCanadá
Naomi Kleim, perodista, escritora,autora de "No Logo,"Pat Mooney, pesquisador de tecnologías, Premio Nobel Alternativo.Michael A. Lebowitz, profesor, Simon Fraser University

CHILE: Cosme Caracciolo, Conf. Nac. de Pescadores Artesanales de Chile,Luis Conejeros, presidente del Colegio de Periodistas de Chile,Marco Enríquez-Ominami, diputado,Manuel Cabieses, director de la revista Punto Final,Marta Harnecker, socióloga, escritoraManuel Holzapfel, periodista,Ernesto Carmona, consejero nacional del Colegio de Periodistas de Chile,Paul Walder, profesor universitario y periodista,Pedro Lemebel, escritor,Flora Martínez, enfermera,Alberto Espinoza, abogado,Tomas Hirsch, Vocero del Humanismo para Latinoamérica

CUBA: Aleida Guevarra, medica pediatra.Joel Suárez Rodes, Centro memorial Dr.Martin Luther King,

ECUADORAlberto Acosta, economista, asambleísta constituyenteCarolina Portaluppi, escritoraJuan Meriguet Martínez, comunicadorPavel Égüez, artista plásticoHanne Holst, feministaLuigi Stornaiolo, artista plásticoOsvaldo Leon, periodista, ALAIVerónica León-Burch, videasta

ESTADOS UNIDOSSaul Landau, cineasta,Norman Solomon, periodista,Susanna Hecht, profesora de UCLA,Richard Levins, profesor de Harvard,Noam Chomsky, profesor de MIT,Peter Rosset, investigador,Fernando Coronil, Historiador e antropólogo, Universidad Nueva YorkMario Montalbetti, lingüista y PoetaJohn Vandermeer, profesor de la Universidad de Michigan.

HAITIJean Casimir, antropologo, escritor.Camille Chammers, economista.

MEXICOSubcomandante Insurgente Marcos, ciudadano del mundo en MexicoAna Esther Cecena, economista, investigadora UnamFelipe Iñiguez Pérez,Maria De Jesús González Galaviz,Pablo Gonzalez Casanova, sociólogo,Luis Hernández Navarro, periodista de La Jornada,Beatriz Aurora, artista mexicana-chilena,Victor Quintana, diputado estatal y dirigente campesino,Raquel Sosa, escritora, professora da UNAMRodolfo Stavenhagen, relator da ONU para direitos indígenasSilvia Ribeiro, investigadora,

NICARAGUACarlos Mejia Godoy, cantautor (compositor y cantor)Ernesto Cardenal, Poeta, escritor y sacerdoteGioconda Belli, poetisa y escritoraLuis Enrique Mejia Godoy, cantautor,Mónica Baltodano, diputada, ex-comandante sandinista.Dora Maria Tellez, ex- comandante sandinistaSergio Ramirez Mercado, escritor.

PARAGUAYFernando Lugo, obispo en licencia, Presidente electo de ParaguayMarcial Gilberto Congon, pedagogo popularRicardo Canesse, ingeniero, parlamentar Parlasur.

PERUAníbal Quijano, sociólogo, escritorCarmen Pimentel, Psicóloga, escritoraCarmen Lora, Universidad Católica de PerúMirko Lauer, poeta, ensayistaRolando Ames, científico social, escritor.

URUGUAYEduardo Galeano, escritorAntonio Elias, economista, SEPLA

VENEZUELAMaximilien Arvelaiz, diplomata,

CATALUÑAMargarita Witt, licenciada filosofía, psicogeriatra

PREMIO DE ENSAYO LITERARIO "NELLY FONSECA RECAVARREN 2009"



COMUNICADO A LA OPINIÓN PÚBLICA (FUNDACIÓN YAKANA)




La Fundación Yacana y el Bar Zela organizadores del Segundo Concurso Anual Internacional de Poesía "Javier Heraud" 2009 comunican que Dalmacia Ruiz Rosas y Willy Gómez Migliaro, se han retirado del proceso del concurso, por desacuerdos en los pagos establecidos.Ellos habían recibido su pago por adelantado, pero han querido sorprendernos intentando cobrar un monto extra, fuera de lo acordado. A pesar de ello, después de conversaciones aceptamos sus nuevos términos y el incremento del pago, por el bien de nuestra amistad.
Luego quisieron que el pago sea esta semana, la Fundación acepto dar la mitad en el momento y el saldo al terminar, pero habiendo acordado lo descrito el día de ayer, hoy, 1º de mayo de forma imperativa, nos conminan a cancelar el total, para el día lunes y amenazan con retirarse del Concurso.Es por esto, que lamentamos el alejamiento de Willy Gómez, tratamos de ser lo más flexibles en la mediación, pero de esta forma tan prepotente e intransigente, no se puede trabajar por el bienestar del equipo de producción y de la Fundación Yacana.Sabemos que Dalmacia Ruiz Rosas nada ha tenido que ver en estos problemas, incluso ha sido perjudicada por esta actitud, lo cual lamentamos, y hacemos presente nuestro agradecimiento y nuestra sincera amistad.
El Concurso sigue y se mantiene firme ya que los elementos que no armonizaban dentro del equipo se han retirado, aun así se les agradece por haber participado.Ante esto nos hemos visto en la necesidad de convocar al Sr. Domingo de Ramos, poeta reconocido en el medio, para que retome la posta del Concurso, el cual el inicio.
Reiterando que el monto por su trabajo será el mismo acordado con los organizadores anteriores.Agradecemos públicamente al poeta Sr. Domingo de Ramos que retome la posta y nos apoye en este momento de descoordinación, ajena a nuestra Fundación.Damos a conocer a la opinión pública y a los amigos en general que los $3500 dólares en premios para los ganadores y las 3 publicaciones de 300 ejemplares por cada ganador están totalmente aseguradas.Agradecemos la gran acogida del Concurso, reiteramos nuestra firme promesa que será anual y que los premios cada vez serán más tentadores.
Aprovechamos también para comunicarles que el día 8 de mayo se lanzará el 1er Concurso de Pintura "Sérvulo Gutiérrez”.Cualquier duda o comentario pueden hacerlo a la Representante de la Fundación Yacana, Belén Soto Canales al 99419*5445 o al mail: belensotocanales@gmail.com

domingo, 3 de mayo de 2009

SECCIÓN "GUERRA Y LITERATURA"



Como anuncié, hace algunos días, he estado recopilando y recibiendo --vía correo-- cuentos, narraciones, testimonios y fragmentos de novela sobre la guerra interna en el Perú. Si bien es cierto, hay muchas investigaciones, antologías, ensayos, etc., en torno a esta temática, no podemos negar de que es insuficiente y no cubre el real espectro de lo escrito en torno al proceso doloroso que vivió nuestro país. Generalmente hay una tendencia a asumir o inventar un canon en torno a libros editados por editoriales oficiosas u "oficiales" (negocios del mercachifleo libresco) o a la palabra expresa de "críticos literarios", letratenientes, marcados por el sesgo, ciertos parámetros comerciales y por un espíritu nada democrático; pues es claro que no investigan y su trabajo está reducido y condicionado a lo que le alcanzan en las manos o los textos que le dejan debajo de la puerta; o, en el peor de los casos, a un amiguismo o nepotismo vergonzante que trasciende ventosamente en los periódicos de la capital (el "tú me entrevistas y yo te reseño" se ha hecho la norma). En vista de este vacío (y evidente descrédito literario) y con el afán de dar a conocer todas las voces posibles, dejo este espacio abierto a quienes tengan algún texto literario (de preferencia inédito) con respecto a la guerra interna.





Walter Lingán, escritor peruano radicado en Alemania, me envía los siguientes textos.

Para los interesados en su literatura dejo esta página: http://www.walter-lingan.com/





La noche que colgaron los labios en El Rincón de los Muertos

Desde que salí en busca de El Rincón de los Muertos sólo encontré un paisaje desolado, roto. Campiñas pobladas de secos pajonales, de cerros con sinuosas laderas y pampas inmensas y un cielo de nubes blancas, grises… y gente ausente. Todos muertos. Por eso, al divisar una chocita a orillas de un claro seco, con tonos amarillescos, olvidé el frío, la sed y el cansancio agobiadores. Animado, casi cantando, seguí avanzando por el empinado vericueto de tierra rojiza, menudo polvo ensangrentado. Al acercarme a la casucha un perro famélico me recibió bailando furioso, su maltrecho ladrido sólo era alarde de mejores tiempos de cuando desarticulaba el profundo silencio de las serranías. El resuello de sus fauces deformes se disolvía rápidamente en el ambiente casi helado de la puna. En el corredor, frente a la puerta destartalada de la choza, sentada en una vieja banca, estaba Rachel Welch. Su belleza cinematográfica desafiaba furiosa al abandono. En silencio se levantó y señaló el horizonte desamparado. Así como Hace un millón de años, dijo. Con la boca abierta admiré la lindura de sus medidas perfectas, el movimiento intacto de sus dedos, la firmeza de sus caderas, la solidez de sus monumentales piernas. Colocando su mano derecha como visera en la frente, dijo claramente: Mis ojos no alcanzarán jamás a ver toda la desgracia que sembraron la soldadesca y la locura terrorista. Una ola de cuchillos tenebrosos se agolpó en los bolsillos de mi existencia. Los recuerdos anegaron mis ojos. El perro flaco, enmudecido por el terror experimentado, se arrastró mansamente hasta los pies de la famosa estrella de cine. La bella mujer volvió a ocupar su emplazamiento. En el fondo marítimo de su mirada felina bebía la tarde gris sus efluvios de dulzura.
Acosado por la sed de alma perdida seguí mi camino.
Un leve ruido proveniente desde un bosquecillo de arbustos quemados me hizo volver la mirada. Ahí, parado, con una pródiga sonrisa, aparecía el célebre Anthony Quinn, conocido también como Zorba, el griego. Al verme empezó a cantar: Me llaman el desaparecido / Cuando me buscan nunca estoy / Cuando me encuentran yo no soy / Me dicen el desaparecido / Fantasma que nunca está / Perdido en el siglo XX… rumbo al XXI… El bullicio telúrico de una banda de músicos con harpas, violines, clarinetes y tijeras lo interrumpió sorpresivamente. Detrás de ellos, un tanto retrazados, venía una turba de alegres danzantes. Ponchos, sombreros y polleras de intensos colores se mecían con cierta gracia al vaivén del viento. Todos ellos son también desaparecidos, me dijo Anthony Quinn. Los músicos y danzantes se acercaron veloces, con el paso apurado, raudo, murmurando con el oro de los pajonales. Bajo tus pies, volvió a decir Anthony Quinn, las almas lloran, estás en un campo minado de muertos, desaparecidos, las fosas comunes son parte del paisaje. Zorba, El griego, levantó los brazos, sus manos hicieron el ademán de mover las tijeras chasqueando los dedos y sus pies intentaron marcar el ritmo de la danza de las tijeras. En pocos minutos bailarines y músicos se perdieron en la lejanía. Todo volvió a quedarse en silencio. La majestuosidad de la cordillera se abatió solemne sobre el traqueteo de la tarde. Sólo el viento gimió en las alturas de El Rincón de los Muertos.
Poco tiempo después encontré un camino pedregoso, relativamente amplio. A un lado del camino se extendía una hilera de eucaliptos frondosos. Me llamó la atención el ronquido de un motor subiendo la cuesta. Sus bramidos tronaban en las alturas del cielo cenizo. Lento pero seguro avanzaba el robusto animal motorizado. El conductor del flamante BMW descapotado llevaba una metralleta cruzándole el pecho. A su lado se hallaba el autodenominado presidente Gonzalo, vestido a la manera de Mao Ze-Dong. Al verme, me dijo marcialmente: Camarada, salvo el poder todo es ilusión. Un entusiasta ejército de jóvenes marchaba detrás agitando banderas rojas, arengando a un tal Nuevo Amanecer. Desvaídas mochilas y viejos fusiles, relumbrantes machetes les otorgaban una aureola de tenebrosidad. Otro grupo izaba perros muertos atravesados en horquetas rústicas. ¡Así mueren los traidores!, gritaban sin cesar. ¡La revolución tiene mil ojos y mil oídos! Un joven que escribía inflamados discursos para El Diario repartía La entrevista del siglo, otros lanzaban al aire panfletos entre los jóvenes que seguían embobados al presidente del futuro país de Nueva Democracia. ¡Muerte al capitalismo! ¡Muerte al imperialismo! El BMW rojo se abría paso entre la multitudinaria soledad de los andes en nombre de la revolución.
Entre el tumulto de muchachos estaba ella. Chiquita graciosa. Hermosa. Linda. Estrellita. Lucesita. Lunita. Sol. Tierra fecunda. Cañita dulce, palomita, suray surita. Edith Lagos, morena, morenita, peruanita bonita terroncito de azúcar, va cantando: Qué bonita, qué bonita / La flor de la retamita / Sus hojitas se parecen / Al traje de mi cholita… Al borde de su boca crecían flores, se marchitaban las tristezas. Edith Lagos, muchachita linda, corrí a su lado, atraído por algo más fuerte que mi timidez. Me puse a su costado y le dije en el oído: cholita linda quiero que levantes el color de mis días, que me enseñes a mojar el pan en la mesa de los pobres. Muchachita, mujer de cielo y caña dulce, déjame preñar en tus labios bondadosos palabras que el viento deletree en las mañanas, déjame sembrar tu nobleza en mi pelo negro. Déjame ir contigo a repartir la esperanza, el arco iris, a bailar un huaynito, un carnavalito. Retamita retamita / Que creces en las laderas / Y tu florcita amarilla / No se parece a cualquiera… Edith Lagos, puka sonko, sumemos las pobrezas y las alegrías para que en el café de tus ojos se vuelvan polvo y poesía dilatando el Nuevo Amanecer.
Así fue como me enamoré perdidamente de la revolución, mejor dicho, de Edith Lagos. Y ella, con el consentimiento del partido y de los mandos, me amó soñando con un futuro de banderas rojas, con amaneceres de hoces y martillos, con un gobierno de obreros y campesinos, con lucha de clases y todas las contradicciones, y porque los pobres somos más, como solía decirme, un día tomaremos el destino con nuestras propias manos, aunque el camino está lleno de piedras, miles de dificultades tenemos frente a nosotros. La escuchaba en silencio y se llenaba mi alma de nuevas esperanzas, de ilusiones, de días felices. Sólo la lucha nos hará libres, me decía acariciando mi frente. Tenemos que ser fuertes, hagamos de nuestra fe inquebrantable balas para los fusiles del ejército que marchará triunfante por todas las cordilleras del Perú profundo.
Pero fueron más mis penas por todas las miserias que ocasionaba el ejército del Nuevo Amanecer. Entonces mi corazón empezó a fallar. Una noche, mientras acariciaba la nochedad de sus cabellos, le dije: Edith, ¿por qué tanta muerte, amor? No se puede sembrar nueva vida, destruyendo, matando todo. Ella muy severa contestó que para construir algo nuevo se necesita destruir todo lo viejo, todo lo que está podrido. Todo está corrupto, sentenció muy severa. Estamos en guerra y la guerra es nuestra vida cotidiana, nuestra entrega al partido no se discute, morir es un accidente y no debe haber lamentaciones. Aún correrán ríos de sangre, el enemigo así lo exige. De pie, mirando el desfiladero desde cuya cima dominábamos todo el paisaje sobre la parte sur de El Rincón de los Muertos, recitó, casi con furia: Hierba silvestre, aroma puro / te ruego acompañarme en mi camino / serás mi bálsamo en mi tragedia / serás mi aliento en mi gloria. / Serás mi amiga / cuando crezcas / sobre mi tumba. / Allí que la montaña me cobije / que el río me conteste / la pampa arda, /el remolino vuelva… Pero estamos matando a nuestros propios hermanos, destruyendo nuestras comunidades, nuestra cultura, alegué emocionado. Edith Lagos, mi palomita suray surita, cambió su mirada dulce en acero penetrante, transformó la suavidad de sus manos en fríos garfios fulminantes. ¿Qué te pasa? ¿Acaso la comodidad burguesa corroe tu sangre de mediocre pequeño burgués? Necesitas urgente ayuda, debo hablar con el resto de los camaradas.
Pasaron varios días hasta que fui sometido a un severo interrogatorio. Al no poder absolver satisfactoriamente todos los requerimientos y negarme a seguir obedeciendo ciegamente las directivas enfebrecidas de la dirección nacional me condenaron a la pena de muerte. Me acusaron de traidor, vendido, de debilidad burguesa y de contrarrevolucionario. Bajo la atenta dirección de los Mandos del Nuevo Amanecer, Edith Lagos, con la mirada rota y el pulso aparentemente sereno, se dispuso a cumplir la sentencia de muerte. Oí el chasquido del arma al dispararse y sentí la punzada quemante del proyectil en mi pecho, después ya nada. Mi cuerpo, animal degollado, lo arrojaron por un despeñadero. Mis padres, días antes, habían sido asesinados por los militares del glorioso ejército peruano por el solo hecho de tener presuntamente un hijo alzado en armas.
Mucho más tarde Edith Lagos, mi heroína de masacres, mi virgen sangrienta fue detenida por las fieras de la represión. Torturada hasta la saciedad no pudieron quebrantarla. Rodeada de militares fortachones la expusieron ante la prensa. Tenía las mejillas y la nariz hinchada a causa de la golpiza policial. El cabello despeinado, más largo y más negro, volaba sobre sus hombros. A pesar de todo esto trasmitía vida, rebeldía. Meses después logró fugarse del cautiverio, para luego caer en combate. Su féretro, envuelto en la esplendorosa bandera roja del partido signada con la hoz y el martillo, ingresó a la catedral para la obligada misa de cuerpo presente. Terminada la misa casi toda la población de El Rincón de los Muertos acompañó a la comandante Edith Lagos hasta su última morada… Los recuerdos me hacen también llorar ahora, son lágrimas de un alma que vaga sin descanso, quizás por eso mis penas son más grandes, más profundas.
Al anochecer llegué a una calle oscura de El Rincón de los Muertos. El viento frío escabulléndose entre las sombras hacía todo más siniestro. Los escasos y abandonados semáforos cambiaban de un gris a otro gris. Otros fantasmas acechaban en todas las esquinas, me observaban desde las ventanas asoladas. De cuando en cuando me cruzaba con cadáveres llorando. En algunos parques se elevaba el humo alucinante de huesos incinerados. Un desaparecido que buscaba su fosa común, me dijo: Aquí, de noche, los semáforos son como los gatos, sobreviven agobiados por esa tristeza gris.

De el libro de cuentos: “Oigo bajo tu pie el humo de la locomotora” (Bonn, 2005).

¡Pacha tikra!
(¡Mundo revuelto!)
A Julio Humala Lema.


Al desaparecer los últimos soldados en el fondo de la ciudad, los obreros de la fortaleza los vieron, embargados de extraña indiferencia. No sonó un aplauso, ni un grito de entusiasmo... Cuando el ejército cruzó delante del templo de las escogidas, en el Hanan-Cuzco, una anciana se puso a llorar.

César Vallejo.


Mi tayta decía que el Amito Padre San Román tiene apuntado en su libro la fecha del fin del mundo presente; de igual modo, el día en que nos tocará morir a cada uno de nosotros. A la hora del descanso, sentado en la orilla de los barbechos, nos contaba que el Amito Padre San Román va pesando el tiempo, el equilibrio del universo, en una gran balanza. Cuando la balanza se incline a un lado: ¡Pacatán!, el mundo presente se dará vuelta, se irá patas arriba, y el Shapi, el maldito enemigo, se dispondrá a gobernar el universo. Y eso ya está sucediendo. Acomodado junto al Amito Kishuar estoy mirando como el mundo presente se está volteando. Escucho las quejas del Amito Padre San Román. Veo la impotencia en las facciones de su cara. La balanza se está inclinando y, pobre, el Amito Padre San Román no puede hacer nada, está lamentándose: «¿Qué podemos hacer?», se pregunta. Luego, dice: «¡Caracho!... ¡Ya no, caracho!... ¡Ya no podemos hacer nada, no hay cómo, en el libro está escrito... y el mundo presente se está revolviendo!» Desde el Waqaltu cielo veo el miedo y la tristeza de la gente. Escucho también sus aflicciones. El mundo presente está desmoronándose. Ha entrado a la curva final y por eso está volteándose. El universo patas arriba, tierra revuelta, el día del mundo volteado, Tikra Kashun, está llegando. «El juicio, el fin del mundo está en camino, la balanza se va inclinando porque el Maldito, el Shapi, está entrando en este mundo», así ha dicho el Amito Kishuar. ¡Pacha Tikra! ¡Mundo revuelto!...
En las palabras de mi tayta estaba pensando aquella tarde amarilla, retamita olorosita, que empezaba a enlutarse con la plaga de oscuros rumores. A la entrada de San Miguel un grupo de niños jugaba a la guerra. Los Sinchis patrullaban las calles casi vacías. Decían que la muerte era una sombra. La noche devoraba a la gente. Desaparecidos, sin huellas, como si el Shapi los hubiera llevado al Ukupe tutayane. El miedo creciendo... Por eso aquella tarde amarilla, oscureciendo, para que los militares no me encontraran gafeando, dando vueltas sin ton ni son por el pueblo, salí lo más rápido posible, aventurándome por la ruta que creía más segura. Me encaminé cuesta abajo, hacia el río. Pasé por una calle trasera a la plaza de armas cuando el campanario de la iglesia anunciaba las cinco de la tarde. Llegué a otra calle, silenciosa y bordada de piedras, que desembocaba en un enorme y bullicioso edificio: el Mercado Nuevo. Quería llegar al cementerio evitando la calle principal y el Parque de los Haraganes. Sin detenerme a observar el sosegado jardín que florecía frente al camposanto, doblé por una de las esquinas. Un corredor polvoriento me condujo a un caminillo que descendía caracoleando por la panza de un cerro verdoso hasta encontrar, primero, un corto trecho quebrado y pedregoso, y a continuación, la carretera a Cajamarca con su puente de barro y piedra sobre el río San Miguel.
Si alguno de mis conocidos me hubiera visto por este camino, no hubiera creído que estaba yendo a Cruzpampa, la comunidad donde vivía. Mi explicación le habría causado risa, pero el miedo a los militares y... En circunstancias normales no hubiera hecho este rodeo para llegar a la choza donde me esperaban mi María y nuestros dos cholitos: el Elías y el Benjacho. Siempre trataba de llegar a casa temprano, antes que el día empiece a gotear oscuridad sobre la rojez de los barbechos, sobre la temprana verdura de los sembríos. Aunque el cielo estaba ensombrecido por nubes oscuras, no hacía frío. María me advertía: «Vendrás temprano y no a medianoche.» Entonces solía regresar cantando: Cutum cutum cuchumurum / su mujer lo espera ya / moliendo su cebadita / solita en su cocina...
La guerra antes lejana, noticia en boca de los viajeros, en los escasos periódicos que nos llegaban, era ahora, con la presencia de los Sinchis, una sombra cada vez más tenebrosa. Los Sinchis patrullaban la ciudad, las comunidades, los caminos, ingresaban a las casas y llevaban a la gente, a los jóvenes. Cuando gritaba al ser golpeado / su madre clamaba llorando / amarrando férreamente sus manos / lo llevaron / vendando sus ojos / lo llevaron arrastrando... De noche salían sombras, colgaban banderas rojas, escribían en las paredes. Guerra al latifundio. ¿Latifundio? Muerte al imperialismo. ¿Imperialismo? Castigaban sin piedad a sus enemigos. Soplones. Traidores. La muerte anocheciendo... El fantasma de la guerra creciendo. Guerra sucia, rojez del cielo. El miedo, retamita olorosita...
Fue el miedo que aquella tarde convirtió mis piernas en dos rápidas alas. Volando alcancé la orilla del río San Miguel. La hojarasca y las piedras cantaban, enamoradas, al torrentoso flujo. Mi cuerpo, ligero como el viento, se desplazaba sin percibir el peso de la joijona que llevaba sobre uno de mis hombros. Los sanmiguelinos aparentaban proseguir sus vidas con mucha tranquilidad, pero en sus ojos habitaba el miedo. El miedo a la guerra, a la muerte, a los fantasmas, los estremecía como a perro picho. Tenía que pasar por la caída del Condac. «Mal paso es, caracho», contaba mi tayta. Siguiendo el consejo de don Secundino Quispe, el viejo curandero de Cruzpampa, saqué un puñadito de sal que llevaba en la joijona y lo metí en mi bolsillo. Don Secundino nos había enseñado que un poco de sal y una puteada lograban que el Shapi desaparezca maldiciendo, pero sin causarnos ningún daño. Porque la sal, nos decía, entra en el shonqo del Shapi. Así pues, con estas ideas, padeciendo y sufriendo, sufriendo y padeciendo, bajaba y subía, subía y bajaba por entre los montes, sin atreverme a poner un pie por los caminos donde a diario trajinaba la gente tras el trote de acémilas, reses y ovejas. Se escuchaba el lejano y persistente ladrido de uno, de dos y más perros. El viento suave, algodón volátil, soplaba como un rumor. Tiritaba la densa cerrazón que empezaba a desencadenarse sin clemencia. Yo me escabullía, a veces entre las zarzas, los montes y los bosques de eucaliptos, y otras veces entre las chacras de maíz, asaltado por el miedo, pensando que si los Sinchis o los militares me encontraban, me llevaban a parar... sabe Dios por dónde. Rogaba para que las sombras no me confundan con uno de sus enemigos.
Aquella tarde había llegado a la bodega de don Moisés, cuando el día, en toda su claridad, como alegre paloma abría sus alas a lo ancho de la ciudad. En una chichería sonaba un disco de Los Tucos de Cajamarca: Buenos días mi niñita / Buenos tardes papacito / llega medio borrachito / el cholo porconerito. / Llega cargao su alforjita / al pueblo de Cajamarca... Los Sinchis, con sus metralletas al hombro, se desplazaban amenazantes por las calles del pueblo. A terminar con los terrucos habían venido. Así decían. Don Moisés contó que un batallón de soldados estaban también en camino. «A levar vendrán» —comenté—, «será mejor que me vaya pronto..., no quisiera que me agarren.» Don Leopoldo Malca, un anciano radicado en San Miguel desde hacía muchos años y que bebía junto a otros pueblerinos en una esquina de la bodega, al escuchar nuestra conversación, dijo: «No, los milicos vienen buscando terrucos.» En las paredes los terrucos habían escrito: ¡Muerte a los soplones! ¡Viva Marx-Lenin-Mao-el pensamiento Gonzalo! ¡Muerte al imperialismo!
Los cuatro o cinco policías que ocupaban el puesto policial del pueblo, dedicados a dormir y a llenar crucigramas en periódicos viejos, no tenían tiempo para recibir denuncias de abusos y latrocinios. Sus más arriesgadas intervenciones nunca fueron suficientes para doblegar a los borrachos dominicales. Bandas de abigeos compartían sus botines con jueces y policías. Con los Sinchis aumentaron los robos y los abusos en nombre de la patria. «Los terrucos o la patria...» La guerra es ahora algo más que una noticia, algo más que un juego de niños. A la fiesta del Patrón San Miguel Arcángel venían los militares. Traían una banda de músicos que, cuando tocaban, eran rodeados por enamoradas muchachas y celosos muchachos. Después, cuando la fiesta estaba a punto de terminar, los soldados aprovechaban para detener a los jóvenes y llevarlos a los cuarteles del ejército para servir a la patria. «El Perú es primero», decían, y se los llevaban. A muchos los agarraban borrachos en las chinganas o durmiendo por los alrededores de la plaza de armas. Cuando les pasaba la borrachera, ya vestían de soldados y ostentaban indeseadas cabezas rapadas a cero, morocos. De otros caseríos y comunidades llegaban camiones militares repletos con jóvenes tristes y maltrechos. Amarrados, como animales, eran trasladados hasta lejanos cuarteles de la costa y de la selva. Algunos viejos decían orgullosos: «En el ejército les van a enseñar a ser hombres a estos cholos haraganes.» Sin embargo las madres, llorando hipo-hipo por sus hijos, corrían tras el camión con la esperanza de alcanzarles una talega de canchita. Pero el camión con su preciosa carga se perdía en la lejanía, rodando por la carretera, desaparecía para volver la próxima fiesta. Muchas familias no vieron el regreso de sus hijos. Algunas muchachas envejecieron con la esperanza de casarse con un héroe de la patria. Meses y años han pasado / ¿dónde estará? / acaso dentro de los pedregales / volviéndose tierra / o en medio de las espinas / ya brotando como las hierbas... Lo más curioso es que a los muchachos de familias adineradas y que vivían en el pueblo, no los llevaban a cumplir con el Servicio Militar Obligatorio, sólo a los pobres y a nosotros, a los del campo, nos perseguían sin tregua.
En el libro del Amito Padre San Román estaba escrito la hora de nuestra muerte. Lo peor es que él no podía hacer nada para salvarnos. No había remedio. Lo que estaba escrito, tenía que suceder. Desde el Waqaltu cielo he bajado a tomar agua en el mundo presente. Las estrellas, los luceros, somos ánimas, las almas de los muertos, y con frecuencia bajamos por la faja palma a bañarnos, a saciar nuestra sed en los puquios de la tierra... La pesadilla de aquella madrugada aparece ante mis ojos. Varias sombras de blancos sombreros asoman y agitan los montes. Hace frío. Bajo los sombreros brillan ojos humedecidos por las lágrimas, abrumados por las penas. Hay rumores, olores reviviendo en las piedras, en los viejos eucaliptos. Sólo ruinas han quedado de Cruzpampa. Desesperado golpeo mi cabeza luminosa contra los troncos de los alisos que le cuentan al viento mi mala suerte. Quisiera desparramar toda mi luz y en cada brizna dejar escapar los gusanos de la memoria. Hasta mis oídos llega una voz, una voz lejana, una queja. Escucho en silencio: Por culpa del chacal estoy en prisión. Antes sólo era una canción, hoy una verdad. Preso estoy en una celda / esperando mi sentencia / salga libre o salga muerto / esperaré con paciencia. / Si morir es mi castigo / habiendo sido inocente / el tiempo será testigo / aunque yo no esté presente... Veo una celda. Cuatro paredes. Una ventana pequeña. Olor a mierda, a orines. Tengo pena. Mi corazón es una piedra rodando sin consuelo por los caminos del Rincón de los Muertos. A veces tengo ganas de arrancarme los ojos y, confundidos entre los vientos, entre los montes, olvidarlos para siempre. Ahogar la memoria en el puquio y olvidar la tragedia de aquella noche. Suena otra vez la voz lejana: Y la cárcel es algo más que cuatro paredes solas. La lluvia mojando mi sombrero, mis manos y mis pies, es tan sólo un recuerdo tristón. El chacal me acusó de asesino. Loco. Enfermo. Terruco asesino. «Es una pena», dijo, «que no haya podido llegar a tiempo para salvar a la gente de su rabia.» Así habla. Me maldice. Su lengua de mal cristiano es una víbora del infierno. La gente tampoco sabe ya qué creer. «¡Qué cristiano en su sano juicio sería capaz de tanta maldad!», dicen mis paisanos sin saber la verdad. ¿La verdad? Parece que nadie quiere saber la verdad. Lo importante es tener un culpable. Mi palabra no tiene valor. Piedra tirada en el camino / ese soy yo / unos se irán y otros vendrán / unos vendrán y otros se irán / pero ninguno me sentirá... Cholo piojoso y sin valor. ¿Será que los jueces y los militares no tienen piojos? «La justicia tarda pero nunca olvida», así dicen. La muerte es irreparable, la vida pasajera, retamita olorosita. El Amito no permitirá perdón ni olvido. Me cuentan que los asesinos ríen, pero llegará el día en que van a llorar. Dicen que la gallina solita rasca para su mal, así igualito, todo lo que hagan, sólo ha de servir para poner las cosas claritas como el agua... La voz se pierde, se diluye entre los rumores del viento, de las pajas. Han desaparecido los fantasmales sombreros blancos, y ya es hora de regresar al Waqaltu cielo, pues quiero seguir leyendo el libro del Amito Padre San Román.
Con el Amito Kishuar vemos la planicie, a media ladera de una montaña, donde se alzaban las chozas de la comunidad de Cruzpampa, pequeña aldea que estaba unida a San Miguel por un camino ancho, amurallado de trecho en trecho por eucaliptos y alisos, andangas y palos de mote-mote, zarzas, salvias y toda laya de montes. La carretera Chepén-San Miguel se encuentra con este camino en El Chorro, una pileta de cemento que destila un hilillo de agua como pichi de cholo chico. El Chorro es el preludio de Saña, uno de los barrios más bullangeros del pueblo. Saña tiene sonido y sabor a negro, pero no es un barrio habitado por negros, más bien por algunos blancos adinerados, negociantes y hábiles artesanos. Poco a poco, conforme avanzamos, la calle va levantándose, empieza lentamente a trepar las elevaciones de los cerros que asoman tras los tejados rojizos de las casas. Desde una pequeña colina, a cuyos pies se encuentra la última casa del pueblo, se puede ver el lomo lustroso de San Miguel; las nubes jaloneándose entre la luz y la oscuridad. Hacia el otro lado aparece saltando una quebrada de agua cristalina. Se alborota cuando llueve en las alturas, en la jalca. Los domingos, desde temprano, hombres y animales, de ida y vuelta, pueblan de sudores, olores y colorido el amplio camino. El trote de las acémilas, alineadas en una y otra dirección, abonan con su excremento sunchos y hierbajos, y con sus orines reviven abrojos amarillentos, casi muertos de sed. Siguiendo el paso de las bestias, en cuestión de diez o quince minutos, a media cuesta del cerro, se divisan los aleros metálicos y las paredes amarillo-ocre de la casa del carpintero don Pedro Quesquén. A los caminantes se les acerca el penetrante olor de la madera. El incesante rum-rum de los serruchos y el toc-toc del martilleo marcan el avance de sus pasos. Sólo queda un pequeño trecho, sólo una cuesta media escalonada, para arribar a una de las lomas más altas del camino. Ahí, justo en el mismo centro, clavada como una estaca grande, está la cruz. Sobre una base de cemento, asciende la cruz con los brazos abiertos, como queriendo envolver a las nubes en un abrazo infinito.
Noticias de lejanos lugares ya nos habían llegado. Se contaban todas las maldades de los terrucos, las diabluras de los Sinchis y de los militares. Para cambiar el mundo llegaban los terrucos y se llevaban a los muchachitos para que aprendan a hacer la guerra, para conocer el pensamiento Gonzalo. Buscando terrucos venían los Sinchis y los milicos, pero primerito agarraban a los inocentes. Los metían en sus cuarteles en calidad de depositados. Ningún depositado volvía abriendo las puertas de los cuarteles. Desaparecían. ¿Dónde será que los refundían? Sin dejar huella extraviaban a la gente. Como tragados por cerro malo, nunca más se los volvía a encontrar. Ni muertos hay para rezar por sus almas. ¿Qué será pues de sus almitas? Luceritos tristes en el Waqaltu cielo o sombras en el Ukupe tutayane. Si hay suerte, dicen, así dicen, encuentran sus tripitas venteándose al aire. Otras veces los hallan botaditos por las quebradas, sin brazos o sin piernas. A veces tienen que pelearse con los shingos hambrientos que, al haberles devorado los ojos, se oponen a dejar sus presas. ¿Dónde ya estás mi hijito, dónde ya? / Ya te busqué, inclusive en Moyopampa / también ya llegué a la quebrada de Sunudén. / Te estoy buscando por las quebradas y los cerros / diciendo: ¿acaso te encontraré en el Condac/ o acaso te encontraré en la quebrada de Lipiac?/ ¿Qué madre no lloraría/ cuando le desaparecen a su querido hijo? / a quien crió diciendo mi sol, mi luna / a quien crió en el frío, en el viento... Ahora la guerra, abierta de par en par, estaba ante nuestros ojos. Los Sinchis patrullaban las calles de San Miguel, los caminos, los ríos, todos los rincones. Los defensores de la patria habían llegado, estaban en acción. De noche las sombras mataban. La guerra crecía. Guerra sucia, sombras mortales, retamita olorosita. El miedo amarillando... Días atrás los Sinchis le quitaron a doña Santos Romero sus dos güishas. En el puesto de la Guardia Civil, cuando se fue a presentar la denuncia, los policías le dijeron que eso era un robo de menor cuantía. «No vengas a joder con pequeñeces vieja e’ mierda.» A doña Facunda Sánchez, de sus manos le quitaron sus gallinitas que llevaba a vender al pueblo. «¿De dónde traes robando estas gallinas, vieja mañosa?» No respetaban ni las canas de los ancianos. «Peor pues que chileno con peruano son estos jijuna Sinchis», maldecía doña Domitila Barbarán. «Dejuro que los milicos, igualito que los Sinchis, para quitarnos las poquitas cosas que tenemos han de venir», comentaba la gente en el Mercado Nuevo. «¿Qué más pues?, somos gente pobre.» Los terrucos poniendo dinamita en la prefectura, en la escuela, en la iglesia; escribiendo en las paredes, izando banderas rojas en la municipalidad y frente a la comisaría. La guerra había empezado. ¿Guerra? Miedo y sombras matando. Maldito loro que haces llorar sólo a los pobres / loro hocico de cajón, que haces llorar sólo a los pobres / en el mes de agosto sólo darás vueltas en torno al árbol / ya en el mes de agosto sólo agua tomarás...
Llegando a la cruz, la gente apuradita se sacaba el sombrero y la saludaba, «en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, amén.» Luego seguía alegre su camino. Cuando el tiempo sobraba, se colocaban de rodillas frente a ella y rogaban que les perdone sus pecados y no permita que el Amito Padre San Román los castigara con la oscuridad del Ukupe tutayane. La bendición del Amito alegra el corazón... El camino continúa a lo largo de un llano verde-azulado. Los muchachos que regresaban de la escuela se entretenían jugando, corriendo, girando alrededor de sus trompos bailarines. También las muchachitas, uniformadas de falda y chompa gris, jugaban a la rayuela en una curva del camino. Levantaban una pierna, saltaban una y dos veces, a la tercera vez caían apoyando las dos piernas. Miraban que la noche empezaba a crecer en la bóveda del cielo, entonces dejaban el juego y apuraban el paso. Había que recoger las güishas y las vacas, llevarlas a sus corrales. La chozas humeaban. Los pájaros cantaban. Terminado el llano, el camino se partía en dos brazos. Uno de ellos descendía hacia los valles cálidos donde crece la caña de azúcar, los mangos, las papayas y las manzanas. El otro brazo seguía subiendo, subiendo una cuesta cada vez más escarpada, hasta perderse en la jalca, donde el viento habla con las piedras y el frío anida en los pajonales. Momentos felices vengo recordando / en donde he crecido como he crecido / en donde la lluvia con rayos y truenos / sombrerito roto y ponchito mojado... Antes de que el camino siga encabritándose en las laderas de los cerros, estaba el caserío de Cruzpampa. Unas cuantas chocitas desperdigadas alrededor de una plaza que aparentaba ser cuadrada. Ahí las güishas andaban cashcando su yerbita. Los chanchos, después que escampaba el aguacero, se revolcaban en los pozuelos que formaba el agua de la lluvia. Los niños, como gotitas de agua, brincaban tras las güishas y los chanchos. No teníamos extraños, todos nos conocíamos. Trabajábamos unidos, ayudándonos unos a otros. Nadie se quedaba solo.
Cuando el maestro llegó a Cruzpampa, la guerra había instalado sus cuarteles. Los Sinchis merodeaban por todos los rincones. La noche mataba amparada en sus sombras. Banderas rojas eran arrojadas al fuego y banderas rojiblancas se izaban al viento. El maestro fue de casa en casa invitando a los jefes de familia a una reunión informativa. Hombres, mujeres y niños acudieron al llamado. «He venido —dijo—, porque el gobierno me ha nombrado para enseñar a leer y escribir a sus criaturitas. Yo me haré cargo de la escuela.» Escuela nunca habíamos tenido. Nadie la creía necesaria, pues los muchachos que tenían posibilidades de estudiar, iban a la escuela de San Miguel. Por eso es que todos nos miramos con sorpresa. «Broma nomás pues seguro hayser —dijo mi tayta—, el alcalde del pueblo muy fregao es; vaquita, carnerito estará queriendo que le convidemos.» La palabra del anciano nos hizo reír a todos. «No, no, no me manda el alcalde sino el ministerio de educación», recalcó el maestro. Sacó de su maletín un fajo de papeles y nos hizo ver. Sólo el teniente gobernador, don Serafín Becerra, que había sido soldado y había peleado en la guerra contra Ecuador, pudo entender ese puñado de letras que para mí era como rascao de gallina en el rastrojo. En silencio don Serafín movía y movía los ojos sobre el papel, de un lado a otro, la cabeza levemente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, al fin, dijo: «Es verdá, dizque el señor ministerio a dao platita paque el señor alcalde ordene la construcción de una escuela en nuestro caserío. Alcalde ha dicho informe al señor ministerio y dizque a nuestra escuela sólo le faltan las puertas.» Nadie dijo nada, el silencio se extendió como una ola de aire. «Pero señor maestro, con todo respeto», –y don Serafín se sacó el sombrero–, «burla nomás le han hecho, porque aquí no hay escuela y si hubiera... ¿dónde pues la vamos a esconder?» Hacía frío. El cielo oscuro aquella mañana. «Ahora, si el señor ministerio quiere escuela y aquí no tenemos, rapidito nomás formamos comisionado y vamos a parlamentar con el señor alcalde.» Discusiones más, discusiones menos, nos pusimos de acuerdo y elegimos una comisión presidida por don Serafín Becerra. Lo acompañaban en la directiva mi tayta, Ananías Ventura, y doña Epifania Ramírez.
Ha llegado el tiempo de la semana santa. Padeciendo-padeciendo estamos a punto de remontar la dura cuesta de marzo, tiempo de cruces y via crucis. Los graneros están casi vacíos y las nuevas cosechas crecen vigorosas. Necesitamos que el cielo no deje de llorar hasta que las siembras alcancen plena madurez. Hay que pedirle al Amito Padre San Román su bendición. Qué haga llover al cielo. El Domingo de Ramos, su fiesta principal, revienta la alegría. Desde todas las esquinas y las partes altas de Cruzpampa vamos bajando para rendir homenaje a la cruz, nuestra benefactora. Lo primero que hacemos, es traer al cura para la misa. La guerra sucia rondando. La oscuridad y las sombras dando muerte. La cruz impasible, tranquila, y el miedo de la gente durmiendo en el templo de sus pechos. Pero estamos de fiesta. Alborozo. A la cruz la vestimos de flores, espejos, cintas de colores. Desde lejos parece un arcoiris descolgado de una punta del cielo. Alegría y color. Los mayordomos, después de contratar al cura, se preocupan de organizar o buscar la banda de músicos para bailar nuestros huaynos llenos de contento. Violines y flautas, rondines y tambores tocan para la gente y para la cruz. La fiesta está buena. En la loma de Cruzpampa / he visto al shingo bailar / abrazao con su tocayo / cantándole a la cruz.... ¡Eso le gusta mucho a la bandida! Las mujeres, sudorosas, apuran con sus puteks los fogones donde se fríen los chicharrones y los cuyes. En los huarcos cuelgan los bizcochos, los plátanos y las botellas de aguardiente. Al Amito no le gusta que escasee la comida entre sus hijos, quiere que las cosechas sean suficientes. Le gusta ver que en su fiesta tomamos nuestra chichita llenos de felicidad. Tomando chichita en poto / en la fiesta de la cruz / de borracho he roto un poto / y ahora como arreglaré... Así se da cuenta que siempre lo recordamos, que lo tenemos presente en nuestras vidas. Agradecido nos regala soberbias lluvias para remojar el vientre de la tierra donde madurará el grano tierno y lechoso del trigo, de la cebada, donde reventarán el rubio maíz y las papas ojudas. El Amito Padre San Román dirá: «La mayoría está conmigo, está de mi lado, el enemigo, ese que quiere voltear al mundo, no me va a ganar todavía.» Pero no siempre es así. En muchas ocasiones el Amito no toma en cuenta nuestros regalos ni escucha nuestros ruegos. ¿Acaso no se dio cuenta de la fiesta que le hicimos? Secando el agua del cielo nos castiga sin compasión. Los ríos moribundos, casi agonizando, avergonzados, esconden las lágrimas de su raquítico caudal. La quebrada, que nos abastece de agua, viene remolona, sin ganas, pasa sin hacer ruido, calladita. Sólo un hilo a punto de arrancarse, de hacer tris, y quedarse gimiendo sobre los flecos de la tierra seca. «Mal hemos hecho su fiesta al Amito», dicen los viejos mirando un cielo azul claro, inmenso, pozo vacío.
El sol brincaba coloreando el nuevo día, incendiando la copa de los árboles. El rocío madrugador se convertía en burbujas multicolores y rodaba humedeciendo la tierra. Encabezados por el maestro, hicimos nuestro ingreso a las oficinas de la municipalidad de la provincia de San Miguel. El alcalde, don Antonio Hernández, nos hizo esperar un largo y buen rato. Cuando la impaciencia empezaba a crear malestar en la comitiva, la secretaria, vestida de minifalda y zapatos taco aguja, abrió la puerta de la oficina municipal y nos hizo una señal para seguirla. La patria estaba en las paredes: escudos, escarapelas, fotos de héroes y del presidente de turno. La patria a todo color. ¿Y el pueblo? ¿Los cholos? ¿Los indios? No, nosotros no parecemos ser parte de la patria. ¿Dónde se ha visto una patria piojosa, gimiendo a más de tres mil metros sobre el nivel del hambre? Una bandera rojiblanca en una esquina de la habitación. Sobre la mesa otra bandera pequeña. Buen patriota, el alcalde. El maestro tomó la palabra. Dijo que en Cruzpampa no existía escuela. ¿Dónde se quedó la partida presupuestal para la construcción del centro escolar? ¿Se habrá perdido en el algún cajón burocrático o en los bolsillos de algún padre de la patria? ¿O va usted a decirnos que los terrucos se han robado el dinero? Don Antonio escuchó tranquilo. Sonreía. Nos miraba como si nunca nos hubiera visto. Bueno, tanto indio piojoso manchando el piso de parqué de su oficina, o sea, de la patria, no había visto. Su secretaria hacía notas en un cuaderno grande y gordo. Don Antonio Hernández dijo que iba a ordenar las investigaciones del caso. «Aquí tenemos el oficio del ministerio», explicó don Serafín Becerra. El alcalde habló lentamente, arrastrando las palabras. Después de cada interrupción, el tono de su voz se fue elevando. Mi tayta pidió calma: «Serénese, señor alcalde.» Don Antonio Hernández enrojeció como un tomate. Imagínense, un indio indicando el modo de comportarse a una autoridad. ¡Atrevido, el cholito! El fuego cruzado de palabras: Robo, insolentes, denuncia, ignorantes, despilfarro, malas autoridades, empalidecía a la patria colgada en las paredes. El alcalde estaba molesto, impaciente. Buscaba el momento de deshacerse de esa turba de cholos irreverentes. Pero en el caldeado ambiente ya no había espacio para protocolos y buenas maneras, sobre todo con ese maestro que tenía una pericia envidiable para colocar la respuesta o la pregunta adecuada a la borrachosa lisonja del alcalde. Empujándonos, maldiciendo a nuestras próximas generaciones, el alcalde nos sacó hasta la calle. Asustados, sin decir nada, salimos. Don Antonio Hernández, blanquiñoso leído, era pues autoridad elegida por voluntad popular. «¡A todos los voy a denunciar, so carajos! ¡Borrachos mal hablados! ¡Fuera, carajo!» El maestro tuvo aún el coraje de replicarle: «Usted, como autoridad, tiene la obligación de respetar a quienes lo eligieron y escuchar...» Pero el alcalde ya había perdido los papeles. «A mí no me han elegido estos indios ignorantes...» Indio que no sabe leer no vale ni un voto, ni siquiera existe. «¡Fuera, terruco de mierda!», gritó sin contemplaciones. Terruco, esa fue la palabra con que don Antonio Hernández, el alcalde del pueblo, insultó al maestro. «No en vanito pues hablan mal del alcalde —habló mi tayta—, pero nadie le habla en su propia cara. Miedazo le tienen. Ningunito en el pueblo está contento con él y hablan diciendo que es compacto.» El viejo miró al maestro y acercándose, confidencial: «¡Cuídese, señor maestro! ¡Cuídese del alcalde, traidorazo es como cuchillo de dos filos! Ahoritita se ha enrabia’o porque le ha dicho sus verdades..., mañana, mañana vendrá como cordero mansito a quererlo engatuzar, y más mejor, cuidadito, un momento es sol y otro momento es noche.» No pasó ni una semana, cuando Sinchis y militares ocuparon la ciudad. Como pulgas en panza de perro flaco deambulaban por calles y caminos. El miedo crecía a medida que los cuervos de la noche extendían sus sombras. La guerra era sucia. Guerra tramposa, amarillando las noches. Algunos maestros y varios escolares fueron detenidos. Ser joven era uno de los mayores peligros. Los Sinchis llegaron a Cruzpampa en busca de terrucos. Entraron de choza en choza. Tomaron prisionero al maestro y a los dirigentes de las rondas campesinas. Mataron dos vacas y un par de güishas para alimentar a la tropa. Llevaron a dos muchachitos que quisieron liberar a sus padres. Armados de hondas, hábiles cazadores de pájaros y venados, aquel día ofrecieron tenaz resistencia a las fuerzas del orden que armaban el desorden y la muerte en las casas y en los pueblos a donde llegaban. Estos muchachos nunca más volvieron. Hace tiempo que esperamos / la presencia del hermano / que en la esmeralda de los andes / desaparecen pretenden. / Que los responsables respondan / ¿dónde están? ¿dónde están?... Seguimos buscando, esperando... Más tarde llegaron los terrucos en busca de soplones. Diciendo justicia popular castigaron al gobernador y llevaron a tres combatientes para el ejército de la revolución. La guerra sucia amarillando, ya no es un juego, niños.
Cuando trepaba la falda del cerro, en cuya loma estaba la cruz, la oscuridad ya había borrado toda pizca de claridad. Sólo oscuridad. «En la oscurana vive el enemigo malo, el shapi», decía mi tayta. Los indio-pishgos se acurrucaban en sus nidos para dar rienda suelta al sueño. Pugos y palomas ya no brincaban de rama en rama por los saúcos. La noche, envuelta en los montes y en el aire, reinaba con su olor a cementerio. La muerte es negra y da miedo. Las luciérnagas, estrellitas del infierno, se encendían y se apagaban. La quebrada, cayéndose de piedra en piedra, bramaba a lo lejos. De pronto, el desesperado y persistente ladrido de unos perros tras la carrera de un tropel de pasos, que intentaba ser silenciosa, me asustó. Me detuve y paré bien las orejas para escuchar mejor. Los perros retrocedieron aullando de miedo, como si se hubieran topado con el alma. Luego silencio, sólo el rumor del viento, flor de retama. «Perros locos», dije, recordando que las almas salen a recoger sus pasos a la medianoche. Los pasos volvieron a sonar. Atento a todo ruido, me escondí tras un matorral de zarzas y maqui-maqui. Protegidos por la oscuridad, vi como avanzaban unos bultos ágiles y silenciosos. Una voz suave, como si acariciara al viento, ordenaba la marcha del grupo que crecía conforme se acercaba a mi escondite. «Esas no son almas, son cristianos», me dije aliviado. Al reconocer las sombras militares, un aire helado, de muerte, invadió mis pulmones. El miedo se agigantó en mi garganta. La respiración se hizo difícil. Mis movimientos se agarrotaron. Después que pasó el último soldado, entré a una chacra sembrada de maíz. Caminaba despacio, con mucho sigilo. Las filosas hojas del maíz cortaban la noche. Llegué hasta una peñita ubicada en los terrenos de don Ismael Caballero. Ahora las voces se hicieron más fuertes y pude escuchar como se preparaban para el ataque. «En cuanto empieza a rayar el día», le dijo a una de las sombras, «vas tú, por abajo; y tú, Tigre, con tu gente, te vas por el otro lado; yo voy con ustedes... y tú, Loco, por arriba! ¡Ojo, mucho ojo... qué nadie se escape!» Así fue como ordenó el jefe que comandaba al batallón militar. Antes de que las sombras obedientes, una a una, se desperdigaron para tomar sus respectivos emplazamientos, logré, casi a rastras, ingresar a la choza que ocupaba con mi familia. No le dije nada a mi mujer, no quería alarmarla. Además, pensé que los militares, una vez que hubieran revisado sin encontrar nada que nos lige a los terrucos, iban a irse. No pude dormir. Mi corazón estaba alborotado. Mis pensamientos agitados. Imaginaba cómo todas las chozas del caserío de Cruzpampa eran rodeadas mientras la gente dormía. Había visto como el jefe militar encendía un cigarrillo y fumaba apoyado en una piedra, tranquilo, acostumbrado a la oscuridad, seguro de cumplir con su deber.
Los perros, atentos siempre al peligro, fueron los primeros en olisquear la presencia de sombras extrañas que se movían aún somnolientas. Ladró uno, luego otro, al fin, era un coro ruidoso y descompasado que corría en todas las direcciones, intentaban prenderse de las corvas del enemigo, de los militares. Las güishas, mirando inocentes, se amontonaban contra las pircas. La gente se despertó asustada. Se escucharon voces, gritos, preguntas. Los primeros disparos, silenciando la agresividad de los perros, fue el aviso de que la muerte había llegado. Las sombras que matan, otra vez, efectuando su trabajo. Meses antes, los Sinchis ya habían cobrado sus primeras víctimas, enseñoriados se llevaron a Juan Romero y a Esteban García, esos muchachitos que jugaban al trompo y eran unos diablos en el manejo de la honda. No había pájaro que escapara a su prodigiosa puntería... «¿Qué pasaaa...?» Chirriando se abrió la puerta y apareció mi tayta, ajustando su sombrero en la cabeza. «¡Quién anda por...?», y se apagó la recia voz del anciano. El sombrero voló blanqueando la madrugada y, como una piedra, con un quejido desquiciado, cayó mi tayta contra la quincha. Abracé a mi María, a mis cholitos, como protegiéndolos. Mi sangre, revelándose, arribó quemando a mi corazón. Dicen que los hombres no deben llorar, pero esa mañana mis lágrimas fueron ríos inundando la tierra...
Mi tayta, a pesar de su avanzada edad, mantenía un cerebro pleno de lucidez. Su memoria encerraba infinidad de historias antiguas, recuerdos floreciendo. Historias que sabía contarlas a la sombra de los alisos, durante las crudas faenas campesinas. En Cruzpampa se dice que cuando muere un anciano, desaparece toda una biblioteca. Sus manos, acostumbradas al trabajo y a las inclemencias de la sierra, aún se prendían como garfios al arado. Su curtido rostro estaba cruzado de gruesas y añejas arrugas. En sus ojitos negros, redondos choloques saltarines, se ahogaba la noche sin hacer pelea. Leer y escribir no sabía, pero nadie le engañaba sacando cuentas. «Más sabe el diablo por viejo que por diablo», así decía, y se mataba de risa. Era una risa clara, honda, como el estruendo que hace el agua en las quebradas. Cada domingo en el pueblo, después de vender la carga de leña y de carbón, se emborrachaba sin medir las consecuencias. Acompañado de amigos de otras comarcas cercanas a Cruzpampa, bebía la famosa chicha de jora que preparaba doña Catalina. Entre risas y gritos bebían como si lo hicieran por primera vez. Algunos terminaban dormidos en el suelo. Otros, insolentados por el alcohol, armaban escándalos que muchas veces terminaban en monumentales escaramuzas. Los golpes se sucedían sin pausa, hasta que la sangre teñía sus rostros y sus manos, hasta que la sangre, roja serpiente, se arrastraba por el suelo. Después, mi tayta, perdido y arrinconado como gallina culeca, restañando sus heridas, se consolaba diciendo: «¡Toma, bruto, eso querías!» Muchas veces, aletargado por el alcohol, se tendía en medio de la calle, y mi viejita, hilando su rueca a un costado, lo cuidaba con paciencia hasta que despertaba. En otras ocasiones, después de muchos padecimientos, lográbamos subirlo al bayo obediente. El bayo trotaba sereno, cuidadoso. «Pa’su macho, sólo el Amito es más grande que un encaballao», se hacía el gracioso el viejo. Los policías del pueblo lo llamaban «el loco Ananías», y él tampoco les temía. «Cristianos nomás son», decía. «¡Gramputemierdas carajo, porque tienen uniforme se abusan!», les gritaba. Cuando los policías no estaban con humor para soportar sus majaderías, lo encerraban en el calabozo. Al día siguiente, lo dejaban libre, pero antes, le ordenaban limpiar los retretes de la estación policial. «Pa’ qué pues te habrás borrachado, gafazo», se lamentaba, mientras cumplía con su tarea. Solía decir que nadie podrá sacarnos de nuestras tierras. «En este humilde pañuelo de tierra hemos nacido y aquí nos llegará la muerte. A veces, castigadora, nos muestra sus entrañas, remece sus valles y sus montañas; otras veces, amorosa y tierna, nos entrega sus frutos con alegría. Arisca y fiel como la mujer que nos ha tocado en la vida, así, igualita, es nuestra tierra.» La noche siniestra, incendio rojo, negro. Mi tayta, pajarito herido de muerte, en un charco de su sangre humeante se ahogaba. La tierra, la razón de su vida, le iba robando sus latidos, uno a uno los absorvía. Una niebla negra amamantaba sus ojos. Sólo será sombra, viento... Para siempre viento o sombra o lucerito triste en el Waqaltu cielo. La guerra, guerra sucia. Un dolor intenso, rabioso, hincando como pajita en el ojo, se acomodó en mi pecho.
Mi viejita salió tras los gritos de mi tayta. Levantó el ensangrentado rostro de su marido, acercándolo a su pecho, quiso prestarle un poco de vida, aunque sólo sean unos minutos para despedirse, para que repare lo grande que es el cariño. Pero pronto, un soldado, águila mensajera de la muerte, la cogió de los cabellos. Sabiendo que sus gritos no servían de nada; chola, india, al fin, maldijo el abuso de semejantes autoridades. «¡Cállate, vieja conche’ tu madre! ¡Cállate, vieja loca!», gritaba el soldado. Vino otro y la golpeó con su fusil. Sintió que sus piernas eran de algodón, su cuerpo perdía peso, quiso volar, pero cayó de bruces a la tierra. ¡Pacha Tikra! Polvo. Ceniza. Fuego. Incendio. Los dos soldados la cogieron de los brazos y la arrastraron hasta el centro de la pampa, de la placita. Agripina Mondragón, así se llamaba mi viejita, que en paz descanse, pero la gente le decía: «Doña Gripi.» Era pequeñita, robusta y ágil, siempre en movimiento. Apurada, siempre corriendo. Criaba sus vaquitas y unas cuantas güishas. El amanecer aún dormía, pero ella ya estaba de regreso con la leche para hacer los quesitos que mandaba a vender al pueblo. Los gallos cantaban, cuando ella llegaba trayendo sobre sus espaldas un atado de leña. En medio de los montes tenía sus gallinitas. «¡Tu-tu-tu-tu-tuuuuu...! ¡Tu-tu-tu-tuuuuu...! ¡Tu-tu-tu-tu-tuuuuu!», las llamaba regando puñados de maíz en el patio. Detrás de la casa tenía un cerdo engordando para la fiesta de carnaval. Y en la cocina, alrededor del fogón, alegres correteaban los cuyes tras las cáscaras del mote que les aventábamos a la hora del «caldito verde con sus papas.» Once hijos hemos nacido de su vientre fecundo y «del agua bendita» de mi tayta. Para que la maldicie no entre a la casa, y nacer como cristianos que somos, la viejita había tomado su moroshinku. «Al año al año he tenido mis criaturitas», decía con orgullo.
Desde todas las chozas la gente salía aún somnolienta, con sus sombreros en alto. «¿Qué pasa...? ¡Quién anda ahí...!» Y cuando los soldados: ¡Tataratata!... ¡Tataratata!... ¡Tataratata!, dispararon, se armó la revoltera. Gritos, ayes y lamentos de dolor se mezclaron en medio de ese oscuro amanecer. ¡Pacha Tikra! Viento. Humo. Polvo. Sangre. Los perros desesperados, corrían en una y otra dirección, locos, ladraban y ladraban, intentaban morder a las mortíferas sombras. Enormes sombras vomitando fuego. Mis hermanos también salieron al oír los gritos de la gente, la rabia de los perros. Isabel seguida de su marido. Esteban y Marino sin saber hacia dónde correr. Mavila con su guagüita recién nacida y su marido, Marcelino, gritando: «¡Los milicos... Los milicos!» Isolina no sabía que hacer. Salomé, la más pequeña, palomita tierna, y Agucho, «el conchito», como decía mi tayta, sólo gritaban: «¡Ay, mamita...! ¡Ay, taytito...! ¡Misericordia, ay, Amito!» Las certeras balas asesinas tijeretearon los delicados hilos de sus vidas, sembraron sus dedos en la tierra, inclinaron sus almas abatidas. La tierra lloraba rojez. ¡Pacha Tikra! Polvo. Muerte. Sólo se salvaron, ¡Ay, Dios bendito!, Juan y José que, llevados por el destino, vivían en otros lares, en otros pueblos. El campo, asustado, se sumió en el silencio. Viento. Polvo. Desde la puerta semiabierta de mi choza, abrazando a mi María y a mis dos cholitos, vi como las sombras mataban a los hombres. Sangre. Tierra. Polvo...
Los shapingos disparaban sus metralletas. Levantaban las piedras buscando víctimas. Corrían de choza en choza. Enloquecidos. Eran demonios gritando: «¡Dónde están los terrucos...!», y ¡Tataratata!... ¡Tataratata! «¡Indios de mierda sólo pa’ cojudos sirven!» Golpes y más gritos. «¡Todos van a morir..., de uno en uno, carajo!» Los animales también sufrían con esos endiablados militares. Diablos. Militares. Sombras vomitando fuego. Algunos perros atacaban y, heridos, retrocedían para refundirse por los montes. «¡Indios brutos, carajo..., sólo pa’ criar piojos tienen la cabeza!» Las sombras gritaban, insultantes vozarrones. ¿Será que las sombras no tienen piojos? En pocos minutos reunieron a toda la gente en el centro de la plaza. Una plaza cuadrada en la imaginación. Ahí los muchachos jugaban fútbol, bulliciosos corrían tras el pococho del cerdo que sacrificamos para la fiesta de la cruz. Las retamas amarillando. Qué bonita, qué bonita / la flor de la retamita /sus hojitas se parecen / al traje de mi cholita... Los militares buscaban terrucos, sólo encontraron cholos, indios, que no valían nada, que no valen nada. Y esa noche mostraron lo que es la patria. La patria blanca y roja. Esa patria que no tiene piojos. Todas las chozas fueron revueltas, puestas de cabeza. No encontraron terrucos. Retamita, retamita / que creces en las laderas / y tu florcita amarilla / no se parece a cualquiera... Hasta bajo la piedras: sólo cholos, indios y piojos. Eso enrabiaba a las sombras de la patria. «¡Taytito...! ¡Papacito!...», clamaban hombres y mujeres. Lloraban asustados y perdidos en ese infierno que antes fue su tierra, su amor, su vida. Yo te quiero retamita / porque eres olorosita / como quisiera robarte / mañana por la mañanita...
Otra vez estoy en el mundo presente. Abajo, al pie de la montaña donde estaba Cruzpampa, verdea el valle. Muchas voces me llegan con el rumor de la quebrada. Veo desfilar sombreros, ponchos, sombras apenas visibles flotando entre los eucaliptos, alisos y saúcos. Siento la pena de un preso, oigo los latidos de su pecho, su voz es un murmullo: El jefe del batallón militar no se cansa de repetir de que yo soy un asesino. Los periódicos también escriben sobre la maldad que había cometido. ¿Cómo puedo haber hecho eso? No tenía rabia en el corazón. Ningún odio. «Los indios crecen como animalitos sin ley, sin moral», así dicen. Dicen tantas cosas. No tenemos armas, ni somos sombras vomitando muerte. Atrapamos a los truenos, leemos el clima y las tempestades en el cielo. Conocemos el vuelo del viento, el canto del gallo y las penas que trae el malagüero. No sabemos donde vive el presidente y tenemos hambre y también piojos. Con nuestras uñas matamos nuestros piojos, no tenemos armas, no hay rabia en el alma. ¿Cómo puedo haber matado sin clemencia, sin ninguna misericordia, sin escuchar el llanto de las criaturitas, sin oír el ruego de mi mamita, de mis hermanos? ¿Cómo pues?... ¿Cómo? Yerba silvestre / aroma puro / te ruego acompañarme por mi camino. / Serás el bálsamo de mi tragedia / serás mi aroma / serás mi gloria... Tronado, loco tiene que estar ese chacal, el comandante militar, para decir tanta zoncera. Y más zonzos son quienes le creen. ¿Cómo voy a matar al cristiano sin razón? ¿Cómo derramar la sangre del hermano? De sólo pensar en aquella mañana, me ahogo en llanto. Llueve como si llorara el cielo / soplan vientos fuertes / y las punas están más heladas que la nieve / es que la tierra ha guardado en su corazón a su güagüita / a su florcita... Sé que no estoy loco como ese jefe militar. Sólo tengo rabia en el corazón. «¿Quiénes son los terroristas que te dieron las armas, hijo?», me preguntó el juez haciéndose el gafo. «Cumplo con mi deber», me dijo. «Armas no hemos tenido nunca... ¿Armas? No, no. ¿De dónde pues, señor magistrado...? Los soldados llegaron de noche y: ¡Tataratata!... ¡Tataratata!... ¡Tataratata...!, mataron a toditititos. Nadie se salvó, de un canto mataron a toditos. Que la montaña me la cobije / y que el cielo me responda / yerba silvestre / aroma puro. / Serás mi amiga cuando florezcas / cuando florezcas sobre mi tumba... Ya no escucho la voz, sólo siento su alborotada respiración. Las sombras de sombreros blancos y ponchos oscuros están ahora muy lejos, a punto de desaparecer.
Hojas rotas, maíz arrancado desde su raíz, así caían los cuerpos empapados en sangre. «¿Dónde tienen a los terrucos, carajo!», y seguían golpeando. «Perdoncito, taytito del cielo, si es que tienes corazón», gritaban los comuneros abrumados por el miedo. «¡Terrucos no tenemos..., pobreza nomás hay!», y los soldados: «¡Indios brutos, carajo! ¿Dónde tienen a los terrucos, a los terroristas...?», y seguían disparando al cuerpo de la gente. «Estos indios se hacen los cojudos, jefe», y: ¡Tataratata!... ¡Tataratata...!, los morocos con sus metralletas sembrando flores rojas en los pechos de las muchachas. «¿Dónde están los terroristas, carajo?», y golpe con todos. «¿De dónde pues taytito sacamos terruco?...», y a balazos le cosieron su cuerpo y su poncho nogal. Cargando en sus espaldas a uno de mis dos cholitos, salió mi María: «¡Santo Dios...!», gritó llevando sus manos a la boca. Cantarle quiero a las flores / al amor y a las estrellas / pero traigo el corazón / enrabiado de injusticias...
Eran tiempos de carnaval. En la pampa, frente al local comunal, estaba la unsha. Fiestita de carnaval / fiestita de no olvidar / las chinas salen preñadas / no saben a quien culpar... María, cholita buenamoza, alegre y saltarina, bailaba sin descanso. Alaja su trenza negra, nidito tibio de quindes y jilgueros, con su shimba colorada. Flautas y guitarras, tambores y violines, acompañadas por voces alegres y borrachas. Mi guitarra y mi garganta / se lucen a todo dar / tomando mi aguardiente / cantando mi carnaval... Después de varios tragos de aguardiente, de cañazo puro de Jancos, perdí la vergüenza y salí a bailar. Alcé el poncho sobre mis hombros y empecé a danzar alrededor de la unsha. La cadena de bailarines se interrumpía para permitir el incremento de nuevos danzantes. El sombrero de María rodó y presuroso me agaché para recogerlo. Nuestras miradas se cruzaron en el instante en que el sombrero fue atrapado por nuestras manos. Sólo fueron segundos en que nuestros mundos se quedaron frente a frente, midiéndose, tratando de adivinar sus horizontes. Desde aquí lo estoy mirando / la cinta de tu sombrero / mala vida estoy pasando / sólo porque yo te quiero... Yo era buen peón, diestro en el manejo del arado. Aunque para esas cosas del amor era todavía medio gafo. Pero malicia no me faltaba. Y así, maliciando, me di cuenta que bajo la bayeta de esa cholita bailarina, se escondía un lindísimo cuerpo de mujer. Yo la robo a esta cholita / la llevo hasta mi pueblo / me la llevo a la quebrada / donde no me halle su mama... Aquella vez que me senté a su lado por primera vez, temblaba como shulko solito en medio del maizal. No sabía como iniciar la conversación. Ella aguaytaba a las güishas escondiendo sus ojos bajo su sombrero medio chilposo. Así estábamos, los dos callados, mirando a uno y a otro lado, sin saber como romper el silencio. Por fin, tartamudeando, todavía con temor, le hablé de cosas, que al recordarlas ahora, me río. Después, ya más tranquilo, le dije: «Los carnavales tienen la culpa y ahora, a como de lugar, serás para mí. Las palomas que crecen en tu pecho, vendrán a dormir en mis manos. Míralas, como se alocan para volar hasta el nido que abrigo en mi corazón.» Sonriendo como el sol, mirando una punta de su chale, aprobó mis deseos. Un besito tú me diste / como prueba de tu amor / tan dulce como la miel / sabroso como el melón / que ha llegado al corazón... Mi poncho nogal oscuro, tejido por mi viejita, se desdobló para guardar, en cada punta, el calor de nuestros cuerpos a la hora que juntamos nuestro querer. Desde esa tarde, tarde inolvidable, llevo sus ojos en mis ojos, la candela de sus caderas quemando mis manos y su alegría salpicando en mi boca.
El alma se fue rompiendo en mil pedazos. La candela de los fogones, atizados con la paja de los techos, se levantaba como enormes lenguas crepitantes agigantando las sombras de los militares. Las sombras se movían disparando sus fusiles. Sombras locas. No puedo olvidar aquella mañana siniestra. Salí de mi choza y vi a la muerte, sus aceros comiendo latidos. Había conocido a la muerte de otra manera, por eso creía que sólo venía del cielo, que era cosa del destino. Mis ojos fueron testigos del abuso militar y la tragedia de la gente de Cruzpampa. El infierno y los soldados de la muerte borrando todo rastro de vida. El Chacal está contento. Mi sufrir no le alcanza todavía. La verdad aún tontea, es un sueño. Y la sangre de las víctimas clama justicia. ¿Quién les hará justicia? Los muertos claman venganza. ¿Quién vengará la muerte de tanto inocente? Hay rabia en mi corazón. Tristeza en mi alma. Cantarle quiero a las flores / al amor y a las estrellas / pero traigo el corazón / enrabiado de injusticias... Ahora ya sabemos: la patria no tolera piojos. Han muerto piojos, viva la patria. La patria es la bandera, el himno, el escudo y la escarapela. Eso dicen, flor de retama, amarillita, amarillando. ¿Acaso la patria es el infierno y los soldados sus guardianes, sus jinetes asesinos? Cristo murió por los pobres / y ahora el cielo es de los ricos / con secula seculorum / quieren darnos el infierno... Las ánimas de los muertos, orgullosos luceros en el Waqaltu cielo que todo lo ven y lo escuchan, vendrán al mundo presente para buscar justicia, día y noche, sin descanso, alumbrarán todos los caminos hasta lograr que la maldad se ponga de rodillas ante el Amito Padre San Román. Entonces habrá justicia. Así cantaba un río / a las orillas de un hombre / afilando su caballo / para matar su cuchillo... No habrán más tristezas y las fiestas reventarán de alegría. Vendrá el Amito Padre San Román contento para bendecir el nuevo día. ¡Pobrecitos los militares, ya les llegará su hora! Zorzalito de mi tierra / tú me enseñaste a cantar / con tu canto, con tu vuelo / respiré la libertad... Zorzalito, zorzalito / ay que canto tan bonito...
A mi tío Roque lo nombré padrino de la comisión para pedir la mano de María. Don Timoteo, el tayta de María, nos recibió en el patio de su casa. Haciéndose el desentendido, disimulando, preguntando a que se debía nuestra visita, nos hizo pasar a la cocina. El fogón ardía. Un calorcito agradable invadió nuestros pechos. Había olor a quesos y maíz tostado, cancha coloreando en un mate. Se habló del buen tiempo, de las cosechas. Se acabó el mate de cancha. El cañazo de Jancos era fuego cruzando el pecho. Entonces mi tío Roque, ducho en convenir matrimonios, fue el primero en lanzarse al ruedo: «Así pues, de esta laya es la vida —empezó diciendo—, la María y el Mateo catay pues se han apalabrao y venimos, ¿no?... Venimos pues pa’ formalizar...» Don Timoteo no lo dejó terminar. Reaccionó molesto: «Dejuro que no hay de ser así... La María güagüita nomás es, como pues...» La vieja Esmila, la mamá de mi María, queriendo espulgar sus culpas, dijo: «¿Cómo pues?..., si yo ando de arriba pa’bajo pegada al lado de mi María..., ni que andara poray botadita... ¡Dios taytito!» Mis taytas guardaban prudente silencio.
A las mujeres y a los niños los arrinconaron a un lado de la plaza de Cruzpampa. Andanada de patadas, empujones y disparos se sucedían sin descanso. A la autoridad no hay que darle motivo para que actúe con severidad. Fogonazos y vidas cayendo, rodando. Los soldados luchando por la patria, imponiendo su autoridad. La maldición suelta en el día del juicio final. Los jinetes de la muerte tocando sus trompetas, afilando sus aceros en las fibras de los piojos. «¡Tanto piojoso, carajo!» Mientras más pobres, más piojosos. Era la muerte. Sólo la muerte afilando sus cuchillos. Tris, tris, cortando la mala vida, la mala entraña. Retamita amarillita, olorosita, amarillando. Polvo azul, la rojez de la sangre, oscureciendo el cielo. Así, horrible será el mundo del Maldito, del Shapi. Así será el mundo cuando se voltee, cuando todo se ponga al revés. ¡Pacha Tikra! Tierra revuelta. Olor a muerte. La rojez de la noche asaltando el horizonte. Las mujeres y sus hijos eran pajaritos asustados, florcitas arrancadas por el viento. Retama olorosita, amarilla, amarillando. «Mamita, quiero agua», dijo mi Elías. En sus ojitos inocentes brillaba la luz de la candela con más fuerza. Zorzalito, zorzalito / ay que canto tan bonito. «Agüita, mamita, quiero agüita, mamita...» Un soldado acercó al muchachito un potito con agua, pero le negó a mi María. Zorzalito de mi tierra / tú me enseñaste a cantar. «¡Misericordia, Dios bendito!», gritó mi hermana Isabel. María ya no se daba cuenta de lo que pasaba. Sólo espejos rotos había en sus ojos. Nuestro perro, gusano enroscado en el suelo, gemía, estaba herido de muerte. Un hilo de sangre se escurría de su hocico. Otro de los soldados gritó que no había agua para nadie. Riendo diabólicamente puso el arma sobre sus espaldas y tomó en sus brazos a mi Elías. Luego, le dijo: «A lo mejor, tú también, cuando seas grande, serás un terrorista» y tiró el potito de agua. Zorzalito, zorzalito / ay que canto tan bonito. El infierno y sus jinetes. La tierra revuelta, levantando polvo, retamita amarillando. ¡Pacha Tikra! Los hijos del Amito Padre San Román maltratados por los jinetes de la patria. Jinetes hechos a semejanza de los chacales. Sin una pizca de humanidad. Hombres matando hombres. ¿Hombres? Eran diablos, hijos del Shapi, el enemigo. Yo no quiero ser el hombre / que se ahoga en su llanto / de rodillas hecho llagas / que se postra al tirano. / No quiero ser el verdugo / que de sangre manche al mundo / ni arrancar corazones / que buscaron la justicia / ni arrancar corazones / que amaron la libertad... Los jinetes de la muerte cumpliendo con su deber. Que los piojos no se extiendan en la patria. A los soldados les pagan, ganan su sueldo. Metralleta al hombro, haciéndose respetar. Poniendo en alto el honor de la patria. Realizando su trabajo lo mejor que pueden. Disparando sus metralletas, para que no digan que los soldados no sirven para nada, que sólo están de adorno. La justicia llegará. No ha de tardar mucho tiempo. Retamita olorosita, amarillo amarillando.
Mi tayta, después de beber un trago del fuerte y oloroso cañazo, también dejó escuchar su palabra: «Como lo manda la vida pues don Timoteíto, al Mateo hay que darle mujer, igual como le damos a la tierra su semillita pa’ que aumente... Lo que hay de ser que sea nomás pues. Mi Mateo peonazo bueno es, terrenito dejuro ley de dar pa’ que siembre su papita, sus oquitas, sus olluquitos, su maicito, y la casita con comunidá pues haremos. La María será dejuro buena mujer pa’l cholo y...» Doña Esmila entró acompañada de María. ¡Qué hermosura de mujer! María, mi María, retamita olorosita. «¡Qué lindaza es la maldiciada!», decían mis amigos. Mi corazón como una campana se violentaba en mi pecho, María. «Buenas noches, taytitos...», saludó María con su cantarina voz. «Buenas noches, ña Gripi», se volvió hacia mi viejita. «Don Roque ha venido con la familia del Mateo pa’ pedirte en matrimonio», le comunicó su tayta. María no miraba a nadie, entretenida jugaba con el guato de su fondo morado. «Desde la fiesta del carnaval me viene persiguiendo. Una tarde, allá en el pozo, me quitó mi chale, todo el rato me estuvo embromando, que me vaya donde él estaba para que me lo dé... Después, dijo, cuando pasen las cosechas, mandaré padrinos para el matrimonio.» Respiró profundo y continuó: «Para hacer cumplir su palabra habrá venido trayendo padrinos.» Los viejos se miraron y se quedaron en silencio, no sabían que decir; en sus cabezas parecían jugar cientos de ideas, de preguntas. ¿Imaginaban lo que ya había sucedido? Si no me la conceden, me la robo. No esperaré más, así pensaba, mientras esperaba la decisión de los viejos. De aquella loma te silbaré / de nochecito no me verán / porque te quiero te esperaré / porque te quiero te robaré. / A medianoche será mejor / cuando dormidos todos estén... Don Timoteo se acercó y abrazó a mi tayta, a mi tío Roque, a mi viejita, diciendo: «Que lo hemos de hacer pues, así será la vida...» Yo recibí un fuerte apretón de manos y un abrazo. Alegría en mi pecho. Entonces mi tayta, contento, sacó una botella de cañazo santacruceño. «¡Salucito, pues, bebamos de mi sangre, ahora, ahora que somos ya una familia...! ¡Salucito, pues...! ¡Salucito, doña Esmila! ¡Salucito!... ¡Salucito, pues, por el cariño de esta casa!» María vino hacia mí. «¿Y ahora, qué?» No entendí su pregunta. Dudé, la miré sonriendo. Su mirada me turbó. «Ya pues, te has salido con tu gusto..., ¿acaso no era yo tu capricho?» Sus palabras me desconcertaron. «Si tus taytas no aceptaban, estaba dispuesto a robarte, caprichito», le dije tomando una de sus manos. María quiso retirarla, quiso escabullir sus dedos de los míos, pero en ese afán nos sorprendieron las primeras copas de cañazo. María, capullito floreciendo, entró cantando en mi vida. Mi corazón era un solitario gavilán suspendido en el cielo. Gavilán llevando en el pico una presa con miles de sueños. Hasta la mañana bailamos y emborrachamos mi entrada al mundo de los mayores.
Las mujeres, con una hilera de hijos, flecos colgando de sus caderas, cruzaban sus manos llorando, rogaban por sus inocentes criaturas. Desde sus ojos shushitos, puquiales tristes, se escurrían el dolor y la pena. «¿Por qué Señor, acaso no hemos hecho tu fiestita de año en año? ¡Nunca te olvidamos, dios taytito..., y todavía diay, nos mandas de castigo maldiciao tan dañino!» El alma de la gente también se enrabiaba. Rabia y temor. Miedo y cólera se empozaban en el corazón de la gente. «Señor que estás en los cielos y en todo sitio con tu poder, ¿acaso tu ojo no ve tanta maldición del shapingo soldado?» El cielo empezaba a despertar. La luz del amanecer tenía aún chorros de sombras. Negra, negrura que iba aclarando. Carajo, yo también me amargé. «¡Fiesta, baile, todo hemos hecho! ¿Para qué? ¡Por gusto nomás, ingrato, Taytito malpagador! ¿No te da vergüenza ver semejante abuso con tus hijos inocentes? ¿Acaso andas de lado del verdugo? ¿Acaso los jinetes de la muerte te hacen mejor fiesta?» ¿Estará dormido el Amito Padre San Román? ¿Acaso está borracho de tanta fiesta? ¿Qué será pues?... Cielo y diablo se juntaron en el infierno de esa madrugada. Los militares rompían todo. Como fieras pisoteaban todo lo que hallaban en el suelo y gritaban: ¡Somos lo soldados más valientes de la patria! ¿Así será como se sirve a la patria? «En el ejército se aprende a ser hombres», decían algunos taytas de la comunidad. ¡Un soldado no le teme ni al terruco ni a la muerte! Ni los perros se libraron de esa mala hora. Terminaron con el cañazo que don Artemio Silva tenía en su tambito y, borrachos, empezaron a destruir todas nuestras cositas. Todo, todo lo rompieron, lo lanzaron al fuego. Los militares sólo eran risas, gritos y órdenes. Toda la gente estaba ya reunida en el centro de la plaza donde habíamos bailado contentos en la fiesta de Todos los Santos. Como el canshalu arrastrando a los pollitos, así se prendían los militares de las muchachas y su baba, de diablos malnacidos, la mezclaban con sus inocencias. Mala hora. ¡Pacha Tikra! ¡El mundo revuelto! Malditos shapingos, militares de mala entraña, hociqueaban las vergüenzas de las orgullosas flores de la comunidad. A Salomé, mi tierna hermanita, a rastras y a golpes, le rompieron su bayeta. Se agitaba luchando contra la fuerza de los soldados, pajarito desplumado por el gavilán en medio de la chacra. ¡Infinito dolor en las entrañas! Con lo que pudo, con las uñas, se prendió del soldado que mancillaba sus tesoros más profundos como un salvaje enloquecido. El soldado, al sentir que las uñas de Salomé penetraron en su piel, se levantó gritando. Su bota aplastó el cuello de la muchacha. La autoridad no podía consentir tanto ultraje a la patria y clavó la bayoneta en la mano derecha de Salomé. Ante los agónicos gritos de Salomé, se escuchó desafiante el grito militar: «¡Ja-ja-ja-ja...! ¡Ja-ja-ja-ja...! ¡A todos los terroristas los vamos a comer así, carajo!»
La voz llorosa del preso se oye otra vez. Su tristeza empaña mi luz. Me encamino por la faja palma y me acerco un poco más hacia su prisión. Lo alcanzo a ver. Está desesperado y dice: Para no ver el infierno desatado aquella noche, me pellizco los ojos, quisiera evitar que se cierren y me traigan malos sueños. Horribles pesadillas me persiguen cuando duermo. Sueño con ríos de sangre que tratan de ahogarme. Sombras armadas de metralletas. Jinetes de la muerte enrojeciendo el horizonte. La sangre cubre mis tobillos. Los gritos ensordecen mis oídos. Despierto asustado, gritando, llorando... «Malagüero será dios taytito que haya tanta maldición en el alma del cristiano», recuerdo las palabras de mi viejita, aquella vez, cuando los militares llevaron a los primeros presos de Cruzpampa. «Seguro que la tierra ya se está revolviendo, se está volteando el mundo, y el enemigo, el Shapi sabidazo, también lo estará ya volteando al Amito Padre San Román», decía mi tayta. En mi memoria, sin querer, se llenan los recuerdos de aquella noche... ¡Ay, Amito! Quisiera olvidar, pero me falta tiempo. El tiempo cura las heridas y aviva la rabia. Tanto tiempo soportando / tanto abuso tanta maldad / llantos amargos sin causa / que removieron entrañas / tanto tiempo esperando / que llegara ese día / pero llegó con desgracia / la injusticia nos persigue...
«¡Si no nos entregan a los terroristas, los vamos a matar a todos!» Silencio y miedo temblando hasta en las plantas fue la respuesta. El jefe de los militares, el comandante Chacal, gritó desesperado: «¡Los mataremos a todos!» Ya la gente no se quejaba, su dolor era más alto que el silencio de las punas. La injusticia correteando, caminando a más de tres mil metros de altura sobre el nivel del mar, sobre el nivel del hambre, sobre el nivel de la justicia. Los niños, abrazados de sus mamitas, lloraban de hambre, de sed y de miedo. Las muchachas, ultrajadas por los militares, miraban en los cerros todas sus esperanzas rotas. Salomé, sin ilusiones, se desangraba en los brazos de mi hermana Isabel. Cayéndose, débil, sin fuerza, la candela casi ya no alumbraba. De la confusión, al caer la noche pasada, sólo quedaba un dolor abatido en el padecer de los que todavía seguían vivos. «¡Ay, Amito, que la maldicie de todas layas se entre castigando al milico, al soldado asesino!», era el clamor silencioso de la gente. Ya no se puede esperar / para que sirve justicia / si por dinero se vendió / se vendió al tirano./ ¿Por qué sólo para el rico / sólo para él la justicia / y al pobre por ser el pobre / se lo lleva el demonio...
Ahora que estoy cerca de la prisión, veo con mayor nitidez. No creo lo que mis ojos de luz ven en primera instancia. Me acerco un poco más, un poquito más. Sí, ahora estoy seguro, es el cholo Lorenzo Ortiz, el lucero que habíamos perdido. Lorenzo Ortiz se lamenta: «El cristiano seguro que ha de tener la mitá de Dios y la otra mitá del Shapi, asicito será pues», decían los viejos, «sidenó, como ha de haber mal cristiano.» ¡Malaya mi suerte! Solito en este encierro, sin nadie quien me visite. Una hora me sacan para ver al sol, para mirar al cielo gris. La verdad de su justicia me ha declarado culpable de la muerte de los comuneros de Cruzpampa. Así, como ahora veo la claridad del sol, de los luceros, las ánimas de nuestos muertos, así vi como El Chacal, sin pena alguna, hizo estallar los cuerpos de Teobaldo Quispe, Gabriel Cotrina y Juan Ramírez. Sus cuerpos, pedazo-pedazo, regados en la plaza, piedras en el camino. En el aire, en el viento están sus vidas, piden justicia. ¡Ay, soldado! ¡Ay, Patria! ¡Sinchis y soldados malditos! Ya no se puede esperar / para que sirve justicia / si por dinero se vendió / se vendió al tirano... Con estos ojos, que el gusano los comió con gusto, vi cómo los soldados, deshonraron a las muchachas. Aún resuenan en mis oídos sus gritos desgarrando el sereno frío de esa madrugada, tortolitas moribundas. No puedo olvidar a esas sombras, shingos bailando y brincando sobre la desgracia, arrastrando a los muertos. A ese Chacal mandando a sus soldados a cortar la hombría de los muchachos que se defendían como toros bravos, su raza no debería morir. «¡Maldiciados jijunas!», grité en mi pecho para darme valor, para evitar que la locura entre en mi cuerpo. Asesino. Loco. Dicen que estoy loco y no escuchan mi palabra. Nadie quiere saber la verdad. A los jueces les he repetido hasta el cansancio que no estoy loco. No tengo truenos en la memoria, sólo recuerdos de una verdad que nadie quiere oir. ¿Tronado? No, no señores jueces. Es El Chacal quien les ha metido la idea de que estoy tronado y que, junto a un grupo de terrucos, maté a la gente de Cruzpampa. ¿Por qué no me escucha, señor juez, aunque sea por última vez? Después de la masacre realizada por los soldados al mando de El Chacal, mi cuerpo, sin vida, viajó por el mundo presente, pasé por el cielo de la Warme luna, descansé un tiempo en el Rupaytiyana y en el Lunapatiyana. Visité a los hombres Chibche en el otro mundo. También estuve en el mundo sin cielo, el Ukupe tutayane. Un tiempo más tarde mi ánima subió por la faja palma y se convirtió en lucero del Waqaltu cielo. Así, de esta manera, me avine a pasar por el puesto de la guardia civil a denunciar los hechos. Los policías llamaron a los Sinchis, chompas negras y pasamontañas. Los Sinchis me colocaron una capucha y me llevaron ante los soldados que tenían su cuartel detrás de la escuela. Me ataron las manos y dijeron que quedaba en calidad de prisionero. El Chacal empezó con el interrogatorio. Conté lo que había sucedido y les pedí que detengan a los fascinerosos, a los asesinos. «¡Tú no has visto nada, cholo de mierda!», me dijo El Chacal y empezó a golpearme. Cansado, y al ver mi desfallecimiento, me otorgó unas horas de tranquilidad. Después vinieron a mi celda otros soldados. Nuevo interrogatorio, esta vez no me golpearon, al contrario, fueron benevolentes conmigo. Otra vez conté lo mismo. Más tarde volvió El Chacal. «Eres terco, cholito, pero yo te voy aplicar la medicina que necesitas...» De nuevo las mismas preguntas, los mismos golpes. «Yo sé que tú eres terrorista, tú estás del lado de Gonzalo, ese comunista conchasumadre que no tiene ni Dios ni patria.» Me sacó la venda de los ojos. «Yo quiero ayudarte», me dijo El Chacal. «No soy terrorista», le contesté. «¡Tigre!», llamó, «es tuyo.» El Tigre vino acariciando sus manos. Sin decir una palabra, empezó a golpearme. Luego vinieron dos soldados más y reforzaron la golpiza. Estaba claro, querían obligarme a decir de que yo era terrorista. Eran golpes contundentes. Por momentos el sentido se transtornaba. «¡Tú has masacrado a los comuneros!». ¡No!, les contestaba, pero no escuchaban. Ellos no querían escuchar. Los defensores de la patria son sordos, son ciegos, señor magistrado. Mi tayta decía: «Pa’ los pobres no hay justicia.» «¡Tú has masacrado a la gente de Cruzpampa!», y con sus fusiles ¡toc! ¡toc! me golpeaban en esta mi cabeza, que a veces fue tan dura para entender ciertas cosas. «¡Tú has masacrado a los comuneros!», y la sangre era un río ahogando mis dolores, mis lágrimas. «¡Tú has masacrado..., tú has..., tú...!», y tanta fue la golpiza que el mundo empezó a esfumarse en la niebla. Viajaba sobre crespones de algodón. Surcaba un cielo negro, negrísimo. Me pareció entrar en el reino de la muerte, pero desperté chorreando agua. Vomité. Mi camisa lloraba sangre y mis pantalones cagados, orinados, eran una sola pestilencia. Las preguntas y los golpes volvieron con la misma violencia de antes. Masacre, comuneros, golpes... Terruco, terruco pendejo. Mi cuerpo casi ya no resistía. El Chacal me dijo al oído: «Si dices la verdad», o sea su verdad, «que eres terruco y que con tu gente has matado a los soplones de Cruzpampa, yo te voy a ayudar. En nombre de la patria, olvida lo que has visto y, mañana mismo, te dejaremos libre.» ¿Si usted hubiera estado en mi situación, señor juez, qué hubiera hecho? Yo no quería más golpes, como ya estaba muerto, la muerte no me asustaba. Como usted ve, señor magistrado, sólo soy un lucero, el ánima de un muerto, que busca justicia. La cárcel no ha comido a nadie; si ya estoy muerto, me dije esperanzado, alguien escuchará mi verdad, saldré un día, finalmente iré al waqaltu cielo a ocupar mi sitio y alumbrar a la tierra todas las noches. Pero El Chacal me engañó..., y me trajo para declarar la manera en que maté a los comuneros de Cruzpampa. Además, me han convertido en terruco, en asesino. Señor juez, esto que acabo de contarle, es la verdad, mi verdad. Si usted, señor juez, no hace justicia, llorará el día en que el Amito Padre San Román lo ponga entre el Waqaltu cielo y el Ukupe tutayane...
Desde temprano el sol alumbraba las altas crestas de los cerros, clareaba la sangre y el dolor de la comunidad de Cruzpampa. El humo ceniciento retorciéndose en las espirales del viento. Duelo por los muchachos muertos en la mirada vidriosa de las mujeres, de las criaturas y de los ancianos. De nuevo, otra vez, se iniciaron los abusos. El viento rumoreaba con algarabía cuando los ancianos comenzaron a enterrar a los muertos en las fosas abiertas en la misma plaza. «¡Ahí también los enterraremos vivos si no me dicen para dónde se fueron los terrucos!» gritó El Chacal. Los niños no podían entender lo que pasaba. «Mamita, ¿cuándo viene el Mateo para que nos defienda de estos morocos tan malos?», preguntó mi Benjacho. Isolina, mi hermana, le tomó la cabecita entre sus manos heridas. Esas laboriosas manos que muy temprano aprendieron a tejer hermosos pullos atravesados de lindos shuyos, que con maña sabía robarle al arcoiris.
El dolor era piedra creciendo, endureciendo, en el pecho de los comuneros. Don Serafín Becerra, teniente gobernador, altivo como un cóndor, se acercó al jefe militar y le dijo:
¾Esto no es de cristiano. Gente de paz nomás somos nosotros.
¾Cállate, viejito de mierda. Mejor dime dónde están los terroristas... ¡Los terrucos!
¾¿Terrucos? No hay pues. Aunque nos mate. Yanca será. ¿De dónde vamos a sacar terrucos? Gente de trabajo nomás hay...
¾¡Indio cojudo! ¿Te haces el inocente, no?
¾Mire nuestros muertos. Como animalitos sin ley los has matado con tu gente. ¡Abuso es jefe Chacal...!
¾¡Pendejo eres! ¿no? ¡Ahora vas a ver lo que es la ley...!
El Chacal bajó la metralleta de su hombro y apuntó al anciano atrevido. Hubo silencio. Don Serafín Becerra dobló su poncho sobre sus hombros y puso el pecho frente al asesino. Pero el disparo hizo trizas su brazo derecho. Un grito se contuvo en el cuello de los comuneros. El anciano valiente, lanzando un largo y extraño sonido de dolor, cayó envuelto en su poncho onzadeoro. La tierra quemante bebió su sangre. ¡Pacha Tikra! El Chacal se le acercó, volvió a disparar, esta vez, la cabeza de don Serafín Becerra estalló en pedacitos. «¡Ay, Amito, Dios del cielo!», gritaron las mujeres y corrieron junto al cadáver del anciano, huanchaco pecho colorado. Los soldados retrocedieron, pero el comandante Chacal, lleno de maldad, ordenó que disparen. ¡Tataratata!... ¡Tataratata!... ¡Tataratata...! En pocos minutos desapareció la vida de nuestra comunidad. Después cortaron los dedos de los muertos, de viejos y niños, y con eso avivaron el fuego que estaba a punto de apagarse. Algunos cadáveres fueron también arrojados al fuego. Calcinados, negros, fueron enterrados en las fosas cavadas por los ancianos.
Terminada su labor de servir a la patria, para eso se les paga, ganan buenos sueldos, los militares formaron dos filas. Al mando de su jefe El chacal se perdieron por el camino en dirección a San Miguel. Se fueron gritando, cantando:

¡Somos los soldados más valientes de la patria!
¡No le temen ni al terruco ni a la muerte!
¡Viva la patria! ¡Viva el Perú!

Poco a poco las voces se perdieron en la lejanía. Sólo un perro se quedó haciendo guardia sobre la tumba de los muertos. El perro temblaba, aullaba, daba vueltas, a ratos se sentaba a lamer sus heridas...
He ingresado a la prisión, con mi luz más suave. Lorenzo Ortiz se ha levantado al reconocerme. Entonces descubro su aureola blanca, brillante. Se despoja de su ropa y aparece toda la fuerza de su resplandor, hermoso lucero. Abandonamos la prisión, nos dirigimos a la faja palma y, por ella, lentamente, empezamos nuestro ascenso al Waqaltu cielo. Mientras subimos, desparramando lágrimas luminosas, me cuenta todos sus sufrimientos en el mundo presente. Nos han matado, pero algún día se hará justicia, le digo al lucero Lorenzo Ortiz. Pensar que la muerte nos ha salvado de seguir siendo simples piedras tiradas en el camino, me contesta. Luego agrega: Desde el Waqaltu cielo seré el lucero de la mañana, la pequeña luz del nuevo día. En la plaza de Cruzpampa / reunión popular / ya todo está decidido / hay que matar la amargura / ya no se puede esperar / para que sirve justicia... Desde cierta altura divisamos el mundo presente: Vemos correr ríos de sangre, hombres que matan a otros hombres, las guerras destrozando los jardínes de la vida. En los sueños de la gente contemplamos sus pesadillas: plazas llenas de negros corazones, manos cubiertas de fuego, llamas enrojeciendo los amaneceres. Hay hombres sensatos, tienen el alma repleta de esperanzas y no dejan de cantar. La locura no podrá vencernos, dicen. Cantarle quiero a las flores / al amor y a las estrellas / pero traigo el corazón enrabiado de injusticias... Desde el Waqaltu cielo contemplamos las montañas, donde se apoya el pueblo de San Miguel. Reconocemos a los cristianos, divididos en dos bandos desiguales, luchando hasta morir. El shapingo ha empezado a doblegar al Amito Padre San Román. Es casi ya dueño del alma, de la voluntad de la gente. ¡Ay, Amito...! La luna llora triste, desesperada, en el Lunapatiyana. Sus lágrimas son ríos de luz plateada y ruedan por el camino ardiente de Rupay, el padre sol. Cubierto de agua, de lágrimas, Rupay se va apagando, se va muriendo, hasta convertirse en una inmensa oscuridad, una noche tan noche como la fosa negra y fría de nuestro pueblo muerto. ¡Pacha Tikra! ¡Tierra revuelta! ¡Polvo y muerte!
«¡El mundo presente revolvido! ¡Todo, todo patas arriba, de cabeza! Cuando el cielo envejezca, al Amito Padre San Román le quedarán pocas fuerzas. El Shapi, saliendo del Ukupe tutayane, le ganará, lo mandará al otro mundo. Así el Enemigo ocupará su sitio. ¡Malaya!, dirá el Amito, pero nada podrá hacer, porque así está apuntado en su libro. De esta manera, todo, todo se hará pampa, un inmenso llano, no habrá ni sol, ni luna, los cerros desaparecerán, se harán planos, ¡Pacha tikra! ¡Polvo! ¡Muerte!... Pa’ los pobres no hay justicia, sólo noche, sólo oscurana pues, justicia todavía no hay, todavía no, Señor del cielo», así decían nuestros taytas...



De el libro de cuentos: “La danza de la viuda negra” Primera edición Fondo Editorial de Comas, Lima, 2001. Segunda edición Arteidea, Lima 2008.


Arriba en la foto: Walter Lingán disertando en torno a la literatura peruana