sábado, 20 de marzo de 2010

YBARRARIO: TO MARIOLA VON HAUSER

AUTOFICCIÓN
La imagen (una interpretación de "La Maja Desnuda") del pintor Eleazar es de aquí:

http://images.google.com.pe/imgres?imgurl=http://www.eleazar.es/fotoscuadros/eldesnudo/la_maja_desnuda2.jpg&imgrefurl=http://www.eleazar.es/eldesnudo/desnu00.html&usg=__8cXQS5xJOKVRT4KFSK584b4zx6E=&h=430&w=431&sz=70&hl=es&start=1&itbs=1&tbnid=OyjMIL4mdds99M:&tbnh=126&tbnw=126&prev=/images%3Fq%3DMAJA%2BDESNUDA%2BDE%2BVELASQUEZ%26gbv%3D2%26hl%3Des%26sa%3DG





El famoso diseñador Fernando Lavini, radicado muchos años en Ámsterdam, viene a verme, me cuenta que hace un tiempo sintió una iluminación, un rayo azul y misterioso llegó del cielo y le dio en la mera crisma, y, desde ese instante, sintió una necesidad imperiosa por el prójimo; y, por ello, está haciendo unas prácticas de reiki, jorei, mahikari, imposición de manos, etc., y está curando a varias personas y a todo aquel que lo necesita. Y todo esto ad honorem. Me habla, entre otras cosas, de un caso especial, el de Mariola, una ex reina de belleza que se encuentra postrada en una cama con casi doscientos kilos de peso, me dice que lo acompañe, que mi presencia es “inevitable” y “necesaria”. Le digo que no creo en nada de esoterismo (aunque lo exotérico me tiene sin cuidado), que soy pragmático y más que eso, escéptico. Sólo creo lo que veo. Además, ya he mandado al mismo diablo a varios brujos y chamanes que quisieron sorprenderme con el cuento del futuro y adivinar mi destino y tanta tontería. Yo soy el pitoniso de mis propias correrías. Además, le digo: soy marxista (miento) y cercano a las corrientes anarquistas radicales (¿otra mentira!). Fernando, entonces, viendo mi negativa, me dice que tengo que ver a Mariola, que no puedo dejarla a su suerte, que es un espíritu bondadoso, que necesita ayuda y que sólo yo puedo hacerlo (no lo entiendo). Veo que los ojos se le ponen vidriosos y que empieza a levantar la voz más de la cuenta. Escucho que las ventanas de mis vecinos se cierran abruptamente. Afuera, los perros ladran en coro. Presiento que Fernando está tratando de montar un drama en mi casa. Ante lo inevitable le digo, de mala gana, que si ese es su deseo (y el de Mariola), pues, qué vamos a hacer, me someto. Acepto. Al final, no tengo nada que perder, quizás un poco de tiempo, eso creo.
De esta forma, nos dirigimos hacia Jesús María a la cuadra 16 de Mariátegui. La ciudad es un cuadro felinesco, una tómbola donde no sabemos si hoy nos toca perder o ganar. La urbe como regurgitamiento empieza a darme arcadas en la barriga. Recuerdo esa frase de Goethe que coloqué en mi librito “Vómitos”: “terrible es aquel que no tiene nada que perder”. Trataré de salir invicto esta noche.

Tocamos la puerta y nos abre un hombre pequeño con bigotes a lo Nietzsche, pero con cierto aire francés, lentes, gorra y saco entallado: un mon chéri. Nos adentramos por unos pasadizos antiguos, un pequeño laberinto de Creta, una circunvolución sin minotauros ni Teseos, quizás Ariadnas, no lo se. Un olor a cera derretida invade los ambientes. La casona luce conservada, unos enormes cuadros y adornos en bronce orlan la sala; asimismo, varias fotografías en blanco y negro presentan a una hermosa mujer de ojos grandes, moño hacia arriba y corcé. Lavini me dice que las fotos son de Mariola. Cojo uno de los cuadros; en efecto, la belleza de aquel rostro es extraña, no sé quién será Mariola y me empiezo a intrigar; me quedo contemplando un momento la fotografía. Doy unos pasos en círculo en la espaciosa sala. No me doy cuenta que estoy caminando sobre la piel de un tigre, un animal enorme dispuesto a dar un zarpazo desde el selvoso terraplén. Por si acaso doy un pisotón en el cuello del animal. La bestia me observa impasible con sus ojos de canica. Otro pisotón, esta vez en el hocico, me da cierta seguridad. Todo esto me parece irreal. Repaso el decorado de los años cincuentas, las velas en formatos rococó, los tapetes rafaelistas, las sillas con patas de león, el pan de oro de algunos cuadros, las marquesinas, las losetas, las vitrinas, un sinnúmero de detalles que se encuentran sobre una mesita esquinera donde rugen pequeñas gárgolas semihumanas frente a la imagen de un buda barbado con una espada en ristre como tratando de cortar el aire en dos. Una amenaza latente, espero estar fuera del radio de corte.
El hombre pequeño nos dice que podemos subir, Mariola nos está esperando en el segundo piso. Uno a uno vamos avanzando sobre esas escaleras de madera que cruje ante nuestros pasos, como ascendiendo a una realidad paralela que, a pesar de lo recargado, me parece familiar. En cierto momento, un traspié de Fernando lo desequilibra, lo veo tambalear, casi se cae, justo en el momento en que el hombre pequeño nos dice que tengamos cuidado con el desnivel de un escalón (avisa, pues, hombre). Nos paramos frente a una puerta antigua de madera con lunas circulares y labrados con formatos de iglesia, creo que a ese estilo le llaman “catedral”. La puerta se abre dando un leve crujido, y echada de costado y dándonos la espalda aparece Mariola, una mujer gigantesca de cabello blanco como la nieve enfundada en una bata celeste. El cuarto huele a mirra y a flores. Hay un incensario que esparce humo como un pequeño dragón esquizofrénico dentro de la habitación. Mariola nos dice que nos pongamos en su delante ya que no puede darse vuelta (me niego a pensar en alguna deidad de hotentotes). Nos saluda cordialmente. En cierto momento me siento como un vasallo ante una reina antigua a la cual tengo que rendir cuentas de algo. Le digo que soy Rodolfo Ybarra, alguien que escribe y que tiene interés en el arte: un periodista (miento otra vez; la mitomanía es una enfermedad irreversible que, de alguna forma, conduce a la verdad). Mariola, con voz calma y correcta dicción, me dice que ya sabe eso y que agradece que haya venido a curarla (la acentuación de la palabra es mía). Fernando me hace un gesto escondido como asintiendo para que yo no diga nada. Mariola me invita a sentarme a un costado de la cama, puedo apreciar su rostro lozano, siendo una mujer mayor. Calculo que debe tener entre 55 y 60 años. Mariola me empieza a contar su historia, me habla de épocas remotas cuando pesaba 45 kilos de peso (menos de la cuarta parte de lo que hoy pesa), cuando los hombres se ponían a los costados en guardia de honor escoltándola para que ella pasara; me habla que a diario le regalaban decenas de adornos florales, cientos de presentes, cálices, bombones, muñecas rusas, fenicias, suizas, francesas, se amontonaban semanalmente en la puerta de su casa. Tanto era la dimensión de los regalos que los padres de Mariola tuvieron que acondicionar tres cuartos para los presentes y envíos. Hombres famosos la cortejaban y le invitaban a pasar vacaciones en países lejanos. Incluso hubo una vez un tipo de ascendencia rusa que prometió regalarle un Huevo de Fabergé original si se casaba con él. Mariola me extiende una foto del pretendiente con el objeto ovoide en la mano. Es cómico, le digo. Mariola estalla en risa; pero, claro, me dice, por eso mismo lo rechacé. ¿Oye --le pregunto--, pero ese huevo era-es original?, claro, amigo, Víctor Nureyev, así se llamaba mi pretendiente, es descendiente de una familia amiga de los Romanov, y, como sabrás, todos ellos fueron muertos durante la revolución rusa. La misma firma de Fabergé fue abolida con la instauración del proletariado. Pobre Carl Fabergé, digo, codiciando secretamente ese artefacto Fabergé, ya que como pocos saben soy un coleccionista de objetos antiguos.
De pronto, Fernando enciende unas velas doradas, da unas palmadas como para espantar a espíritus “elementales”, “butas” o entidades negativas, y empieza a invocar a unos ángeles con nombres extraños (Metatrón, Vehuiah, Jeliel, Sitael, Elemiah, etc., de todos ellos sólo reconozco al primero, un semidios hindú cuya mayor virtud es la justicia, pero carece de compasión, por eso se le dibuja sosteniendo en racimo las cabezas de sus enemigos. Me gusta este semidios). Ha empezado el rito. Tomo asiento en el suelo sobre un cojín de terciopelo. Intento hacer la posición de loto pero se me hace difícil, he perdido agilidad. Soy un hombre de piedra atacado por una espondilitis calcificante, una artritis deformativa que contrasta con la agilidad de mi paranoia. Me sorprende ver a Fernando Lavini, el famoso diseñador, en esta situación, esta nueva faceta que lo acerca a la acción actoral o a la sublime oligofrenia; pero no se trata de eso sino de un acto de curación. Lavini procede con un rezo en latín, luego empieza a repetir mantras en sánscrito con lenguaje angelical. Fue San Pablo quien dijo que los ángeles hablaban un lenguaje distinto a los de los hombres: “Aun cuando yo hable la lengua de los hombres y de los ángeles, si careciese de caridad, seré como el bronce o como el tañido de una campana” (Corintios, 13, 1). Muchos siglos después Santo Tomás de Aquino se encargaría de establecer que es la iluminación el verdadero lenguaje de los ángeles, o, según creo yo, la simple expresión del pensamiento sin palabras: la telepatía (que me critiquen esos sonsos de boîtes).
Reconozco el mensaje de Lavini (mis clases de sánscrito están frescas, los rostros de mis antiguos profesores vienen a la memoria: Premanurti, Madhuhari, Omkara). Todavía no sé cual es mi papel en esta representación de la sanidad de Mariola. En realidad no se trata de un hecho farsesco, simplemente, es real. Fernando y Mariola lo creen así, y debo creerlo yo también. Los milagros no son actos exclusivos de los santos o de entidades “superiores”. Todo hombre puede curar y ser curado si quiere. Y Fernando y Mariola quieren.
Lavini me dice que ponga mis manos en la cabeza de Mariola y que repita con él la oración que ha escrito para invocar una curación ipso facto. En las palabras que van fluyendo me entero de la enfermedad y los pesares de Mariola quien lleva varios años postrada sin siquiera poder realizar su propia higiene personal; recién me entero que el hombre pequeño es hermano de Mariola y quien hace las veces de sirviente, que hay un grupo de amigos que la visitan frecuentemente y la sacan a pasear llevándola en vilo a las reuniones sociales, a los parques, e incluso a la playa. Me imagino a Mariola llevada en hombros por las calles, una procesión de “La Maja Vestida” de Goya. Por un momento me figuro que esto es Las Hilanderas o La Fábula de Aracné donde el cuadro de Velázquez es a la vez otro cuadro, un metatexto, una reescritura de lo ya planteado. Y quizás yo haya sido invitado para ser un partícipe, pero en realidad soy un espectador, alguien que no puede modificar la realidad del cuadro; o, lo que es peor, de repente yo soy parte del cuadro y estoy siendo oteado por alguien o por algo con intenciones ajenas a mi propia voluntad.
Mariola abre los ojos, me mira como si estuviera en trance, repite que se siente bien, muy bien, que le dan ganas de ponerse de pie, caminar, dar volteretas y bailar. Se pone a tararear una melodía lejana, su cuerpo se estremece, mueve los brazos, dibuja arabescos, el tremor intenta contagiarme pero soy inmune, vuelvo a sentirme de piedra, de acero, de un material indestructible, inmortal. Por un instante, un breve instante (en el que creo entender la razón de mi presencia aquí), casi como un parpadeo, Mariola parece levitar. Mariola canta una canción en Alemán. Achtung. Achtung. Beide seitenim osten und du im wstenachtung! beide seitenim nordem und du im sdender linke ist noch nicht freicheit und frieden ist fur ruhe shlecht die
sprache ist ohne inhalt gesetz...
Mariola se pone de pie. Mariola agradece con besos y abrazos. Mariola ríe. Mariola vuelve a ser la niña de la foto, la de los flashes y vestidos decimonónicos, la del peinado hacia arriba, la del cuello de cisne. Mariola, Maria Olinda Von Hauser, a su servicio y salud.
.

6 comentarios:

Ramiro dijo...

está muy bueno

Anónimo dijo...

¡Clap!¡Clap!¡Clap!

Excelente relato. Me mantuviste en vilo todo el tiempo.

Una pregunta, ¿realmente haces imposición de manos?

¿Y Mariola es alguien conocida? ¿Tal vez una editora regordeta? ¿Y el tal Fernando Lavini?

¿Alguno de estos personajes tienen asidero en la vida real?

¿Huevo de Fabergé? Carajo, Ybarra, sibarita habìa sido.

¿Clases de sánscrito? ¡Véste conch!

En fin, me divertí, leyéndole.

Sanmarquino acucioso

Anónimo dijo...

EXCELENTE, PERO QUIERO MÁS CRÍTICA LITERARIA. NO SE ALEJE DE SU CENTRO.

SSS

Anónimo dijo...

qué opinas de Kapuzciski...

Anónimo dijo...

que pajazo... Ybarrón bien ahí

Julio dijo...

Oy tío Sanmarquino, ya pes Fabergé era un joyero famoso en las épocas de los Romanov, éstos eran unos clientes codiciados por todos los comerciantes de esas épocas, eso llevó a Fabergé a abrir una sucursal de su joyería en Moscú y nada tiene que ver la comida en el relato del tío Rudolf, ya pes conozco por lo menos a una decena de muchachones que hablan y escriben al menos cuatro idiomas y eso que son artesanos, además lotro día se juntaron en la TV unos peruchos que hablan veinte idiomas entre ellos el sánscrito, eso no es relevante en un estudioso compulsivo como el tío Rudolf, ya pes, menos franela y más disfrute literario...