Broza es o son los desechos de las plantas, las hojas secas, las semillas, las raíces o nervosidades que por una u otra razón se han desvinculado de la matriz-madre o cuerpo origen. Broza también juega y rima con rosa o sabrosa, a pesar de que, en esta última palabra, el origen es latino y no gótico como en el caso de broza o brukja, despojo, desecho, detrito. Por lo tanto, debemos entender que este Broza-poemario son los desprendimientos verbales que la poeta ha querido y quiere entregarnos, algo que es muy suyo y cuya lectura tiene que significar necesariamente una aceptación como el pecador acepta la hostia para redimirse con su creencia o como el viajante o mochilero acepta la visa para extrañarse de su lar-natura y permitir darse un paso a un mundo que no es el suyo dejándose llevar por las vicisitudes del espacio-tiempo y la incertidumbre. Pero, cuidado, la poeta no deja sus ramas o sus flores al libre albedrío o la caída libre, y, definitivamente, no es el viento el que arrastra y barre sus despojos: hay una intención por dejar en claro que no son solo palabras, versos, prosas o hibridaciones que se van por su lado y toman su camino, hay una objetualización de la imagen, una necesidad de que el lector toque los textos o se coja de una serpentina para ser arrastrado justo a ese lugar (sobre esto explicaré al final); para los que hayan leído-palpado-examinado-armado o desarmado su Papiroflexia (Lima, 2008), su primer libro-cocotológico, les será fácil entender que la búsqueda aquí es geométrica y tridimensional, los planos superpuestos requieren de un artificio, de una preparación y, a pesar de que las líneas marcadas del desarmado poliedro nos ayuden a retornar a la forma original, el asunto no es muy fácil, y muchos pierden la batalla y se quedan con el papel extendido en rigor mortis como si de un cadáver se tratara, pero en la poesía como en la materia todo busca su estado de reposo hasta que el equilibrio, por una u otra razón, se rompe.
Y esta es quizá una de las primeras cosas a las que se remite en Broza, en el que el lector acucioso recogerá el ramillete para retornarlo a la vida o lanzarlo al éter para que encuentre su camino: “Para deshacerte/cada vez de quién sabe/qué aparato minúsculo/sacado de tu maleta:/botón, llave, clavo/diente, etc.;/ retornaba a casa/ligero pero cansado./ Un día de esos/reconocí tus cabellos/enredados/a una malla de metal/ caminando por la costa verde/verde viento, verde carne/los cogí,/ los guardé,/ los acaricio de vez en cuando/ también los dejo caer desde el malecón”. He ahí una forma de dejar que todo siga su curso como en las aguas de Heráclito o en los universos paralelos o mundos múltiples de Hugh Everett , donde todo sigue existiendo y moviéndose en corriente alterna, peristalsis o hertzianamente a pesar de que algún elemento se haya detenido o haya encontrado momentáneamente su estado de reposo, donde la muerte en su degradación biológica es también movimientos de células que se renuevan en la extinción o hacia la extinción.
Pero no nos alejemos de Broza. Contrariamente a la acostumbrada poesía de la mujer y sus hormonales efluvios y tentativas, los recorridos caminos del eros y las ondulaciones del cuerpo de la mujer, encontramos en Sandra Suazo un cuadro muy delicado y muy sutil del drama social, imposible de pasar por alto, inclusive más allá del elemento de género: “Un ejército de mujeres que del crepúsculo llevan la cadencia, el traje, los años (nada vergonzantes), huérfanas de tierra donde recostar sus cabezas donde descansar los huesos demoran el paso de hombres, mujeres y bestias presurosos y perfumados, interrumpen piadosamente el sueño de animales nocturnos perdidos bajo el sol. Ni todo el polvo del mundo podría cerrarles los ojos pero llevan a sus bocas un poco de tierra de esta, su dulce ciudad”.
La marginalidad como resultante del tráfago mundo-sociedad-afectos-sentimientos, una marginalidad que proviene de la literatura, de los clochards o mendigos que se aman en el trasfondo de las paredes, en el hontanar de los parques o quizá en los bares donde el susurro al oído puede ser una declaración de amor: “Y no es extraño que la gente se pregunte qué haremos, noche en ciernes merodeando como estamos sus carnes olorosas a cardos encendidos a leguas de distancia. Nada es extraño, entonces las cuentas desperdigadas retornan a esta mano que las toma hasta pulverizarlas y convertirlas en la tierra misma que habita nuestras pieles”.
La memoria despierta también tiene espacio para la volución de lo ausente o la regurgitación del tiempo pasado donde se pudo ser feliz o alcanzar la ataraxia filosófica o algún otro estado de contemplación o elevación de tetrahidrocannabinnol u otro expansor de la conciencia a lo Huxley: “Las monedas caerían desde abajo/Desde los bolsillos de cobradores/Desprevenidos/Hacia el otro lado,/Atravesando las rejillas/Que ventilan los sótanos sin fondo./Recuerdas cuando tus padres/Volteaban todas las esquinas/Dejando un reguero de música/Que encendías con cada wiro./Aún los veo/Pero es un poco tarde/Para hacerse invisible/Para huir tras las rejillas/Y colarse en otras aceras,/Otras avenidas/Hasta encontrarnos en el límite/De la tarde retumbante/Entre la gente ausente/Que insiste en sacudir/De pie/Sus sombras/Al pie de las avenidas/Lenta, vorazmente/Acariciando la faz, el envés/De la tierra bajo las suelas/Bajo la piel.” (pág. 27).
Y, claro, como tenía que ser, ella misma se convierte en Almea, la mujer que despliega versos y le canta a un mundo derruido en la hojarasca: “Crece el fango sobre la punta de tus pies/crece y crees/que quizás/ya es tiempo de quitar la maleza y quemarla/como a esta hoja de papel./Almea si te detuvieras un instante/ni tus cuerdas vocales,/ni todo el polvo de la ciudad/dejarían de vibrar.” Sin embargo, la vibración de Om ya es un canto en sí mismo (o en sí misma), y no es necesario explicar que la poeta ha alcanzado su propio coro angelical con trompetas de Jericó que se elevan del fango, la sanguaza, el humus y se arrastra con la hojarasca, las raíces y el aliento de los silvios resoplando los oídos y los rostros asombrados de los transeúntes. Y ni siquiera el heraclitiano Yawar Mayu podría responder: “¿Qué cosa corre a toda prisa entre tus huesos?/Fugaz chasquido de dedos/eterno danzar al borde del abismo.”. ¿Y acaso —hago la pregunta de rigor— el abismo no es uno mismo?
Pero Suazo insiste en la escritura a clavo y martillo o con la delicadeza de quien da de comer a las palomas, las acaricia, las hace volar, revolotean en sus manos (aún cuando nos multen por hacerlo o contribuyamos a la clisteifobia, porque jamás una paloma podría ser una “rata con alas”), de quien se entrega en solidaridad aun cuando solo encuentre ingratitud: “Extiendo las manos/y ofrezco/Pedazos de pan dibujados/En la palma y en los dedos./Aves de picos agudos/ incrustan en mí,/Dulcemente sus trinos.” (pág. 33).
Y quizá por eso la intromisión de la Beatriz dantesca sea algo más que un aparecimiento gratuito: “En calma, sanciona severa cuanto acapare su vientre, desenhebra leguas dormidas, insomnes/serpientes que carecen de tino; tanto dado a traslucir vano, viscoso, pegado a uñas y dientes, tanto tedio por acariciar y deshacer.” (pág. 35).
O se vuelve solo el rocío que brota sobre las hojas de los días como impertérrita aparición y muestra farmacológica de la fragilidad de la vida: “A los transeúntes/aconseja en voz baja/los charcos de estiércol/iluminados,/evitar,/dejar los abrigos,/descalzarse,/e ir contra el viento/en dirección al mar/al río/o al centro de las avenidas/inundadas de atavíos metálicos/que retorcer con la sola quietud.” (pág. 37).
En “Anónimos” todo es y no es, la palabra ha alcanzado la altura que el viento o la presión atmosférica le ha permitido y la broza es ya una realidad que nunca se irá de nuestras manos: “Desde esta línea se agotan/jinetes con sombreros de día/huyen de los entierros/de sus madres-hijas/hasta el centro de sus propios ojos/seres extáticos/pequeños/con caras lavadas a prisa/presos de sueños brumosos/entierran sus maletas y sus nombres/se cubren con todos los dedos las orejas.”.
En “Fragmentos” no son solo los retazos de textos de un texto mayor, sino los pedazos de la corteza o del detritus develado en los que la poesía alcanzó su nido, su delicadeza conservada en formol: “Materia infame/que alguna vez/viajó junto a los hombres/y, extraída de sus propios pechos,/sin violencia,/fue arrojada a los vientos/perdida entre las eras.”.
Y, al final la calle, una en especial, La Amargura, en la que como en una foto de Man Ray o en un cuadro de Bastiat quedará la imagen de que la poeta nos ha permitido ver por la rendija o de refilón esa broza muy suya y en la que poco a poco nosotros mismos nos iremos convirtiendo: “Sin número/sin puertas/sin inicio ni fin/perdiéndose como los pasos/de un guardia de seguridad/en dirección al río/al borde del oficio/perdiéndose como monedas/en el teléfono público/sin cambio/sin voz al otro lado del hijo”.
Y cuya belleza sinfónica, belleza del concepto, no tendría otra forma de terminar sino dejando una seña cuya interpretación o hermenéutica nos podría ocupar tranquilamente varias páginas, cuestión que me reservo para una próxima tentativa en esta nueva broza de la que ya somos parte: “guardarse uno dentro de sí mismo/hasta nuevo aviso”.
COTA O SERPENTINA
Atención: el libro viene adherido a un fragmento de serpentina en la que se indica con letra a pulso: “Pisa esta tierra con humilde ferocidad”. O sea, lector macho, hembra, hipócrita, solidario o vil, no escatimes en la broza u hojarasca que rueda en la vereda, solo camina por encima de ella y lee, si puedes, lo que aparece en cada nervadura de la tierra.
La poeta te lo agradecerá.
1 comentario:
Ybarra, no des un comentario tan acadèmico porque te vas por las ramas y eres un tanato incomprensible.Coge versos y analizalos. Como hacen muchos de los gacetilleros. Mucho abarcas.
LUPUS
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