jueves, 21 de noviembre de 2013

Palabras de Héctor Ñaupari en la presentación del libro Escrito en los afluentes, de Miguel Ildefonso en el Cholo Bar de Barranco 31 de octubre de 2013




Aunque no lo parezca, la vida confiere – a quienes se arriesgan, claro está, según el dístico de Virgilio, la fortuna favorece a los audaces – segundas y hasta terceras oportunidades, o excepcionales privilegios. En mi caso, uno de los mejores honores que se me ha otorgado es el de compartir la amistad del mejor poeta peruano contemporáneo, Miguel Ildefonso. Y de haberlo hecho siendo jóvenes, velando nuestras primeras armas literarias, en el recorrido febril de esta ciudad babilónica, formando parte de esa tribu poética llamada simplemente Neón, en bares paradigmáticos como Las Rejas, La Catedral, el Queirolo, Mammalia, o en las diversas Universidades donde leíamos nuestros poemas aurorales, y exorcizábamos con nuestros versos la hecatombe que era en esos momentos el Perú. Años, distancias, cercanías, pérdidas, libros y premios vieron crecer mi admiración y fortalecer la amistad con Miguel, “el mejor de nosotros”, como alguna vez señalé. Contemplar el crecimiento de un creador, verse posicionado entre el público que asiste a su madurez, que lo advierte y aplaude, es algo excepcional. Llegados a nuestro ser adultos, leer o escucharle recitar los poemas de Canciones de un bar en la frontera, Las ciudades fantasmas, MDIH, o Los desmoronamientos sinfónicos, me ha permitido comprobar lo que en las tardes o noches incandescentes de los años iniciales de los noventa intuía: la suya era y es una poética arrobadora, genial, urbana e histórica al mismo tiempo, como una síntesis viviente, hecha con el nervio único del que sabe narrar en poesía, capaz de trascender incluso sus propios referentes y así, hallar una voz propia, singular, decantada como el mejor vino. Y hele aquí con Escrito en los afluentes, obra que ha merecido el Premio Iberoamericano de Poesía Juegos Florales de Tegucigalpa 2013, que se añade a merecidas e importantísimas preseas como el Premio Copé de Poesía, el Premio Nacional PUCP, por citar dos de las más reconocidas. Miguel Ildefonso me ha dicho muchas veces –o lo ha declarado otras tantas – que dejará de escribir poesía, tarea que al creador auténtico supone terrible sacrificio: la de dejar, pulgada tras pulgada, la piel, el alma, el corazón agrietado de latir, en una pelea que se sabe de antemano perdida. Su más reciente libro – me resisto profundamente a decir que será el último de poesía que Ildefonso escriba – no nos deja indemnes ni indiferentes: en tiempos como éstos, de indolencia masiva producida por la tecnología, nuestro autor responde y alcanza una soberbia madurez, se hace un poeta de este mundo, un poeta en tiempo real: ciudades alejadas se acercan en la intimidad de sus versos, y éstos son más cercanos con sus reflexiones, los poetas del Medioevo, del XIX y del XX se confunden como amigos nuestros, con héroes antiguos y cantantes modernos, con animales dolientes y más poemas suyos. Los afluentes en los que ha escrito su obra llegan al centro de todo, hacen al mundo uno y a las historias una sola historia. Y allí lo dejo, para escucharlo, como antes, como ahora, como siempre. A mí no me queda duda: seguirá escribiendo, pues, como supimos cuando éramos jóvenes y fieros, escribir y vivir son uno y lo mismo. ¿Qué haremos entonces, Miguel, cuando el destino nos alcance? Darle cara, cual un Danton ante sus jueces, y decir como él: “nous faut de l'audace, et encore de l'audace, et toujours de l'audace”, necesitamos audacia, y más audacia, y siempre audacia, como de la poesía de Miguel Ildefonso. 

Muchas gracias.  

Héctor Ñaupari

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