a Juan Ojeda
Parecía un ser de otro tiempo
un amigo amaneciendo
recogiendo buganvillas
en el sol fascinante del verano
Lo quería como se quiere a las estrellas
cuando nos descubren el silencio de las calles
y los frutos en el río
No le gustaba reconocer
el resplandor primero de los bosques
ni el último crepúsculo zarandeando la mirada de su abuelo
Cuando lo escuchaba hablar de las voces desesperadas del camino
o del alma bendita de la pena
o de abrir todas las puertas
para que todos pasen como el viento
sabía que se iba a perder por los lugares más inhóspitos del mundo
y ser alguien –una sombra- en la conspiración
o en la clandestinidad de los encuentros
Amaba las lechuzas y las puertas humildes en el alba
y decir
-como divisando la esperanza en otro sitio-
“Yo no creo en los dioses o milagros
pero los ángeles creen en la sacralidad de mis palabras
por eso escupo en la tumba de mi padre”
Y mientras soñaba con duendes y caballos
inventando la confusión de los destinos
recordaba tierras milagrosas y remotas
donde las margaritas sangraban en la eternidad de las ventanas
como esa noche
cuando ebrio
y lleno de antiguos remordimientos
se dejó caer con toda su locura a un abismo
donde ardían mentiras y fracasos de la calle
Nuestra amistad jamás se diluyó
a pesar que los geranios se desprendían del techo de su casa
pues siempre me ayudó a reconocer
-incluso en su mesura-
los cantos de sirenas
las huellas de los canarios en el parque
y a los que tiraban piedras
a los árboles que daban frutos en verano
Mi corazón
mudo y lleno de pesares
siente que su ausencia se asemeja
a un extraño temporal buceando en la inquietud de un desesperado
al que le encantaba repetir
cuando se despedía de su sombra
movida por el ensimismamiento de los fuegos
“Mi única realidad es el silencio de la muerte”
Desde ese instante
hasta la hora en que el crepúsculo no avanza
no llego a comprender
que alguien que duerme en el corazón secreto de los bosques
y sabe que no hay peor pecado
que contemplar de lejos la belleza
desee decirle adiós a las ardillas
o a las lilas cuando arden en las manos
Y aunque me complace la serenidad y ver a las mañanas
desperezarse entre la llovizna cansada de las luces
siento atrozmente en mi inútil y pobre corazón
suspasos y desdichas
pasearse como un fantasma
por las mejillas lamentables y recelosas de mi rostro
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