Emilio Zola dijo, atizado por la dura existencia que le tocó padecer, que “policías y ladrones son pájaros de la misma especie a diferentes lados de la jaula”. Con el excelente relato“Monos con Metralleta” de Rodolfo Ybarra, el aserto del francés autor de la imperecedera historia de mineros rebeldes titulada Germinal, cobra vigencia y pone sobre el tapete un problema que las series policiales norteamericanas intentan disfrazar mediante la creación de personajes fantásticos.
Seguramente existen policías decentes, que de haberlos hailos, y rateros honestos, que he conocido a varios, como también militan en el gremio putas virginales y vírgenes pervertidas.
Precisamente “Monos con metralleta” es el drama de un policía honesto.Una historia simple, singular y contundente. El Recio es un policía ortodoxo, que según él mismo, es considerado “… un ser implacable, que no perdonaba errores, ni bromas, ni mucho menos indisciplinas, desplantes, exabruptos o faltas de criterio”, el cual, en “el extremo de mi rectitud, delaté a mis propios compañeros de trabajo, sobre todo a los que robaban gasolina de las unidades o a los que se cogían papeles tampones y sellos, y con más razón a los que extorsionaban negocios, coimeaban a taxistas o pedían cupos a los carteristas o pirañas.” Así, con este particular proceder, atípico entre los integrantes de una Institución desprestigiada ante la opinión pública, El Recio se gana la admiración y el respeto de sus superiores y otras autoridades.
El quiebre de la ascendente carrera de El Recio ocurre cuando su mujer, una policía de la patrulla motorizada, noble, responsable y cariñosa, según palabras del propio protagonista, es asesinada alevemente al intervenir motu proprio en un asalto a una entidad bancaria. El Recio se hunde en la depresión y cree enloquecer. Mira y remira el vídeo en donde se ha logrado captar algunas escenas del tiroteo entre policías y ladrones y en el cual ha muerto su valiente esposa. Sólo una pista anima su deseo de venganza: la máscara de mono de uno de los asaltantes ordenando la retirada a sus compinches armados con ametralladoras AKM de uso militar y cubiertos con pasamontañas. El Recio inicia así un meticuloso proceso de estudio de las principales bandas de asaltantes, se ofrece como guachimán de bancos, se involucra en balaceras y asaltos, irrumpe en barrios peligrosos y en penales de alta seguridad, sólo con el fin de volver a ver el rostro del mono con metralleta que él cree es el asesino de su esposa. Mientras tanto, la ciudad es asolada por la banda de asaltantes que la prensa chicha ha bautizado con el original nombre de “Monos con Metralleta” y los medios oportunistas imponen una siniestra moda simiesca, entre la que sobresale El Baile del Mono y la revista Monadas, transformando a la banda de ladrones en poco menos que los artistas del momento.
En Piedras Gordas, “El Rey Momo”, un “taita rankeado”, alerta a El Recio que el simio que busca es de otra selva, advirtiéndole que se cuide de los malos policías. El calvario de El Recio parece llegar a su fin cuando logran identificar las huellas dactilares del líder de los Monos con Metralleta. Se trata de un antiguo lego del Puericultorio Pérez Araníbar llamado Deodato Julca Marín, cuyo perfil de niño bondadoso y joven servicial es relatado al policía por María, una anciana monja que conoce a Deodato desde cuando era un bebé y fue dejado en la puerta del hospicio. La información más saltante que logra extraerle a María es que el probable líder de la banda Monos con Metralleta vive en un asentamiento humano de nombre “Nunca Jamás”.
El final del relato, anunciado casi al principio por El Rey Momo, es desconcertante. El Recio logra capturar al mono con metralleta en su guarida, luego de nutrido tiroteo. Tras escuchar la defensa de la monja María y cuando se preparaba para cobrar venganza, Deodato le ruega que le dispare, pero con el arma que éste usa para los asaltos. Grande es la sorpresa de El Recio al accionar el arma del ladrón, quien le confiesa que roba para dar a los pobres,que usa balas de salva y que quienes han matado a su esposa son sus propios colegas policías. La burbuja de rectitud en la que El Recio se cobijaba explota. Recuerda las palabras del Rey Momo, vuelve a ver las caras de los policías corruptos que ha denunciado y, entonces, preso de un dilema moral empozado, arroja su placa y su arma de fuego. La ciudad ha perdido un policía, pero ha ganado un justiciero que tarde se enteró que poco podía hacer si era fiel al lema del cual se enorgullece la institución: el honor es su divisa.Así, la ironía de Ybarra resulta feroz, despiadada, sin dobleces.
El Recio nos recuerda a cualquiera de los tantos personajes interpretados por el belga Van Damme, el clásico tipo duro, resentido e individualista enfrentando a “los malos” con todas sus fuerzas, pero incapaz de romper con el pensamiento conservador inculcado por el propio sistema que alguna vez le ha cobijado.
La ingenua ortodoxia de El Recio es la que lo llevan al fracaso como integrante de una institución desprestigiada ante la opinión pública. Quizá por eso es difícil prefigurar en el héroe policial de Ybarra al líder que impulse un cambio colectivo a la manera de un Richard Ortega “Rumi Maqui” y sus compañeros Hallasi y Casas, quienes comprendieron que las mal pagadas fuerzas armadas constituyen el único partido político de la burguesía y su principal objetivo es velar por la inamovilidad del estado de las cosas. Esta es la parábola que nos presenta Ybarra en Monos con Metralleta: el dilema moral de un policía enfrentado a su propia institución por proceder de acuerdo a su conciencia.
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