*Una versión de este texto ha sido publicada como prólogo del libro Grimorios de la España cementerio, de Javier Jabato. Bohodón Editores, Madrid España, 2013. http://bohodon.net/publicacion.php?id=353
I
La historia cuenta que, en 1966, cayeron cuatro bombas atómicas en la
playa Palomares de Almería, España. Esas ojivas nucleares cayeron al chocar dos
aviones norteamericanos en plena “guerra fría”, pero nunca explotaron. Más de
cuarenta años después de este hecho y en tiempos en que la carroza del
capitalismo desbocado se precipita a la fosa común de la historia, asistimos a
este hermoso encuentro radioactivo en la explosiva/implosiva poesía de Javier
Jabato: anarquista, cocinero, mesero, baja policía, oficial de construcción
civil, amante de los bajos fondos y del concolón de la historia; y, sobre todo,
hambriento canibalizador de arte, sus derivados transgénicos, y escribidor de
textos que tienen todos los condimentos y especias que saltan de la sartén al
fuego y del fuego al lector.
Sus poemas queman en las manos y en los ojos, son lava ardiente
producto de las vivencias más sórdidas o cotidianas: desde los empleos menos
lisonjeros hasta las catilinarias contra alguna mujer que le ahorró la soledad
y lo dejó varado flotando sobre un colchón mugroso recordando que el amor es
también un perro del infierno –Chinaski dixit– o una estaca en el corazón (de
esto entendía bien Sigfrido, Boris Karloff o el vampiro Béla Lugosi que murió
solo y abandonado). Y el poeta sabe que es Blake, Verlaine, Hölderlin, Rilke, Panero
o César Vallejo. Él es todos los aedas que, en transfusión sanguínea sin
catéter y en completa inmanencia, han guiado su destino a este Grimorios de la España cementerio,
camposanto eterno de la guerra civil, las malvadas falanges, los trastazos de
Franco Bahamonde-Hitler-Musolini-Idi Amin-Zapatero-Los Aliados, etc., y de, cómo
no, todos los caídos en acción directa en la lucha por la dignidad y por ese
mañana que amanece cualquier día y que no tarda en llegar.
Así, su poesía está provista de las retrocargas de los anarquistas, de
las bombas molotov, los quesos rusos y del agit-prop
de los indignados, cuyas voces azotan la vieja Europa, hacen temblar los muros
de Jericó, los castillos dóricos y los palacetes de los jerarcas, los jeques,
los plutócratas y retumban en todas las direcciones de la roseta náutica. Los
ludistas con máquinas y sin ellas, los conspiradores con altavoz y a voz en
cuello, los obreros sin Marx-Engels-Lenin-Trotski-Bakunin-Kropotkin-Mao-Mariátegui-González
Prada-Malatesta-Durruti-Žižek…, los campesinos sin tierra o con tierra en las
manos, los renegados y olvidados homeless
que (des)creyeron en un sistema que se cae a pedazos y que ahora encuentran en
la sobrevivencia la única forma de alcanzar la “felicidad” (así en comillas, o
entre paréntesis), aunque esta se resuma a más crisis, más represión, más guerra
contra las naciones pobres para saquear sus recursos naturales y obligarlos a
vivir de rodillas, a latigazos sobre la espalda pelada frente al club Bilderberg,
el club de Forbes, los Skull and Bones o cualquier club chino de trillonarios.
Mientras tanto, la poesía no puede ser solo palabras bien dichas o
interjecciones de dolor, la poesía no es una isla o antípoda de sí misma. La
poesía es también un arma de combate: dispara a quemarropa a las conciencias o
se convierte en un potente detonante o detonador. Jabato sabe bien, más allá de
Freud, Kant o los alienistas de la pos-posmodernidad, que cualquier palabra que
se diga regresará como un búmeran, como un efecto de rebote, acción-reacción
(segunda ley de Newton), porque, ante la fuerza de la realidad, solo es posible
la aseveración, incluso el silencio o el dejar pasar: “Hace tiempo/hubiera
escrito que/ESPAÑA ES CAÍN/pero/hace tiempo entendí/que/no por escribirlo/o no
escribirlo/dejaría de/serlo”. O sea, (d)enunciamos, pero ya sin mayores
aspiraciones, pero no desde el lugar de la rendición o de las tablas (=), sino
más bien desde su antitético sentido, belleza y lucha por la belleza, porque
como lo dijo Goethe: “terrible es aquel que no tiene nada que perder”. Y ahí
tienen al Unabomber, los hombres bomba de Oriente Medio, los liquidadores de
Chernobyl o de Fukushima y los monges budistas de Nepal convertidos en bonzos
humanos.
II
Hoy, después de tantos siglos, hemos visto que la economía es también feedback, retroalimentación; y esa vieja
idea regurgitada desde el efecto mariposa de “si Europa se resfría, al Tercer Mundo
le da pulmonía” no es más que un lado de la historia, una parte del discurso
que debería incluir al catoblepas o a esa ley hermética: tanto como es arriba
igual es abajo. Ergo, Jabato escribe este libro en Madrid, repleto de sudacas,
marroquíes, eslovenios, polacos, turcos, ucranianos, etc., pero bien lo pudo
escribir desde Buenos Aires, Santiago o Lima, rodeado por miles de migrantes –y
no precisamente turistas–, atraídos por el boom
de una economía acromegálica, formada por capitales golondrinos y las excreciones
del narcoEstado, lugar donde ahora trazo estas palabras casi como si fuera un
acto ilegal, porque el tiempo no nos alcanza ni para cepillarnos los dientes y
ya no somos “seres humanos” u “hombres”, sino “horas-hombre”, PEA (población
económicamente activa) y tenemos que robarle tiempo al sueño, a la esposa o a
los hijos para mantenernos vivos un tiempo más en el mundo del logos, la neomatrix de los que
decodifican al mundo y lo imprimen en papel o lo trazan en las cavernas-fábricas-cocinas-baños-sumideros
del libremercado y su filosofía de globoidiotización y la paz de los
cementerios.
El trabajo se ha convertido en acto de crueldad, las cadenas de los
esclavos se han convertido en las ocho, catorce o dieciséis horas de laburo de
los ilotas modernos: lo vemos en las maquilas de México, Sudamérica, Tailandia,
Corea del sur, Singapur y en todo el resto del Sudeste Asiático, donde se
esclavizan a niños, se doblegan a jóvenes y adultos, y hasta los ancianos son repuestos
en los lugares donde alguna vez se jubilaron para que mueran mientras manejan máquinas
automatizantes casi como si fueran la extensión o las prótesis de sus propios
cuerpos y mientras otros se ceban en el poder y la abundancia y recapitalizan
la plusvalía en nombre de la libertad, el progreso y el orden.
Y es que la base material determina el pensamiento, la estructura condiciona
a la superestructura: la moldea a su imagen y semejanza; y, en un mundo
material, digámoslo de una vez, la poesía se convierte en producto, bien de
consumo fungible, artefacto de uso y cambio, y así como hay cine de
divertimento o carreras profesionales creadas por la burguesía para
justificarse a sí misma como administración de empresa, antropología, economía
o sociología, etc., también hay poesía de divertimento o de juguete, poesía hologramática,
sin alma, que le canta a la perfección de las formas, donde se venera hasta el
orgasmo a la rima, al ritmo y a la métrica, o los neoexperimentos, que casi
siempre son trasnochados retruécanos donde alguien ha descubierto la fórmula de
la pólvora (o la polvorosa), pero cuyo contenido no nos sirve ni para razonar en
la filosofía del caracol o cuestionarnos que no hay ni puede haber poesía sin
sentimientos o poesía sin alma. Y, frente a todo este marasmo y embestida
capitalista en los hábitos, costumbres y creaciones humanas, el estro poético
ha reaccionado de la mejor forma generando una poiesis de clase, underground,
nihilista, ácrata, anarquista, lumpen, postsituacionista, ilegal, ecológica, punk, insumisa, distópica, antisistema, etc.,
como es la poesía de Javier Jabato.
III
Grimorios de la España cementerio es el proteico poemario que nos presenta J. J. luego de sus generosos
textos: Anti Disney tales (2012), Parusía punk (2011, presentado en un bar
subte de Lima, Perú) y Caín o la
literatura del odio (2009). El texto abre como una flor carnívora, con un
texto de uróboros donde la serpiente es el mismo hombre que “reptilíneamente”
se entrega a ese sentimiento que Dante Alighieri denominó el motor de la
historia, una máquina ausente de pájaros “sobre el cadáver del mundo”; pero el
amor de Jabato, alejado del circo hollywoodense o de las telenovelas
latinoamericanas, siempre tiene un resabio amargo, una aureola del Maudits Français o del romanticismo
alemán, y escurre su propia soledad de multitudes, la soledad del que, a pesar
de la vorágine, el espleen y el ruido
infernal de las ciudades, siente que nada lo puede acompañar, que el estar solo
no es una coyuntura o un acto reflejo, sino también decisión u obligación.
Entonces la escritura se convierte en fiel compañera, tanto para ser testigo de
su tiempo (acaso no hizo lo mismo san Juan al escribir el Apocalipsis en la isla de Patmos, u Horacio arengando frente a los
romanos) como para denunciar o sindicar lo que le hiere, le oprime, le repele o
le incomoda.
Jabato ha logrado construir este Grimorios
de la España cementerio al modo clásico, sin capítulos, sin cortapisas,
separaciones ni mayores afeites, casi de un solo aliento; ha apostado por la
poesía en su nivel más alto, monolítico, incandescente, fulminante, radioactivo
y natural. Por eso, la pasión del amor es también la pasión por la resistencia,
el combate cuerpo a cuerpo o la inmolación frente a un sistema que ha hecho metástasis
y que ha encontrado en España a su mejor laboratorio de pruebas clínicas o su
mejor cobayo: Who? No es la crisis es la
propia España. Ergo, ¿qué es España? El mismo Jabato nos da la respuesta: “España
son —y esto no es noventayochismo, derrota, complejo o culpa-/sus camareros sin
contrato/& los fontaneros/& los carpinteros/& los ferrallistas/&
sus cancerberas/bandas/de/gitanos/en las obras/por la noche/agazapadas”. Y es
que España, jalada de los pies por Grecia, simboliza la crisis mundial, pero
también es el escenario natural donde el capitalismo se juega su última carta;
la crisis inmobiliaria y financiera, así como la crisis de los valores humanos
han entrado en una vorágine que quizá arrastre a la sima a toda Europa y a Estados
Unidos como un fallido Colisionador de Hadrones. Solo es cuestión de tiempo,
dicen los críticos más severos. El mercantilismo en su fase más agresiva ha
devenido en su propio enterrador.
Pero no nos alejemos de la irradiación jabatina, el hongo radiotrófico
que nos convoca. El dolor físico es también el dolor de las multitudes
enajenadas, subyugadas. El cansancio y la bastardía del trabajo es la
doblegación en macro de los obreros-esclavos, de la cual Jabato se conduele y reniega
con justa razón, a veces hasta del modo más sublime y menos sutil: todocortatodopinchatodoquema, que quizá
es una expresión común dentro de los que laboran en la cocina o ejercen oficios
al pie del fogón, la hornilla, la olla caliente o el cuchillo afilado picando
tubérculos, haciendo picadillos la vida que se nos escurre de las manos.
El cómo todas estas vivencias se van convirtiendo en poesía nos puede
llevar al cómo un territorio o cuerpo se torna en “radioactivo”, cómo la sola
presencia del logos –y en especial de
este tipo de logos– implica ya una inmanencia,
un deber, un acto políticamente incorrecto. Y así como
esas bombas de Palomares radiaron cincuenta mil metros de tierra y mar, sin
explotar, podemos decir que la poesía de Jabato es peligrosa en sí misma y en muchos sentidos, solo abriendo el libro,
repasando el título u hojeando sus páginas, y no solo en lo ideológico, que, a
fin de cuentas, es el plano ético –el ethos
de la costumbre–, sino en cuanto a formas, donde la estética es un derivado más
de la palabra misma, su belleza como sinónimo de franqueza, honestidad, tan
raros en estos tiempos donde todo atrezzo
y maquillaje para el televisor o las grandes pantallas es la norma: “me
gustaría que me acompañaras/sé que es mucho pedirte/la semana santa de mi pueblo,/a
la nocturna en concreto,/y que vieras alucinada/enteras filas espectrales/avanzando
penosas por la calle Cuesta/y oyeras en la noche/las castañuelas del óbito/y
entendieras así/tantas/y/tantas/cosas mías”.
Y, como sabemos, todo salto cualitativo es también producto de lo
cuantitativo, del “sin luchas no hay victorias”, del “siempre de pie y nunca de
rodillas” y de la suma de todas las experiencias, lecturas y la ejercitación
sobre la materia, su papel transformador, cuyas síntesis se pueden convertir en
arte, sutra o poesía. Lo estamos
viendo.
IV
Este es el imago mundi de Javier Jabato, la palabra
que nos envuelve como una serpiente y nos narra los hechos cotidianos de un
habitante de España, esta nueva España poscarlista con rey borbónico y crisis
económica, con burócratas y nuevos millonarios; con modelos de pasarela y
harapientos, mendigos, mano de obra “no calificada” (o mano de obra sin obra); y,
cómo no, los “parados” –que ya son una clase en sí–, los indignados u olvidados
de Buñuel, el daño colateral que crece como una nube de avispas o langostas
ante la tempestad que se acerca y que ya avizoramos en los rayos catódicos de
los televisores plasma y en las noticias de los periódicos del cochambroso Hearst.
Esta es la España
de alma en pena, con recortes de salarios y subidas de impuestos, con rentas
imposibles, baja de activos, cero inversión, cero consumo, paro, depresión y
huelgas en la espiral deflacionista de Fisher o de, para decirlo en un verbo de
Jabato, españece, mengua, se expolia
y hasta el aire se enrarece, y la poesía brota de la posible ruina como una
dalia o como el ginkgo biloba que
creció fortalecido después de la explosión de Hiroshima: “Toda España/desde Las
Palmas a Gerona/es un cementerio/en el que los turistas fotografían al niño
precadáver,/un cementerio en el que yo duermo sin compañía/sin ti que es lo
mismo/en mi tumba/número 12.771”.
Este es, pues, el
canto redivivo de Jabato y los rapsodas del famoso grito de guerra francés Épater la bourgeoisie, escandalizar a la
burguesía, golpearla en la nariz, hacerla caer de bruces bajo las suelas de
nuestros zapatos, no darle tregua, cortarle la respiración, porque, al fin y al
cabo, los pintores de caballete, los músicos de conservatorio, los dramaturgos
de salón y los poetas de taller se extinguieron para siempre, se hicieron humo,
partículas de Higgs, o se debaten en la lucha esquizofrénica contra el vacío al
modo de los cátaros y los que vivieron como Rómulo y Remo, prendidos a las
ubres secas de una realidad caníbal y panofóbica que ha perdido todo sentido.
Hoy en día el
arte de la miseria ha tomado la posta y se reclama conspirador, insurrecto, independentista,
solidario: “Ojalá/esa felicidad imbécil/esa libertad para acuchillar impunes el
verano/se vea/definitivamente/desnuda/ante/doscientos/trescientos/cuatrocientos/inmigrantes/de
las pateras/desembarcando/desluciendo el sol un tanto/reclamando su parte”. El arte de la miseria no solo empuña su
numen, su genio y su (estar en)
gracia, sino que es testigo de su tiempo y traza sus propias directivas
comprometiéndose, aggiornándonse,
sirviendo intuitivamente a las causas justas y al frente común de desclasados,
porque ahora, ante el derrumbe progresivo de la clase media, lo único que queda
son un puñado de billonarios y siete mil millones de deudores.
Y, de esta manera y no de otra, la
poesía –esta poesía que no es mímesis
fantastiké o “imitación de la naturaleza”, pues, de lo contrario, habría
que arrojarla de La República, de
Platón– se va convirtiendo en un río
cargado de cuerpos vivos, sentimientos, interjecciones, reclamos, metáforas, creatio, esencia y aquiescencia, fuga de
uranio o plutonio purificado, y, sobre todo, esa voz que nos ausculta con su
estetoscopio de Pinard, nos habla al oído, nos susurra los hechos que
sucedieron o sucederán en un futuro que fue ayer como si fuera un oráculo de
Delfos y nos dice a boca de jarro: Grimorios
de la España cementerio.
Me agarro/a mi patria que soy vosotros.
Vigesimoprimera Fiscalía de Lima, Perú
Rodolfo Ybarra
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