Son las nueve de la noche. El matrimonio que
suma entre ambos cónyuges algo más de un siglo, se sienta ceremonioso en torno
a la mesa, acompañado de sus dos hijos veinteañeros. Una mujer mayor, con
delantal y cofia les ha traído una enorme sopera humeante y dos bandejas con
los alimentos sólidos que ha depositado sobre una mesa ovalada como para media
docena de comensales. El señor muy serio, con gafas, vestido como para salir a
la calle empieza una oración, la esposa lo sigue moviendo los labios pero sin
sonoridad. Los hijos Patricio y Aída, también muestran expresión facial
contrita. Señor, gracias por estos alimentos que proporcionas día a día a estos
tus humildes servidores, gracias por tu gran bondad para con nuestra modesta
familia. Va a agregar algo más cuando se siente un ruido como de tormenta. Se
interrumpe la oración, todos levantan la cabeza y se miran sorprendidos.
El hijo trata de calmar a sus padres, no
es nada, el viento que debe haber abierto una ventana, dice, y hace ademán de
levantarse, la madre está a punto de pedirle prudencia cuando entran al comedor
bastante iluminado dos parejas. El hombre de la primera pareja, es alto y
fuerte, saluda con gran vitalidad y enorme sonrisa, ¡Buenas noches, amigos!
Creo que llegamos a tiempo. La muchacha que está a su lado dice entre risas
moderadas, no tenemos mucho apetito, pero es malo irse a la cama sin probar
bocado. El señor los mira atónito, parecía dispuesto a llamarles seriamente la
atención pero ha cambiado de decisión. Los cuatro buscan sitio en la mesa,
descubren en los rincones de la habitación unas sillas, las traen
arrastrándolas y se van sentando en ellas,
un hombre joven, de bigote y mirada que parece una invitación a la
alegría, le dice a su pareja una chica
rubia de rasgos faciales muy finos, tú siéntate en mis rodillas, no será la
primera vez que comas sentada sobre mí, y se ríe.
Al ver que nadie se ha servido, la chica
del hombre alto que llegó primero al comedor se adelanta y se dispone a servir
a todos. No estoy muy acostumbrada a
este reparto de alimentos, pero les prometo hacerlo lo mejor posible. Primero
el jefe de familia, dice con la sopera cogida por sus dos asas. La mujer mayor
con cofia aparece y mira la escena asombrada, se acerca a la muchacha dispuesta
a ser ella la que sirva a todos y nerviosa le dice, yo lo haré señorita. La
muchacha la mira primero fastidiada, luego cambia por una mirada amical, lo
haré yo, así gano experiencia.
Se levanta y sirve al señor, luego a la
señora, a los hijos. La señora que ha estado como alelada desde que entraron
las dos parejas, les pregunta algo cohibida, aunque enseguida se recupera
y muestra su identidad de dueña de casa. ¿Alguien les ha indicado
que vinieran a cenar a nuestra casa? Y adelantándose a lo que va a responder el
hombre alto, como verán la sopa de pescado sí ha alcanzado a dos cucharones por
persona, pero no habrá ni arroz ni bistec para todos. El alto sonriente la
tranquiliza, no se preocupe por eso señora, todo se ve exquisito, si nos gusta
volveremos pronto se lo prometemos.
Los hijos se muestran incómodos y Patricio
parece sentirse obligado a intervenir. Pero lo hace su padre. Señores,
desearíamos que antes de probar nuestra humilde cena tuvieran la bondad de
identificarse. Es de buena educación que quienes vienen de fuera comuniquen los
motivos que los han traído a esta casa y den a conoce sus nombres. La mujer de
la cofia se mantiene como una estatua detrás de la chica morena que ha servido
la sopa. Toma la palabra el hombre que tiene a su pareja sobre las rodillas,
invitación ninguna, elegimos esta casa por su agradable fachada y el farolito
que ilumina el jardín nos resultó
atractivo y nada más. Y ahora que conocemos a toda la familia nos gusta más. Y
agradeceremos muy sinceramente a la dama, mira hacia la de la cofia, por su
maravilloso buen gusto para cocinar.
El hombre alto se pone de pie, se sitúa
delante de la de la cofia y la besa en las mejillas, gracias noble dama, le
dice reverencial a toda voz y vuelve a
su sitio. El caballero de la casa que no ha probado la sopa de pescado, se pone
de pie muy enérgico, aunque al avanzar hacia los visitantes sus pasos van
siendo trastabillantes, no obstante mantiene un tono de voz firme. Señores,
pueden comer tranquilos, pero les agradeceré que al terminar se despidan y no
nos hagan más visitas. El alto lo mira como si el señor hubiese hablado como un
cómico, sonríe, no contesta inmediatamente y al terminar la sopa se dispone a dar
respuesta, pero se ve interrumpido por Patricio que ha estado conteniéndose
para pedirles en términos exaltados que se vayan de su casa.
Creo que ya está bien de impertinencias. No
he visto cómo ha quedado la ventana, seguramente deben haber roto cristales por
la forma violenta como han entrado, tal vez eso se pueda perdonar, pero que nos
invadan de esta manera es intolerable. La hija que parecía muy modosa colabora
con su hermano. Es una grosería entrar a una casa desconocida y actuar como si
les perteneciera, yo les pediría que se vayan inmediatamente. Los cuatro
invasores se miran entre si sonrientes y miran uno a uno a los dueños de casa.
La palomita nos bota de su casa, dice el que tiene a su pareja sobre las
rodillas. Y el alto con su vozarrón agrega: Qué falta de solidaridad, palomita,
somos seres pacíficos, no asaltantes.
El dueño de casa cree tener la solución,
siendo tolerante y utilizando buenas maneras, terminan de cenar y salen
educadamente de esta casa, y por favor esta será la primera y última vez que se
sientan a nuestra mesa. Habla el alto, que se ha servido un bistec con arroz
blanco. Es muy temprano para abandonar este amable hogar, además les hacemos
saber que esta noche no tenemos techo, lo hemos cedido a unas personas que deambulaban
por la calle temblando de frío. Suponemos que no querrán que nosotros durmamos
a la intemperie. La hija interviene muy molesta, eso no es de nuestra
incumbencia. Quien no ha sido previsor y sobre todo buen trabajador se
encuentra en esta situación. En esta ciudad hay refugios para los que no tienen
cama, pueden ir a uno de ellos.
El de la chica en
las rodillas interviene sin enfado ninguno, esos lugares tienen un enorme
inconveniente, no nos admiten a los cuatro juntos, son de esos bellacos moralistas
que señalan: muchachas en un sitio y hombres en otro, y nosotros no
acostumbramos separarnos de noche. El alto parece continuar la respuesta de su
amigo, y además hay que pagar, ese es el aspecto más triste, la gente no se
cansa de cobrar. Y otra cosa, creo que las camas de esta casa son más blandas
que la de esos alojamientos llenos de pulgas. El señor que no se ha sentado y
sigue de pie, les increpa, señores esos problemas son muy personales y no
tenemos por qué conocerlos y menos compartirlos. Como ya les he dicho, terminen
de cenar tranquilamente y desalojen mi casa.
La chica sentada sobre las rodillas, sonriente como si fuera a contar una
historieta cómica les recuerda, hace muchos años en la antigua Grecia, un
pensador escribió que por las calles
debería correr un río de sopa de nabos y patatas, y que todo el que quisiera se
pudiera servir. La otra muchacha cogiendo el relevo de su amiga. Qué delicia, por mi que también hubiera un
río de miel, con lo que me gusta el dulce. Patricio el hijo mayor rompe la
delicia del cuento fantástico de las chicas con voz áspera, vayan a esa Grecia
de hace siglos, pero ya, ¡inmediatamente, joder! aquí está demás!. Aída no se
queda atrás, ¡Qué están esperando para irse al carajo! Los padres de la chica
se ruborizan por la palabrota que ha soltado la hija. Lo hemos pensado, le
replica el alto que aún engulle el bistec que le ha quitado a su pareja, pero
no hay ni aviones, ni barcos, ni trenes que hagan ese viaje.
La señora de casa, hierática, claro que no
se vuelve al pasado, pero sí se pueden ir a la calle y buscarse otro lugar para
dormir. La mujer de cofia ha desaparecido pero nadie la echa de menos. El alto
saca del bolsillo un rondín y anuncia, los entretendré tocando música ligera.
No, no, dice el dueño de casa, vayan a la calle a tocar lo que quieran. El alto
no hace caso y empieza a tocar una vieja rumba, el de las rodillas y su pareja
se levantan para bailar en torno al
músico, y la chica morena le hace una seña a Patricio para bailar con él, pero
el hijo no se digna mirarla. Al terminar los cuatro aplauden. La chica rubia le
dice al que parece su novio,
como están tan enfurruñados tal vez sea necesario darles esos papelotes
mugrientos que a nosotros nos persiguen pero no nos gustan. El de las rodillas
se alza de hombros, mete la mano al bolsillo y saca una bola malformada de
billetes que pone sobre la mesa.
La primera expresión de dureza que empieza a
ablandarse es la de Patricio, luego la de la señora de casa. El hombre alto
mira el dinero con desprecio y les dice mirando a todos, lo que nos ha costado
reunirlo. El dueño de casa no abre la boca ha quedado estupefacto. Sólo Aída
manteniendo una mirada despreciativa, les llama la atención a los impertinentes
visitantes, llévense esos billetes fétidos, huelen horrorosamente. El
matrimonio mira a la chica como queriendo corregir sus palabras. Utilizaremos
otros métodos anuncia el alto y saca del bolsillo una pistola. ¡Los cuatro
arrodillarse! Los padres con la indignación en el rostro y temblando empiezan a
cumplir con el mandato aunque lentamente. Patricio como si no tuviera otra
alternativa, también acepta la orden del alto. Sólo Aída se mantiene en su
sitio, aunque muestra indecisión. El alto la insta a obedecer con voz áspera.
¿Qué esperas palomita, quieres que te arrodille tirándote de los pelos?
En el momento en que la chica parece ceder
suena un timbre que sorprende a todos. La mujer de la cofia sale del interior y
corre a abrir la puerta. Las dos parejas se miran entre sí y dando la sensación
de disponerse a salir de la casa. Dos guardias uniformados entran en el
comedor marciales y con expresiones de
ira en el rostro. ¡Contra la pared los asaltantes! Dice con autoridad uno de
ellos apuntándolos con su pistola. El cuarteto no muestra ánimo de
sumisión. ¿Han causado estropicios?
Pregunta el otro a los dueños de casa que se han levantado con dificultad
ayudándose unos a otros. El señor farfulla algo, la señora vuelve a mostrase
hierática, Patricio quiere tomar la palabra pero no le sale voz, sólo la chica
dice: nos han amargado la cena, han desgarrado nuestra intimidad.
Las
miradas de los dueños de casa sobre la sucia pelota de billetes delatan
sobre todo ambición, y en el caso de Aída ambición y duda. Los uniformados con
voces agrias y estridentes demandan a los asaltantes, que no se han colocado
cara a la pared, que empiecen a salir hacia la calle ordenadamente uno detrás
de otro. El guardia de la pistola pregunta con rudeza señalando la bola de
billetes: ¿de quien es esto? Los dueños de casa parecen dispuestos a reclamar
propiedad sobre esa esfera inmunda. Las dos parejas empiezan a salir de la casa
lentamente sin huellas de miedo ni ningún gesto de desagrado. Se oye en ese
momento la voz muy sonora del hombre alto que los de casa toman como burla y
muestran expresiones de desagrado, gracias por la cena, dejamos esa pelotita
como recuerdo. Avanza hacia la doncella, la abraza, eres una cocinera
estupenda, pero tienes malas costumbres, la mujer está como petrificada.
La chica rubia también se escapa de la
custodia policial y besa al señor de casa y luego a uno de los guardias que
aborta una sonrisa y pone cara de repugnancia, los otros componentes del
cuarteto invasor celebran con risas ese comportamiento en el momento en que llega
tercer guardia. Uno de los vigilantes se dispone a interrogar a los dueños de casa, el otro
lleva detenidos a las dos parejas amenazándolos con su arma. El tercero mira
los billetes con curiosidad por un instante Todos parecen olvidarse del dinero
abandonado. Como si una rauda ráfaga de repudio al símbolo del poder les
recorriera.
Todo cambia en un instante, se volatiliza la
ráfaga, sólo quedan otras pasiones. Sigilosamente los de casa se van acercando
a la sucia redondez sin atreverse a tocarlos, parece que miraran una luz
misteriosa. El señor es el primero que alarga la mano y como queriendo
acariciar la pelota de billetes, en el preciso momento que uno de los guardias
vuelve de la calle, va directo hacia el objeto tan observado, lo levanta con movimiento
maquinal y sale prestamente diciendo sólo, buenas noches, me llevo la prueba
del delito. Y sale muy orondo.
Aquí pueden encontrar una importante entrevista al autor del cuento:
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