jueves, 22 de mayo de 2014

"CENA PARA OCHO". CUENTO INÉDITO DE CARLOS MENESES

                                       




  Son las nueve de la noche. El matrimonio que suma entre ambos cónyuges algo más de un siglo, se sienta ceremonioso en torno a la mesa, acompañado de sus dos hijos veinteañeros. Una mujer mayor, con delantal y cofia les ha traído una enorme sopera humeante y dos bandejas con los alimentos sólidos que ha depositado sobre una mesa ovalada como para media docena de comensales. El señor muy serio, con gafas, vestido como para salir a la calle empieza una oración, la esposa lo sigue moviendo los labios pero sin sonoridad. Los hijos Patricio y Aída, también muestran expresión facial contrita. Señor, gracias por estos alimentos que proporcionas día a día a estos tus humildes servidores, gracias por tu gran bondad para con nuestra modesta familia. Va a agregar algo más cuando se siente un ruido como de tormenta. Se interrumpe la oración, todos levantan la cabeza y se miran sorprendidos.

     El hijo trata de calmar a sus padres, no es nada, el viento que debe haber abierto una ventana, dice, y hace ademán de levantarse, la madre está a punto de pedirle prudencia cuando entran al comedor bastante iluminado dos parejas. El hombre de la primera pareja, es alto y fuerte, saluda con gran vitalidad y enorme sonrisa, ¡Buenas noches, amigos! Creo que llegamos a tiempo. La muchacha que está a su lado dice entre risas moderadas, no tenemos mucho apetito, pero es malo irse a la cama sin probar bocado. El señor los mira atónito, parecía dispuesto a llamarles seriamente la atención pero ha cambiado de decisión. Los cuatro buscan sitio en la mesa, descubren en los rincones de la habitación unas sillas, las traen arrastrándolas y se van sentando en ellas,  un hombre joven, de bigote y mirada que parece una invitación a la alegría,  le dice a su pareja una chica rubia de rasgos faciales muy finos, tú siéntate en mis rodillas, no será la primera vez que comas sentada sobre mí, y se ríe.

     Al ver que nadie se ha servido, la chica del hombre alto que llegó primero al comedor se adelanta y se dispone a servir a todos.  No estoy muy acostumbrada a este reparto de alimentos, pero les prometo hacerlo lo mejor posible. Primero el jefe de familia, dice con la sopera cogida por sus dos asas. La mujer mayor con cofia aparece y mira la escena asombrada, se acerca a la muchacha dispuesta a ser ella la que sirva a todos y nerviosa le dice, yo lo haré señorita. La muchacha la mira primero fastidiada, luego cambia por una mirada amical, lo haré yo, así gano experiencia.

   Se levanta y sirve al señor, luego a la señora, a los hijos. La señora que ha estado como alelada desde que entraron las dos parejas, les pregunta algo cohibida, aunque enseguida se recupera y  muestra su identidad  de dueña de casa. ¿Alguien les ha indicado que vinieran a cenar a nuestra casa? Y adelantándose a lo que va a responder el hombre alto, como verán la sopa de pescado sí ha alcanzado a dos cucharones por persona, pero no habrá ni arroz ni bistec para todos. El alto sonriente la tranquiliza, no se preocupe por eso señora, todo se ve exquisito, si nos gusta volveremos pronto se lo prometemos.

     Los hijos se muestran incómodos y Patricio parece sentirse obligado a intervenir. Pero lo hace su padre. Señores, desearíamos que antes de probar nuestra humilde cena tuvieran la bondad de identificarse. Es de buena educación que quienes vienen de fuera comuniquen los motivos que los han traído a esta casa y den a conoce sus nombres. La mujer de la cofia se mantiene como una estatua detrás de la chica morena que ha servido la sopa. Toma la palabra el hombre que tiene a su pareja sobre las rodillas, invitación ninguna, elegimos esta casa por su agradable fachada y el farolito que ilumina el jardín  nos resultó atractivo y nada más. Y ahora que conocemos a toda la familia nos gusta más. Y agradeceremos muy sinceramente a la dama, mira hacia la de la cofia, por su maravilloso buen gusto para cocinar.

    El hombre alto se pone de pie, se sitúa delante de la de la cofia y la besa en las mejillas, gracias noble dama, le dice  reverencial a toda voz y vuelve a su sitio. El caballero de la casa que no ha probado la sopa de pescado, se pone de pie muy enérgico, aunque al avanzar hacia los visitantes sus pasos van siendo trastabillantes, no obstante mantiene un tono de voz firme. Señores, pueden comer tranquilos, pero les agradeceré que al terminar se despidan y no nos hagan más visitas. El alto lo mira como si el señor hubiese hablado como un cómico, sonríe, no contesta inmediatamente y al terminar la sopa se dispone a dar respuesta, pero se ve interrumpido por Patricio que ha estado conteniéndose para pedirles en términos exaltados que se vayan de su casa.

    Creo que ya está bien de impertinencias. No he visto cómo ha quedado la ventana, seguramente deben haber roto cristales por la forma violenta como han entrado, tal vez eso se pueda perdonar, pero que nos invadan de esta manera es intolerable. La hija que parecía muy modosa colabora con su hermano. Es una grosería entrar a una casa desconocida y actuar como si les perteneciera, yo les pediría que se vayan inmediatamente. Los cuatro invasores se miran entre si sonrientes y miran uno a uno a los dueños de casa. La palomita nos bota de su casa, dice el que tiene a su pareja sobre las rodillas. Y el alto con su vozarrón agrega: Qué falta de solidaridad, palomita, somos seres pacíficos, no asaltantes.

    El dueño de casa cree tener la solución, siendo tolerante y utilizando buenas maneras, terminan de cenar y salen educadamente de esta casa, y por favor esta será la primera y última vez que se sientan a nuestra mesa. Habla el alto, que se ha servido un bistec con arroz blanco. Es muy temprano para abandonar este amable hogar, además les hacemos saber que esta noche no tenemos techo, lo hemos cedido a unas personas que deambulaban por la calle temblando de frío. Suponemos que no querrán que nosotros durmamos a la intemperie. La hija interviene muy molesta, eso no es de nuestra incumbencia. Quien no ha sido previsor y sobre todo buen trabajador se encuentra en esta situación. En esta ciudad hay refugios para los que no tienen cama, pueden ir a uno de ellos.

El de la chica en las rodillas interviene sin enfado ninguno, esos lugares tienen un enorme inconveniente, no nos admiten a los cuatro juntos, son de esos bellacos moralistas que señalan: muchachas en un sitio y hombres en otro, y nosotros no acostumbramos separarnos de noche. El alto parece continuar la respuesta de su amigo, y además hay que pagar, ese es el aspecto más triste, la gente no se cansa de cobrar. Y otra cosa, creo que las camas de esta casa son más blandas que la de esos alojamientos llenos de pulgas. El señor que no se ha sentado y sigue de pie, les increpa, señores esos problemas son muy personales y no tenemos por qué conocerlos y menos compartirlos. Como ya les he dicho, terminen de cenar tranquilamente y desalojen mi casa.

    La chica sentada sobre las rodillas,  sonriente como si fuera a contar una historieta cómica les recuerda, hace muchos años en la antigua Grecia, un pensador escribió que por las  calles debería correr un río de sopa de nabos y patatas, y que todo el que quisiera se pudiera servir. La otra muchacha cogiendo el relevo de su amiga.  Qué delicia, por mi que también hubiera un río de miel, con lo que me gusta el dulce. Patricio el hijo mayor rompe la delicia del cuento fantástico de las chicas con voz áspera, vayan a esa Grecia de hace siglos, pero ya, ¡inmediatamente, joder! aquí está demás!. Aída no se queda atrás, ¡Qué están esperando para irse al carajo! Los padres de la chica se ruborizan por la palabrota que ha soltado la hija. Lo hemos pensado, le replica el alto que aún engulle el bistec que le ha quitado a su pareja, pero no hay ni aviones, ni barcos, ni trenes que hagan ese viaje.

   La señora de casa, hierática, claro que no se vuelve al pasado, pero sí se pueden ir a la calle y buscarse otro lugar para dormir. La mujer de cofia ha desaparecido pero nadie la echa de menos. El alto saca del bolsillo un rondín y anuncia, los entretendré tocando música ligera. No, no, dice el dueño de casa, vayan a la calle a tocar lo que quieran. El alto no hace caso y empieza a tocar una vieja rumba, el de las rodillas y su pareja se levantan  para bailar en torno al músico, y la chica morena le hace una seña a Patricio para bailar con él, pero el hijo no se digna mirarla. Al terminar los cuatro aplauden. La chica rubia le dice al            que parece su novio, como están tan enfurruñados tal vez sea necesario darles esos papelotes mugrientos que a nosotros nos persiguen pero no nos gustan. El de las rodillas se alza de hombros, mete la mano al bolsillo y saca una bola malformada de billetes que pone sobre la mesa.

   La primera expresión de dureza que empieza a ablandarse es la de Patricio, luego la de la señora de casa. El hombre alto mira el dinero con desprecio y les dice mirando a todos, lo que nos ha costado reunirlo. El dueño de casa no abre la boca ha quedado estupefacto. Sólo Aída manteniendo una mirada despreciativa, les llama la atención a los impertinentes visitantes, llévense esos billetes fétidos, huelen horrorosamente. El matrimonio mira a la chica como queriendo corregir sus palabras. Utilizaremos otros métodos anuncia el alto y saca del bolsillo una pistola. ¡Los cuatro arrodillarse! Los padres con la indignación en el rostro y temblando empiezan a cumplir con el mandato aunque lentamente. Patricio como si no tuviera otra alternativa, también acepta la orden del alto. Sólo Aída se mantiene en su sitio, aunque muestra indecisión. El alto la insta a obedecer con voz áspera. ¿Qué esperas palomita, quieres que te arrodille tirándote de los pelos?

    En el momento en que la chica parece ceder suena un timbre que sorprende a todos. La mujer de la cofia sale del interior y corre a abrir la puerta. Las dos parejas se miran entre sí y dando la sensación de disponerse a salir de la casa. Dos guardias uniformados entran en el comedor  marciales y con expresiones de ira en el rostro. ¡Contra la pared los asaltantes! Dice con autoridad uno de ellos apuntándolos con su pistola. El cuarteto no muestra ánimo de sumisión.  ¿Han causado estropicios? Pregunta el otro a los dueños de casa que se han levantado con dificultad ayudándose unos a otros. El señor farfulla algo, la señora vuelve a mostrase hierática, Patricio quiere tomar la palabra pero no le sale voz, sólo la chica dice: nos han amargado la cena, han desgarrado nuestra intimidad.

   Las  miradas de los dueños de casa sobre la sucia pelota de billetes delatan sobre todo ambición, y en el caso de Aída ambición y duda. Los uniformados con voces agrias y estridentes demandan a los asaltantes, que no se han colocado cara a la pared, que empiecen a salir hacia la calle ordenadamente uno detrás de otro. El guardia de la pistola pregunta con rudeza señalando la bola de billetes: ¿de quien es esto? Los dueños de casa parecen dispuestos a reclamar propiedad sobre esa esfera inmunda. Las dos parejas empiezan a salir de la casa lentamente sin huellas de miedo ni ningún gesto de desagrado. Se oye en ese momento la voz muy sonora del hombre alto que los de casa toman como burla y muestran expresiones de desagrado, gracias por la cena, dejamos esa pelotita como recuerdo. Avanza hacia la doncella, la abraza, eres una cocinera estupenda, pero tienes malas costumbres, la mujer está como petrificada.

    La chica rubia también se escapa de la custodia policial y besa al señor de casa y luego a uno de los guardias que aborta una sonrisa y pone cara de repugnancia, los otros componentes del cuarteto invasor celebran con risas ese comportamiento en el momento en que llega tercer guardia. Uno de los vigilantes se dispone a  interrogar a los dueños de casa, el otro lleva detenidos a las dos parejas amenazándolos con su arma. El tercero mira los billetes con curiosidad por un instante Todos parecen olvidarse del dinero abandonado. Como si una rauda ráfaga de repudio al símbolo del poder les recorriera.

  Todo cambia en un instante, se volatiliza la ráfaga, sólo quedan otras pasiones. Sigilosamente los de casa se van acercando a la sucia redondez sin atreverse a tocarlos, parece que miraran una luz misteriosa. El señor es el primero que alarga la mano y como queriendo acariciar la pelota de billetes, en el preciso momento que uno de los guardias vuelve de la calle, va directo hacia el objeto tan observado, lo levanta con movimiento maquinal y sale prestamente diciendo sólo, buenas noches, me llevo la prueba del delito. Y sale muy orondo.



Aquí pueden encontrar una importante entrevista al autor del cuento:

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