domingo, 30 de octubre de 2011

ENTREVISTA A REYNALDO JIMÉNEZ

La luz se halla en su cenit, en la cola del Grifo, aquel monstruoso ser mitológico que devora y es devorado. Profanado y vuelto a restituir. Integrado y reintegrado. Grano y muela. Universo y partícula. Cuerpo y mano. Manopla que golpea. Escudo y peto. Lanza de Longines entrando por el costado. Circunvolución de Silvio, Cisura de Rolando (control del habla). 

Solo el que se atreve alcanzará la ceguera del vidente, del que entrega la palabra con sonidos de ambulancia o estridencias de estadios o establos o lo que fuera que ebulliciona en el auricular o en lo que los físicos barrocos llamaban “éter”, interespacios, zonas rígidas o de tolerancia cero, daño colateral.

La invitación quedó hecha casi como una trampa u ofrecimiento sagrado para atrapar al cuásar, al aerolito de pensamiento que pasa fugaz sin dejarnos su vestigio, su aureola de fuego que ralentiza como cabellera de fuego. Y todo es realidad retiniana, fulgor del sol en sus explosiones atómicas, sombra que crece detrás de la espalda del que se va o del que regresa para irse. Estar sin estar. Movimiento y estática. Elucubración desaforada. Vademécum que se deshilacha y se deshoja o se reimprime a fuerza de insistir en la idea, la misma que se quedó viajando entre el punto "a" y el punto "b".

“Inestable” fue el lugar. Inestable como un mar o como un animal nervioso o como una piedra que se estrella contra el parabrisas del canon perpetuo té ígitur-paternóster.

La poesía cedió sus espacios (y gravitó como vimana) en una calle, pub, recinto, mundos extraños donde nos encontramos para hablar –entre otras cosas– del Sino.

Aquí lo (no) programático:






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