El novelista Rafael Inocente me envía el discurso leído en la Universidad Nacional Agraria La Molina en una conferencia sobre literatura. El auditorio estuvo abarrotado de jóvenes estudiantes y de profesores que hicieron una pausa en sus quehaceres para escuchar al novelista.
Están servidos.
Buenas tardes
Mi nombre es Rafael Inocente. Celebro esta reunión, pero debo decir que no deja de sorprenderme: sumergido como estoy ahora en la creación de ficciones y en la prisa del trabajo diario, había olvidado que la Agraria tenía también una facultad de humanidades. Hace dos años aproximadamente publiqué la novela La Ciudad de los Culpables. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces. Se me ha acusado de incendiario y de cuando en vez encuentro algún colega despistado que enterado de mi oficio literario, lanza la estocada, pero ¿qué hace un ingeniero zootecnista metido a escritor? No es mi caso, pero recuerdo a un condiscípulo de la facultad que a finales de la carrera peroraba con amargura, oe, cuñadito, después de siete años de estudiar zootecnia me he dado cuenta que las vacas me llegan al chómpiras y que la zootecnia hace sufrir a los animalitos: el condiscípulo es ahora un connotado líder Hare Krishna, vegetariano estricto y una efigie en tamaño natural del Dalai Lama preside su dormitorio. Por mi parte, hoy puedo decir que estos dos aspectos de mi vida, la zootecnia, la investigación y el trabajo con animales —pero animales de verdad, esos que sienten y sufren como nosotros, no aquellos que se maquillan, juegan fútbol y además, hablan— tanto como la literatura forman parte indesligable de mi vida y ambas son complementarias.
Hacia el 2001 ocurrió en Francia un público intercambio de palabras entre dos ingenieros, a propósito del Premio Goncourt. Uno era un octogenario que intentó cambiar las bases de la novelística francesa (desechando la estructura, los personajes y la trama, apostando por la objetividad fría e impersonal), Alain Robe-Grillet, y el otro, quizá el novelista francés más engreído de los últimos tiempos, Michel Houllebecq. El primero le increpaba al segundo su medianía y su desesperación ante la inminencia de la obtención del premio literario francés más importante, mientras que éste, acusado de islamófobo y pornógrafo, sonreía tranquilo y amoral, exactamente como le han satanizado. Al final, ninguno de los dos ingenieros, a la sazón, agrónomos, ganó el más comercial de los premios franceses, que recayó en manos de un autor de Gallimard. Huelga decir que ambos literatos pertenecientes a distintas generaciones ejercieron la agronomía antes de dedicarse a la literatura.
Es que esa tradición de que para escribir hay que necesariamente provenir de las canteras de la literatura académica es un mito reciente, originado quizá a finales del s. XIX. Dostoievsky era ingeniero así como lo fueron Robert Musil, Juan Benet y Boris Vian; Mark Twain trabajó como minero y como piloto de embarcaciones de río; Herman Melville se ganó la vida como marinero, arponero de ballenas y viajero incansable por zonas remotas; Conrad fue también marinero, traficante de armas y aventurero tenaz; Cervantes fue soldado, hidalgo y pobre, como soldado combatió por el Imperio Español en contra de los turcos, fue hecho prisionero y esclavizado y no fue a las galeras por ser manco; este contacto tan directo y crudo con la vida misma les permitió no sólo ganarse el pan, además les sirvió para conocer el mundo real desde una aproximación diferente, les permitió observar distintos personajes y vivir múltiples circunstancias que luego plasmarían en sus obras, enriqueciendo su visión del mundo con un quehacer paralelo al solitario oficio de escribir. Como protagonistas de novelas, poemas y cuentos, ingenieros abundan en la literatura. Desde los de caminos, hasta los navales pasando por civiles y agrimensores. Machado, Galdós, Marañón y García Lorca; Zola, Balzac, Verne, Pessoa y Valery, se ocupan de los ingenieros en sus obras, sea para alabarlos o denostarlos.
Entonces, ¿por qué los ingenieros en general se han hecho de esa fama injusta de saber sólo de cálculos y logaritmos, de abrir canales y de engordar pollos, en suma, de sacar la pistola apenas oyen mentar la palabra cultura?
Cuando en los ochenta ingresé a Biología, la Agraria aún tenía pese a todo una residencia para alumnos de provincia. Digo pese a todo porque la Agraria no se caracterizó precisamente por ser una universidad democrática y en la década de los ochenta, cuando yo ingresé, lejano estaba el recuerdo del magisterio de los siete años de Arguedas (1962-1969), pero no la crisis universitaria que se prolonga hasta nuestros días y la violencia ejercida en contra de los estudiantes que en aquellos años alcanzaría millares de detenidos desaparecidos. En predios molineros en los años ochenta era común ver presumidos que el lunes venían a estudiar en un Volvo, el martes en un Mercedes, el miércoles en una off road rugiente, el jueves en una Kawasaki y el viernes se disfrazaban de deportistas y llegaban en una montañera de aluminio de 3 mil cocos. Eran pitucos-deporte que concurrían al Gustavo’s, un antrito de expendio de viandas y bebidas, pues estos despreciaban olímpicamente el comedor universitario. Mientras esto ocurría en el sector oeste del campus universitario, en el sector este, otro grupo marchaba pancartas en mano y arengas en boca, exigiendo por mejoras en la infraestructura, por el mantenimiento de la residencia universitaria, por la calidad del menú, en fin, exigiendo que se eche a aquél profesor corrupto, a aquél decano prevaricador o por mayor representatividad en el tercio estudiantil. Era el año 88. Vargas Llosa y el movimiento Libertad tenían cientos de acólitos en la Agraria, el Comando Rodrigo Franco había sembrado decenas de soplones en la universidad y con dos amigos de aquella época, Nacho García-Godos (un brillante científico peruano especialista en mamíferos marinos) y Daniel Vecco (ingeniero agrónomo doctorado en Cuba, hoy afincado en la Amazonía), discutíamos sobre el carácter de la sociedad peruana y sobre la alternativa de cambio. Los pitucos agrupados en el MO al cuadrado (MOMO, movimiento molinero) en mancha gritaban libertad, libertad, libertad, haciéndole coro a Varguitas y andaban con paralizer en el cinto, temerosos de lo que ellos llamaban los terrucos, denominación en la cual englobaban a los anarquistas, socialistas, izquierdistas, etc. Por aquellas épocas un grupo de candidatos a ingenieros, lectores flojos de poesía pero de actitudes tan poéticas para aquellos días, editábamos un periódico mural a la salida del comedor universitario cuyo título parafraseaba a los anarquistas decimonónicos, La Protesta, el cual fue destrozado repetidas veces por aquellos a quienes se fustigaba. Recuerdo a dos profesores, Hurtado de Mendoza y Ramírez Germany, a quienes muchos considerábamos herederos del suicidado Arguedas, que bregaban por elevar el nivel de los alumnos, que no sólo los exámenes y las notas servían para ser humanos. Hoy, y es una lástima decirlo, la gran mayoría de universidades nacionales —la UNI, UNALM, UNELC— se han convertido en politécnicos. No se estudia ciencias ni matemáticas: se estudia para aprobar, para figurar en el tercio superior, para “aplicar” a becas en el extranjero o transnacionales ávidas de talento sudamericano y se transfieren paquetes técnicos de los países ricos, porque a los poderosos embrutecidos de nuestra patria, la investigación y la ciencia les importan tanto como la literatura. El humanismo ya no sirve para nada. Es un estorbo en la vida del estudiante candidato a empleado del mes.
Entonces, ¿dónde queda la literatura? ¿Por qué literatura, más aún en una universidad mutada en politécnico? Pues simplemente porque la literatura al penetrar en las vidas de individuos concretos, al viviseccionarlos y hundirles el escalpelo hasta lo más profundo del alma permite que a través de ellos podamos atisbar qué hace que un ser humano destruya sin misericordia a otro ser humano.
Reformulo la pregunta, ¿Podemos esperar algo de la literatura en los actuales momentos de globalización capitalista? Pues siento decirles que en las actuales circunstancias de globoidiotización POCO HAY QUE ESPERAR DE LA LITERATURA. La literatura, ahora, es una mercadería como cualquier otra. Un automóvil del año, un reloj caro, un celular con cámara, un pantalón de marca, un par de zapatillas importadas, un desodorante en spray en algún anaquel de Metro…
Intento explicarme: la literatura en sus momentos más dichosos era un campo de expresión, contienda y conocimiento de lo humano, era un campo de exploración de las posibilidades del hombre. Para que esto sea así, obviamente resulta imprescindible que haya una sociedad que lo necesite y reclame. Pero el capitalismo y su mentor más aguerrido, el liberalismo, se sostienen sobre la represión sistemática y el interesado desconocimiento de lo humano en aras del economicismo aberrante. La narcosis generalizada en lo que esto se traduce genera seres robotizados y un descenso del nivel mental de la población que no sólo NO ACEPTA lo que la literatura transmitía en épocas anteriores, si no que se DEFIENDE activamente del arte a través de la represión, la asimilación, pero sobre todo la producción y la difusión masiva de arte prostituido: falsificaciones y sucedáneos de la industria editorial global.
A estas alturas, qué solos se sentirían Arguedas y Scorza, ese Scorza que murió convencido que la gran literatura nacía de la hirviente realidad y era un arma de combate, ese Scorza que antes de morir afirmó que si en el mundo existen cuatro estaciones, en los Andes existen cinco: primavera, verano, otoño, invierno y masacre. O ese Arguedas que optó por el suicidio, cuando ya los popes lo habían sentenciado. Arguedas, Scorza, Alegría, Vallejo, Adán, Mariátegui, Romualdo, tantos más, son hoy ilustres desconocidos. En los colegios y en las universidades los futuros profesionales leen con fruición y deleite a Coelho, Bayly y la tía Rowling. Ayer no más preguntaba a mis compañeros de maestría, si conocían a Arguedas. Ninguno supo responderme. El desconcierto y cierta incomodidad en sus rostros me obligaron al silencio. Ignoraban totalmente la obra de quien haya sido tal vez el más grande novelista que parió esta tierra. Peor todavía, se ufanaban de ello, amparándose en la formación ingenieril: somos ingenieros, decían, no literatos. La Universidad Agraria, que nació como escuela de agronomía para que los hijos de los hacendados tengan mejores criterios técnicos para esquilmar al campesino, esa universidad de la que emergió cual reptil insaciable el ladrón y genocida Kenya Fujimori, pero que albergó a la vez al grande y atormentado José María Arguedas Altamirano, cuyo suicidio ocurriría una tarde de un 28 de noviembre de hace cuarenta años frente al espejo de un solitario baño de la facultad de sociología, tiene como lema quiero cultivar al hombre y al campo. Si queremos cultivar al hombre y al campo debemos primero recuperar el corazón del hombre, si no la universidad seguirá expulsando técnicos prestos a desenfundar la pistola apenas escuchen la palabra cultura y quién sabe tal vez a nuevos fujimoris y muchedumbres estólidas que con su silencio obsceno consientan tiranías.
Rafael Inocente
Noviembre 2009