FICCIÓN
Carlotta Renchiffo es una vieja estrogénica a la que nadie hace caso. De joven intentó ser escritora y se metió a un tallercito literatoso de una amiga que cree en las mariposas (más bien polillas) y en los sanguches de pavo; ahí, entre el papelerío higiénico, el tisú, la lima para uñas y las ideas fronterizas, se encontró con Ivanovna Taillería, otra vieja apitucada con problemas de dicción y frigidez crónica, que escribió un par de libros obtusos sobre la grasa abdominal de los hombres casados y sobre el retardo de la menopausia (texto al que un crítico oligofrénico ha tenido a mal ubicar como uno de los más importantes de la década ¿¿??). De esta forma, Carlotta, la incomprendida, la marginada por su propia torpeza y su cerebro con gibas y corcovas, garrapateaba, sin mayor suerte, algunas partituras literarias: primero intentó ser poeta, pero los versos le salían torcidos, aguanosos, casi como una deposición con rasgos de disentería, cólera o laxamiento accidental, lejos de alguna clasificación escatológica o del algún afinamiento literario. Era mala, malísima. Sus textos no pasaban de ser simples garabatos o arrebatos de colegiala ante el himeneo adolescente, tráfago púber de las clásicas cartitas de amor o de los raptos de nostalgia o arrechura pasajera; y, encima, no podía desquitarse de la sombra de Bretón y de César Moro, y lloraba a moco tendido la mediocridad que se tendía como una nube gris sobre su estro poético; luego intentó ser cuentista y terminó de cuentera, escribiendo sobre cómo un viejo verde violaba a unas niñas turecinas, o cómo un indigente se cortaba las venas ante la falta de oportunidades, o cómo los pirañitas hacían de las suyas en una calle oscura y licenciosa; pero, oh originalidades (oh dios, sin pecado concebido), esa historia y todas sus historias ya habían sido explotadas por otros escritores del llamado realismo sucio, así que se molestó, sin razón, cuando un awebonado crítico literario la ubicó como parte de las grouppies, bataclanas y feminoides que seguían al malvado de Bukowski. Luego, intentó ser novelista, y, como no tenía creatividad alguna, mucho menos técnica posible, salía con su grabadora en el sobaco adherido con masking tape a un costado del brassiere para robar historias y trasplantarlas al papel tal cual; entonces, sigilosa como rata de alcantarilla, se acercó a un viejo amigo, aventurero e iconoclasta, a quien ella tenía aprecio (o eso parecía) porque le había presentado a algunos intelectuales de la escena capitalina, y lo grabó de principio a fin. Le robó sus ideas, incluso las pautas y las líneas generales que él había escrito para una novela personal. Se apropió de los borradores que él amablemente había confiado. Eso no le importó, ya nada le importaba a Carlotta Renchiffo, atravesada por una avaricia y codicia literaria nunca vistas; ella quería ser escritora a como dé lugar y nadie se interpondría en su camino: solo su propia medianía. Había lanzado el anzuelo al mar del arte literario y esperaba sacar un pez gordo que aleteara y la coronara con las escamas del saber. Cabe anotar que durante muchos años bregó duramente, sentándose a escribir, pidiendo ayuda allá y acullá, yendo a visitar a escritores viejos (los mismos que le presentó el amigo aventurero) que le dieron todos los consejos posibles, e incluso la ayudaron en la corrección de sus parrafadas, pero sin efecto alguno porque el olmo no podría dar peras y Carlotta lo único que podía producir en cantidades industriales era mediocridad, estupideces, y, harta, pero harta, bilis, ese humor que los griegos antiguos habían descubierto como el causante de enfermedades.
Ya casi cincuentona, con las canas y las arrugas invadiendo su rostro se dio cuenta que no había nacido para ser escritora, a lo mucho una escribidora de baja estofa, una gacetillera o copista de textos, hecho que le dolió en el alma aceptar hasta que asumió su destino, como quién no quiere la cosa, como quien se hace a un lado para que pase el respetable, e inventó un espacio literario virtual con el nombre al cual había rehuido tantos años: La Escritorzuela. Entonces, parecía franca, muchos se sorprendieron por este cambio, pero su envidia y su insania no tenían límites, y como ya se había resignado (malamente) al oficio literario decidió que destruiría a todo aquel que intentase lo que para ella por razones naturales le había sido negado: ser literata, una mujer de letras, una señora de letras tomar. Así, haciéndose la cojuda y como quien no quiere la cosa, empezó a atacar a todo aquel que publicaba un libro; primero empezó enviando anónimos, reseñas maledicentes, cartitas , misivas que firmaba como NN, luego, poco a poco se fue inflamando su verdadera personalidad, el descaro y la mala leche se avinagraron dentro de su ser y empezó a usar su propio nombre. Asumió que ya no tenía nada que perder, que su triste papel tendría que representarse sin más avatares, a pellejo pelado: mostrar su verdadero rostro. Para ella el sólo hecho de una publicación se convertía en una ofensa, en una maldición, un anatema que enervaba y empujaba su persona hacia el mal patológico (por cierto, lejos de La Literatura y el Mal de Bataille). Empezó a ver enemigos por todos lados, monstruos con cabezas de libro que le increpaban su falta de talento, seres librescos, molinos escriturales hechos de cartón reciclado y con enormes polillas que la buscaban para agusanarla e infestarla con las siete plagas. Todo aquel que trazase versos o construyera historias en el papel era un potencial enemigo, alguien que tendría que destruirse, evaporarse, extinguirse sin remedio.
Un odio inconmensurable como un gas acuoso, una flatulencia hirviente, una horripilante hez crecía desde su útero como un hijo del demonio, bajaba como un descenso o como un aborto por sus piernas varicosas, recorría como una pus sus venas escleróticas, su repodrida cavidad craneana, sus dientes cariados de hiena vieja y se apoderaba de todo su ser hasta que como una punzada en el recto se sentaba a excretar (léase cagar) todo lo que sus intestinos habían procesado dejando en el papel los trazos, los grumos indigestos, la pastosa cagarruta y boñiga sobre su eventual víctima.
Cierto día un ex amigo había publicado un texto a tres manos que fue saludado por la crítica, Carlotta Renchiffo dio el grito al cielo, empezó a arrancarse los cabellos y a arañarse el rostro, infligiéndose tajos en los brazos con sus enormes y astilladas uñas postizas. La envidia y la rabia le hicieron perder el control, se le reventó la hiel dentro del alma, una negra tempestad le llovía por dentro, Carlotta volcó todo su odio en una supuesta reseña, una carilla y media de injurias, necedades, despropósitos e insultos; se preocupó por enviar su diatriba a todos los conocidos, mandó cartas a los periódicos, envió por courier a todos los críticos, rebotó como loca a todos los e-mails de conocidos y desconocidos; y no bastándole esto se dedicó a llamar por teléfono a todo el mundo para contarles de su hazaña. Su mala intención era bajarse a como de lugar el libro de su ex amigo y de los otros dos buenos escritores. Carlotta, sin quererlo, o queriéndolo con todos los esfínteres, había armado todo un molondrón, muchos que la conocían se preguntaban qué estaba pasando con Carlotta Renchiffo, qué es lo que sucedía con Carlotta. Pobre mujer.
Así de un momento a otro, Carlotta, empezó a hablar sola, a gritar a las paredes, refunfuñar a las puertas (ya que nadie le hacía caso) y a propinarse violentas cachetadas a sí misma. Una noche de luna llena empezó a lanzar las cosas por la ventana de su casa, había ahorcado a su perro y había prendido fuego a las habitaciones. Felizmente vivía sola. Todos sus parientes la habían abandonado, dejándola sola y desamparada. Un vecino que había sido silencioso testigo de excepción de todo el proceso de degradación humana de Carlotta llamó de urgencia a los bomberos quienes llegaron en 15 minutos al lugar de los hechos. Los apagafuegos se dieron cuenta del caso y enfardaron a Carlotta en una improvisada camisa de fuerza hecha de mangueras y capas de asbesto, le colocaron una mordaza --que en realidad era un guante de cuero-- para que no mordiera y no siguiera lanzando improperios, y se la llevaron directo a un frenopático cercano.
Desde aquella vez nadie por estas comarcas volvió a hablar de Carlotta Renchiffo.
Alguien por ahí dice que Carlotta se come sus excrementos, camina en cuatro patas y escribe en las paredes de los baños, todavía guarda un poco de orgullo sobre todo cuando discute oronda con otras locas e histéricas quienes la mandan a rodar, y le arrojan restos de comida, orines o cualquier cachivache que esté a la mano. Lo cierto es que nadie, pero nadie, se acuerda de ella; sólo a su ex amigo --que sigue publicando libros y que no le guarda rencor, pero sí mucha lástima--, se le ocurrió escribir un textículo intitulado: “La increíble historia de Carlotta Renchiffo”, un homenaje a la amistad unilateral, a los tiempos idos, a la cordura que se pierde o que se gana con los años y que en muchos casos acaba en un cuartito acolchado con una rejilla donde el mundo se pierde a cuadritos, pequeños, pequeñísimos como la punta de un alfiler.