Antes había leído con mucho cuidado a “El Diablo” de Giovanni Papini, y “La Biografía del Diablo” de Alberto Cousté, entre otros libritos de ocultismo (los hechizos infantiles de “La Clavícula de San Cipriano”, los conjuros-anatemas de madame Blavatski que murió por obesidad extrema y meteorismo gástrico, etc.), mancias, demonología; Dante, Virgilio, Poe, Baudelaire, Conde de Lautréamont, Howard Phillps Lovecraft, etc., etc. Y, por supuesto, una novela de Michel Bataille (no confundir con George Bataille y su “La literatura y el mal”, por ejemplo)“El Fuego del Cielo” que versa sobre la vida del satanista Gilles de Rais condenado por herejía e infanticidio. Y unas cuantas novelas de la diablilla de la subcultura gótica Ann Rice y de la parapléjica mental J. K. Rowling. Así que iba preparado, al menos en lo básico, para coger de los cuernos a cualquier bestezuela que asomara en el camino.
Para cumplir con mi objetivo, Paul Genocida, un novel promotor de eventos metálicos, funge de adminículo y me alcanza unas entradas-certificados de defunción para un concierto de black metal en el centro de Lima donde tocará Nargaroth, una banda alemana de culto que iba a dejar sus alaridos, blasfemias y voces demoníacas en el “Salón Imperial”, conocido antro concertero; así que sin más preguntas guardo el par de pases y de paso un diente de ajo y un pedazo de hierro en el bolsillo izquierdo. Belcebú (del hebreo Ba’al-Zebub o “el señor de las moscas”) bajo el ropaje del falso semidios Baphonet levitando con los dedos en posición de cinmudra o wakhyanamudra (no se hagan problemas, solo se trata de juntar el dedo pulgar con el índice), me mira desconfiado desde un volante de rock mal impreso en serigrafía.
Estoy cubierto, eso creo, madame Báthory con su traje negro y botas de terciopelo ha decidido acompañarme esta noche; sólo un vampiro con el rostro de político en campaña me lanza una mirada de pocos amigos y bebe de porrazo un trago con olor a querosene-DDT-folidol-restos fecales-remanencias digestivas; reconoce que no soy de su especie. No soy bicornio y no tengo la colita de chancho de los Buendía (el esquizoide de Picasso, a quien le gustaba disfrazarse de minotauro, hubiera saltado de júbilo). A unos metros veo que sale humo de su boca mientras lo rodean una mancha de duendecillos que solo quieren matar neuronas y romperse los oídos a punta de altos decibelios, gritos desgarradores y aullidos de lobos feroces. Las caperuzas negras no se hacen extrañar y participan de forma aislada de esta misa negra. Un grandulón de barriga equina cocachea a los homúnculos y con un zippo les prende un cigarro a cada uno.
Como era de esperarse las hordas metálicas, entre panoplias de cadenas y cinturones de balas cruzados en la espalda y la cintura (un “metal” se había amarrado un machete a modo de llavero), se aglomeraban en toda la callecita de Caylloma y la esquina con Quilca donde una fritangera, experta en el reciclaje de menudencias y en el aderezo matagente (restos de ladrillo, huesos molidos, y ajos pelados a pie calato en la ribera de algún río) expelía mondongos y corazón de res para antropófagos y cardiófagos melómanos. El humo a modo de incienso era otro mensaje para los dioses caídos (antiguamente alguien creyó descubrir el eje del mundo en ello, lo cual tiene algo de cierto, pero eso escapa a esta incursión infernal).
Una meretriz o súcubo con el rostro de María Magdalena y vestida de encaje, minifalda, tacones de plataforma y cadena de barco, trata de seducir a unos endemoniados pero, en vez de miradas lujuriosas y propuestas monetarias de posibles clientes, recibe el eructo de un barbón con pinta de náufrago urbano (esa es la última moda, un reciclaje del grunge y de la economía en declive). Se enrarece el ambiente. Empieza la transición de almas en pena (¿alguien lleva monedas debajo de la lengua?). La lucha por una “locación” es cuerpo a cuerpo. Espíritus errabundos se aglomeran en la entrada del infierno donde de seguro estará Aqueronte en su mar de Leteo o los tres hermanos Erirnias, Thanatos, Hipnos dispuestos a llevarte al más allá; de seguro a la Laguna Estigia, zona pantanosa del río Éstige, que el ingenuo, torpe y pusilánime Hesiodo pensaba que era la hija del titán Océano.
Abriéndome paso a codazos y de la mano de madame Báthory entro al concierto. Le entrego al balsero los pases y camino desconfiado en territorio-anatema. Desde un piso superior avientan una bolsa negra. Este es el maná negro del que hablan algunos cuentos del medioevo. Imagino que es un recibimiento acorde con el lugar. No sé por qué pienso que dentro de ese paquete está la cabeza cercenada de algún parroquiano (quizá la cabeza de “Ron King”, antiguo mutante mefistofélico, a quien el pederasta Beto Ortiz hizo famoso en una de sus gerontocrónicas proctológicas en la revista “Caretas”).
La bolsa desperdigada que, en su caída, sólo ha vomitado basura ha ido a parar a los pies de unas chicas rudas, estrogénicas, zoólatras, vestidas de cuero y con maquillaje industrial, carbón y tinte para zapato. Por un momento creo ver a Magali Solier, fans de Iron Maiden (¿?), entre ellas, pero eso es como pedirles peras al olmo. La poblediablura es un signo de estos tiempos. Me rindo, prometo no mirar al abismo. Sigo caminando a tientas. Un perro negro untado de violeta genciana (¿el black dog zepelliano?) pasea su sarna entre los asistentes. Soy el único que piensa en el cancerbero y en Anubis, eso creo (¿dónde estará Heracles?). El olor rancio a creso mezclado con urea invade el local como si fuera una neblina como en algunas de las historias de Stephen King
Cuando ya estaba por adaptarme al lugar, y por algún mecanismo de defensa bajar la guardia, una voz gutural salida de “El exorcista” --de la película de William Friedkin en base a la novela de William Peter Blatty-- da el saludo ante esta reunión de sacha-aquelarre: “Como están bastardos. Estamos muy tranquilos hoy. Esta no es una puta iglesia. Satán bendice a tus hijos”. Antes de terminar la frase ya las guitarras han empezado a aullar y acuchillar en ritmos agudos; y las baterías, cual cañones medioevales o bombas anarquistas, han empezado a disparar sus bolas de acero y sus esquirlas a los comensales. Trato de parapetarme con Madame Báthory quien clama por sangre en formato vino.
Para saciar la sed histórica de la Báthory me acerco sigiloso a las vianderas metálicas quienes se ríen a carcajadas de mi pedido y sólo encuentro cerveza aguada con etiquetas pirateadas en Azángaro; no hay necesidad de especificar que la bebida alcohólica es… bamba, un bioretruécano hecho de cebada para chanchos y macerada, de seguro, en barriles de petróleo, el penetrante olor del óxido se siente en el ambiente. El alcohol metílico corre por las venas de espíritus posesos. Las manos con el símbolo de los cuernos al modo de James Dio se levantan hacia arriba, hacia el que funge de cantante, el cual ha sacado una cruz invertida para darle más credibilidad a lo que sale de su boca. O-sea-que-la-cosa-es-en-serio. Alguien se persigna al revés a mi costado (el símbolo de los cuernos con los dedos que Dio instituyera ha sido relatado varias veces. Dio dice que lo aprendió de su abuelita reumática quien le paraba regañando. Otra estafa del rock metal. Risas de la platea).
De la oscuridad, como si fuese un alma en pena, un cuerpo eyectado de ultratumba, surge “Cayorate” (¿Oscar Reátegui?), líder de la banda “Dios Hastío” y viejo subte que ha venido con una cámara fotográfica para registrar el evento para su revista “Cuero Negro”. Se me acerca y me pide ayuda. No sé cómo servirle. Aunque tengo habilidad para refaccionar objetos malogrados, carezco de buenos modales. Por casualidad (o por causalidad) y para suerte de ambos presiono un botón y se arregla el problema. Antes de que pueda darme las gracias un miembro de seguridad lo saca de un tropezón. A unos metros veo a Cayorate alargar su mano para registrar a las arpías y a los espíritus sufrientes. Me enseña su dedo pulgar en señal de agradecimiento y, como un comic yendo a fade down, desaparece en la oscuridad propiciatoria.
En pleno concierto diviso una sombra que me parece familiar: ¿es una fémina? ¿un tótem del feminismo ochentero? ¿una imagen patente y real de la mujer liberada en pleno ejercicio de sus libertades? ¿una imagen de la mujer clitórica de Carla Lonzi?, etc. El instinto me lleva de la mano hacia la persona indicada. Pensé que era el único infiltrado, la única alma “buena y bondadosa” en este mundo de mutantes, coronatus y cornutos (me río de mí mismo hasta que se me acalambra el estómago). La sombra voltea y me mira a los ojos. No puede ser, son los ojos de la Gorgona: Euríale-Esteno-Medusa. Siento que en cualquier momento me convertiré en piedra. Ya no percibo nada. Veo borroso. Mis manos empedradas se han agarrotado, pero la voz dulce, celestial y estereofónica de la poeta Dalmacia Ruiz Rosas, como si fuera la de un ángel de Jericó, me salva de caer en pánico y de metamorfosearme en granito: “Ybarra, qué haces aquí”, pues lo mismo que tú, no pensé que eras metalera, “pues, yo-tampoco-pensé-que-tú-eras-metalero” (me gusta su ironía y esa suavidad de ácido muriático con la que te aplica sus conceptos), después de un efusivo abrazo y los saludos respectivos volvemos a nuestros lugares de origen. El rostro de Dalmacia me hizo recordar aquella vez cuando rompió una botella de cerveza en la cabeza de un subte fortachón que quería embriagarse a costa de los poetas. Los vidrios salpicando a todos lados y la cerveza mezclada con sangre y saliendo a borbotones son la imagen poética que guardo de esta musa de los Kloakas (oh Dalmacia, musa de los poetiks arrojados del paraíso). Por ahora la poesía se reduce a un gutureo animalesco y al humo de un pastelero que han empezado a quemar lo que le queda de cerebro. Dalmacia desaparece en busca de mayor oscuridad al igual que este ss.
Después de dos horas de preámbulos y de vómitos vitriólicos llega la banda esperada: Nargaroth. Con apariencia de vikingos y con aroma a misticismo celta, aparecen premunidos de sus instrumentos al modo de saetas. Uno de ellos, el baterista, me queda mirando y me estira la mano, lo saludo tratando de ser lo más cortés posible. “Lo cortés no quita lo valiente", dice el dicho, pero eso no cuenta cuando se trata de espíritus inmundos o con entidades de la superchería, por igual le doy la mano con la que previamente he cogido ajo de mi bolsillo izquierdo. El secreto funciona, el músico poseso se aleja rápidamente de mi presencia (no sabía que eran tan espantables estos sujetos), se va refunfuñando: “Chaizer, arshloj, arshloj”.
Un sonido ritual invade la sala, voces de mujeres parturientas o dolosas se escuchan a todo volumen. Es el intro de la banda. El introito pone los pelos de punta a cualquiera. Los metaleros se aglomeran y se juntan unos a otros al modo de las bolitas de mercurio, por un rato creí ver un documental de la National Biography sobre las hienas cuando tienen hambre y son capaces de comerse a un león. Bocas abiertas y garras hacia la presa se exhiben con ímpetu. El mosh y las melenas al viento son resorteras de pensamientos viciados o negros, de eso estoy seguro. Hay que aplicar la simbología en su máxima expresión: Eliade, Cirlot, etc. Sutilmente me alejo unos cuantos pasos de la piara metalera. Me aburren los diletantes y los possers que se han disfrazado para ser niños malos aunque sea por una noche. Los verdaderos hombres malos no necesitan ponerse un uniforme negro para delatar sus conciencias. Los verdaderos “hombres malos” son malos a solas o frente al espejo, nunca en público mucho menos en un concierto.
Un déja vu me aleja más de dos décadas atrás cuando con todo el ímpetu adolescente acudí a un concierto en la No Helden del jirón Chincha, ahí estamos todos los de la horda, casacas de cuero, jeanes desteñidos, zapatillas rotas con la lengua afuera, púas en las muñecas y en las conciencias. Siempre llevaba casetes y revistas para intercambiar. Antes de cumplir 18 ya tenía una colección bastante digna. Al fondo suena “Orgus” y una canción que habla de una gitana, la noche y un amor perdido, antes había tocado Anubis una grupo de veteranos con un negro guitarrista al mejor estilo de Jimmy Hendrix-Steve Ray Vaughan-BB King-Buddy Gay, etc. Lo que llamamos Heavy Metal murió antes de tiempo (es el no nato con cuerpo de chacal), pero ─previo al deceso─ abortó un engendro que tuvo como padrino al diablo. Hoy a esos ladridos de perro, esa gárgara de tara y flatulencias bucales le llamamos “Black Metal”; y dónde quedaron esos grupos como Venon que fue el inventor del término (black metal), en dónde quedaron todos esos grupos brasileños: Chacal, Mutilator, Vulcano, o los intergrantes del Warfare Noise y tantos otros que no resistieron a los garfios y dientes del tiempo. Simplemente se hicieron humo como los refritos de la anticuchera que atomizan el lugar, dándole ese espectro que a estas horas de la noche puede prestarse para otras cosas, incluido un concierto de una banda alemana que se hace llamar “Nargaroth”.
Cuando la banda levitaba a ritmo de cánticos, oraciones, licor a hectólitros y una violencia inusitada, decido, unilateralmente, que es momento de emprender la retirada. No me gusta los finales ni las despedidas. Prefiero escabullirme y evitar esos tratos engorrosos. Madame Báthory, sabedora de mis manías, me coge de la mano y salimos a ese otro purgatorio urbano que es la avenida La Colmena. Detrás de nosotros se siente el retumbar cataclísmico de la ira de dios sobre Sodoma y Gomorra. Nadie se salvará esta noche. Nadie tiene la señal en la frente. Nadie se quedará para recoger los escombros. Es el inicio de la destrucción inevitable.
Dos estatuas de sal observan los detalles de la luna en el arcano decimoctavo del Tarot.