"ALAN GARCÍA O EL EXCREMENTO"

“ALAN GARCÍA O EL EXCREMENTO” es un libro de mi autoría que –parafraseando al poeta Hidalgo cuando hablaba de “Sánchez Cerro o el Excremento” (1932)– quiere definir a AGP como algo (no “alguien”) cercano al detritus político, a la boñiga demagógica, a la deyección gobiernista, al excremento seudodemocrático (no como adjetivo, sino como la esencia, el sinónimo, el equivalente excrementicio) que perniciosamente –y vía el poder eyectado por las ánforas– se ha enquistado en el poder secuestrando los destinos de un país (¡¡¡por segunda vez!!!), pluri-nación que, supuestamente, genera riqueza, pero que irónicamente –y contra todo raciocinio– nos trae hambre, miseria, opresión, genocidio, olvido, retraso, anatema, dolor, etc., y todos los adjetivos asociados a la desgracia, el desgobierno, el saqueo, corrupción y otro largo etcétera.
Este libro ––que está en prensa y debe salir en estos días, y, que, al parecer, por todas las trabas dado el sugerente título, no será presentado “en sociedad”– hace un pequeño recuento, a modo del género de testimonio, de lo que fue el primer gobierno aprista y la fatalidad y debacle económica, política, social, axiomática–moral, etc., en la que nos vimos sumergidos, en caída libre y sin fuerza de rozamiento, a mediados de los ochentas. Época nefasta que truncó el destino de miles de jóvenes y arredró al desarrollo colocándonos al nivel de los países del África sahariana, generando un caldo de cultivo para que la subversión y la guerrilla avanzaran hasta el punto de hablar de un aparente “equilibrio estratégico” entre coches bombas, destrucción de torres eléctricas y asesinatos (tanto los perpetrados por el ejército y nuestra “gloriosa” policía nacional como los ocasionados por los movimientos levantados en armas que, en su desesperación por irrogarse una representatividad popular, cayeron en el descrédito, el pandillaje y la implosión carmática).
No está demás recordar, por ejemplo: la matanza de los penales en junio de 1986 (El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara), la matanza de Cayara en 1988 (sin contar con la masacre de Los Molinos donde una columna de emerretistas rendidos fueron ultimados), la hiperinflación galopante, la corrupción institucionalizada (más o igual que la del sátrapa Fujimori), los dólares MUC y las maniobras gansteriles de “ojos lindos” Vásquez Bazán y del ignominioso travestista Agustín Mantilla (hoy redivivo sobornable y suplente de esa guarida de Alfonso Ugarte llamada “la casa del pueblo”); la carnetización aprista, blindaje de las hordas hayistas, para comprar alimentos u obtener empleo; la fuga masiva de talentos y de mano de obra que, viendo sus vidas y su futuro amenazado, optaron por “escapar”, saltar el cerco y dejar el país que hemofílicamente se desangraba –y se desangra– sin que nadie pueda detener la hemorragia o ejercer algún poder coagulante. Luego, el hecho que ahora la sangre derramada nos manche a todos no es una metáfora: es literal, un desprendimiento de nuestra real situación, un cuadro clínico que nos va a acompañar hasta que decidamos tomar con nuestras propias manos las riendas de nuestro destino.
No hay que hacer mucho esfuerzo, siguiendo la curva de Gauss, para entender que Alan García es un criminal genocida, un engendro –quizás no– del imperialismo y la reacción, como hablaba el abatido PCP-SL, dándole una visión que un gusano no puede merecer, sino de ese partiducho de hampones, carteristas, cogoteros y vividores que es el “partido” aprista, organizado al mejor modo siciliano de los capos de la mafia o de las bandas de asaltantes que asolan la zoociedad limeña (no nos olvidemos de los búfalos y demás sicarios protoapristas aleccionados en victimar y dar el tiro por la espalda a sus opositores, el "zapatón" Villanueva del Campo, invitado a vivir en palacio de gobierno, fue uno de ellos e Hidalgo lo denuncia en sus libelos).
Que Alan Gabriel Ludwig García asesine a sangre fría a cientos de indígenas, no nos debe sorprender, es su natural proceder. Que Alan García reprima violentamente a profesores, amas de casa, médicos, mineros, jubilados, estudiantes, etc.; no nos debe sorprender, nunca le han interesado. Que Alan García quiera rematar a toda costa las riquezas de este país, incluido el agua o terrenos mineros, petroleros o cultivables como la selva; no nos debe sorprender, es el camino natural del neoliberalismo cavernario suscrito por los vendepatrias. Que Alan García beneficie a las castas altas, al clero, a los sachaempresarios o a los mandamases y generalotes militares tampoco nos debe sorprender; ellos siempre han sido los beneficiarios de ese lodazal que llaman “gobiernos democráticos”. Nunca jamás AGP hizo algo realmente beneficioso por el pueblo peruano. Eso no es ninguna mezquindad o ceguera ideológica. Si alguna vez hubo alguna obra cuya construcción y beneficio debería ser tomado en cuenta, no debe de dejarse de lado que detrás de bambalinas el principal beneficiario, de seguro, fue alguna entidad aprista o cercana a ella, algún concesionario-endriago e inescrupuloso que “ganó” bajo la mesa el concurso público de licitación (el caso Rómulo León, ex ministro en el primer gobierno aprista y hoy convertido en un próspero representante y ayuntador cebraico de empresas y padre de una congresista de juguete, es el típico ejemplo de los lobbys y el nepotismo alanista que beneficia al capo y su entorno proctocrático).
Alan García y toda esa escupidera con la que quería “salvar al país” y resucitar a un cadáver que, como decía Vallejo: “Ay, siguió muriendo”, fue una ilusión verborreica y de trucaje al mejor estilo de Houdini–Copperfield–Chriss Angel. Acordémonos de esa publicidad populachera de candidato pietierno donde prometía “reactivar” el sistema pesquero; esa burlasveras bustrofedónica que hablaba en una lancha cogiendo un pescado y una lata vacía y hablando sarcásticamente del hambre del pueblo: “no más harina de pescado, el pueblo peruano quiere comer pescado”, pero que, al final del pillaje, depredación y sacomano: no quedó ni harina ni pescado. O esa, otra, promesa que desató pasiones en torno a un desarrollo sostenido que a lo único que nos llevó –ayer y hoy– es al miedo, al horror y al cambio de conceptos donde “orden” significa asesinatos, crueldad y la ley de la metralleta: bombas lacrimógenas, brutal represión, cárcel y ensañamiento. Y democracia significa robo asolapado, sometimiento popular, beneficio partidario, oligárquico y plutocrático.
La historia es cíclica decía el pensador confuciano Mencio (371–289 a. C.) cuando aseguraba que cada 500 años surgiría un “auténtico rey” chino. Con AGP no tuvimos que esperar mucho, tampoco para sus barbaridades: de junio de 1986 a junio del 2009 han pasado 23 años y no terminamos de aprender.
Esta segunda incursión y asalto a mano armada de Alan García contra el Estado peruano, segundo gobierno, impuesto por el "poder de las urnas" (que no es más que el reflejo del poder mediático, reflejo, a su vez, de los grupos de poder político y crematístico, reflejo a su vez del imperialismo libremercadista; de ahí mi expresión cloaco–miccional en torno a las urnas) nos trajo a un individuo ducho en las trampas y en el mazo de cartas de promesas que nunca cumplió ni cumplirá; especialista en el latrocinio y las leguleyadas; hábil en el lenguaje mordaz, la verborrea que il popolo (dido, dido, garantito) quiere escuchar, los movimientos dramáticos y la escenificación del soberano “preocupado” que viene como un odiseo a salvar de la desgracia a su “querido” pueblo. Alan García aprendió la lección, antes tuvo errores de cálculo (no supo encubrir sus salvajadas) y por eso tiene acusaciones de genocidio, crímenes por los cuáles no ha pagado. Sin embargo el neo Alan, reencarnación de Enrique VIII o de Idi Amín Dada, es un delincuente todo terreno, blindado por los cuatro costados, capaz de todo, siempre con una justificación democrática, siempre con una palabrita que va a darle sentido a sus trastadas. No hay duda: AGP aprendió de sus errores, pero aprendió para mal, o mejor dicho, aprendió para nuestro mal. Por eso puede vomitar sin asco que "Ya llegó el momento de abrir las carreteras, de abrir los ríos, y asumir las responsabilidades. Para eso se ha nombrado a los ministros, no para lavarnos las manos". Sin palabras.

Después de todos estos sucesos, que agravan el panorama y comprometen nuestro futuro no puedo dejar de expresar mi indignación contra la “clase intelectual” que sólo se preocupa por el detalle o por ponerle una pata a la mesa democrática que se cae, se desbarranca, y nunca pasan de la denuncia a media voz, del gritito ahogado que no traduce en nada al verdadero grito que sale de la garganta de un pueblo oprimido, genuflexo, apartado históricamente de su desarrollo y mantenido en la ignorancia supina y el que solo importa como mano de obra barata (cholo barato) o como carne de cañón cuando de resolver conflictos se trata. Un intelectual que solo se preocupa por las estadísticas (que está bien) pero que no es capaz de bajar al llano, y, mucho menos, liar las cifras con la razón y el espíritu humano, no termina de ser un farsante (La realidad no se confronta con la teoría sino que la teoría es la respuesta meditada de la realidad, he ahí el problema no resuelto). Un intelectual que escribe de acciones, enfrentamientos, huelgas etc., que le son, por naturaleza, ajenos, y lanza sus textos detrás de una ventana es, también, un farsante. Un intelectual que vive en su torre de marfil preparándose para, supuestamente, dirigir o dar las pautas, dizque salidas o seudosoluciones a un pueblo mantenido en la ignorancia, es tan o más ignorante del pueblo que dice representar. No caigamos en la trampa de los seudointelectuales que se indignan para los flashes, para los medios de comunicación, para los blogs, prensa-radio–tv., pero no como una cuestión moral, sino como una postura, una triquiñuela, para seguir teniendo una credibilidad necesaria para seguir manteniendo la dictadura de la imbecilidad y el desvío del cauce natural de la historia (intelectuales de pacotilla dejen esa pose histriónica y cumplan su triste rol retardatario, bomberos de un sistema que les otorga beneficios, los alimenta y los engorda).
De otro lado, hay miserables que quieren culpar al pueblo de los crímenes cometidos por los mercenarios y guardia pretoriana de un seudo Estado corrupto que tiene las manos manchadas de sangre (no nos olvidemos que Simon Munaro, el que funge de primer Ministro, fue un ex–emerrata quien, en unos documentos requisados por la policía, condena a muerte a un militante por no plegarse a las “líneas del partido”). Y qué decir del otro delincuente asesino Giampietri que colaboró eficazmente en la matanza de los penales, dando, él mismo, el tiro en el occipucio a los senderistas rendidos. Qué decir de la aprosa, menopáusica mental, Mercedes Cabanillas, que después de tantas muertes y asesinatos impunes justifica su accionar errático diciendo: “era necesario reestablecer el orden” (la paz de los cementerios en una retahíla de ataúdes). El pueblo repudia y maldice al Apra, y si está en el gobierno no es en razón de las mayorías, sino por culpa de esas leyes burguesas que interpretan sajinamente los votos dándole mayoría y la batuta a quien no se lo merece.
Digamos alto a la represión. Alto al genocidio. Alto a la política entreguista y vendepatria del fluoxetinado Alan García. Alto a la venta de tierras que por centenios les ha pertenecido a los indígenas (en este caso los awajun, los bagüinos, etc.,). Alto a los gerentes y padrastros de la patria que roban y mienten, y quieren hacernos creer que vivimos en un Estado de derecho o que vivimos los preámbulos, los prolegómenos de la modernidad y el primer-mundismo, cuando en realidad habitamos estructuras que por dentro son cuevas y nos matamos y canibalizamos entre nosotros.
Por eso, el hecho que los indígenas asesinen, degollen y arrastren los cadáveres por las calles de Bagua (como está ocurriendo en estos momentos según informa la prensa extranjera), o que los militares sociópatas estén quemando los cuerpos de pobladores caídos para desaparecerlos de las estadísticas (vieja práctica instituida y aleccionada en los cuarteles para eliminar la “prueba del delito”) es solo reflejo de ese decadentismo, de esa prehistoria y prehominización que aún no terminamos de escribir para llamarnos “civilizados”.
Para terminar, Alan García es el representante del flagelo del cual tenemos que liberarnos. No hay otra alternativa: si un delincuente-sicario-malhechor ha entrado a nuestro hogar y está asesinando a nuestros familiares, baleando a nuestros hermanos, robando nuestras pertenencias, no vamos a esperar a llamar a las fuerzas del orden para que vengan en nuestra ayuda. Eso ocurrirá en el tiempo indicado cuando suenen las alarmas de la comprensión. En un momento de emergencia es necesario actuar racionalmente. La autodefensa se justifica y se hace necesaria. Es nuestro deber, aséptico e higiénico, limpiarnos del excremento humano Alan García que putrefacta y devasta nuestro país.


Aquí algunas fotos de la barbarie: