lunes, 7 de julio de 2014

"NUNCA LE DIGAS SI AL NO". RELATO INÉDITO DE CARLOS MENESES




     No fue una caricia, fue como si estuviera descubriendo la tersura de unas mejillas. Su mano gruesa, áspera, de dedos cortos, pasó una y otra vez por  esa piel blanca, sedosa, debió parecerle que resbalaba, que era como una superficie encerada. Se extasió en ese recorrido lento por los pómulos, las comisuras de la boca, bajando luego hacia la barbilla, sin dejar de mirar los ojos claros que parecían sonreírle. Posiblemente tratabas de recordar todo tu álbum de seducidas. Encontrar, vano esfuerzo, alguna de similares características. Las pieles con las que se había fundido tu cuerpo no eran de ese color. Eran como la tuya, o más oscuras, tal vez dos o tres fueron menos trigueñas, pero la tersura, debía estarte diciendo, que eso no había sido posible para tu tacto en tus cuarenta años de vida y cuatro de alcalde.

   Ella esquivó sus manos para encender un cigarrillo. Lanzó el humo sin fuerza, parecía exhausta, como si hubiese estado andando todo el día sin un instante de descanso. La habitación estrecha y oscura  olía a comida guardada varios días y el tabaco logró cambiar en algo el olor pestilente. La punta del cigarrillo encendido parecía el ojo de un gato tuerto. El estiró una mano. Sobre la pequeña y rústica mesa de noche había una botella de pisco y un vaso con unos restos de ese licor. Se sirvió una buena dosis y empezó a beber con la fruición con que un niño bebe un jugo de frutas. Te debías sentir si no niño sí adolescente feliz. Un cuerpo esbelto, como el que imaginabas podría tener una sirena, pero con largas y bien torneadas piernas, reposaba a tu lado. No fluían las palabras ni de la boca de ella, ni de la de tuya. El silencio hacía falsamente lúgubre la intimidad porque una alegre emoción parecía recorrer el cuerpo del señor alcalde.

    Cuando la invitó a entrar al único hotel de ese pueblo la seducción estaba muy avanzada.  Esa clase de invitaciones no representaban novedad para él, las había realizado por docenas, pero con ella, con una mujer así, resultaba tarea seductora muy diferente. Incluso tuvo miedo de que la mujer rehusara aceptara un hotel destartalado, viejo, umbroso, como ese único que había en el pueblo al que la había traído Después, ya en la modesta habitación, la mejor del  establecimiento, la que siempre le daban a don Calixto que se asomaba por ahí casi todos los meses, y cuando se convenció de que ella no se sentía ofendida por la modestia del lugar, el alcalde mostró su imagen más placentera y simultáneamente la charla empezó a extinguirse. Las palabras perdieron importancia. Se decían lo mínimo, eran términos convencionales. Le hiciste un par de preguntas incómodas, pero ella supo sortearlas muy bien. A pesar de tener unos diez años menos que tú se le notaba una gran experiencia en el trato con hombres. Eso te intrigaba. ¿Quienes te habían antecedido, no en su tierra, en la tuya?. Y se lo preguntaste. La imprudencia siempre fue un signo muy propio de ti. Ella se le quedó mirando, sonrió, se dejó besar en los labios y luego se quitó la blusa. Ahí empezó el verdadero silencio que luego se quebraría con algún jadeo o un  quejido que parecía estar disfrazando de dolor el  placer  reinante en la oscura y estrecha habitación..

    La otra pregunta también la barajó con habilidad la mujer. El con el torso desnudo quiso saber qué hacía en este lugar tan alejado de su país. Qué la había traído hasta este sitio. Ya se lo había preguntaba mientras tomaban café pero no en ese tono conminatorio que utilizó ahora. La rubia, muy desenvuelta, con los pechos pequeños, blancos como de nieve, al aire, aunque llevándose las manos sobre ellos, dijo que era escritora, que le interesaba conocer sitios rústicos y bellos como este y escribir sobre ellos. No diste crédito a esa respuesta pero tampoco insististe con nuevas interrogaciones. Pensaste que lo de escritora podría ser, pero llegar hasta esos andurriales tan distantes te parecía  que no era cosa de escritores, los de esa profesión, para ti, están atados a una maquina de escribir y son unos inútiles porque no saben hacer otra cosa que golpear el teclado continuamente. Después se te ocurrieron otras preguntas. Te quitaste el reloj de la muñeca y lo pusiste junto al vaso y la botella de pisco que habías comprado al muchacho que te dio la llave de la habitación. No querías ver la hora. No te esperaban en la municipalidad, ni en tu casa, ni en el café donde te reúnes con tus amigos todas las tardes. Y si te esperaban qué podía importarte. Lo tuyo, la reunión  con esta hermosa mujer, era mucho más importante.

    La primera vez que la vio fue en la plaza de Armas no supo discernir si lo que le llamaba la atención era ver a una mujer rubia en su pueblo andino o la ropa deportiva y elegante que llevaba encima. Una rubia alta, de figura perfecta, vestida con una exquisitez impresionante. Nunca habías visto de cerca  una mujer así. Que andaba demostrando una seguridad  inhabitual para ti. Las mujeres que tú conocías caminaban encorvadas o con paso dubitativo. Esta lo hacía erguida sobre unos botines sin  taco. Como convencida de que estaba recogiendo centenares de miradas admirativas de hombres y mujeres. Algo así como un imán femenino hecho para  captar la atención de todo un pueblo. No miraba en concreto a nadie ni a nada. Simplemente discurría por la plaza, como si conociera  perfectamente el camino y supiera hacia dónde se dirigía. Le preguntaste a Manuel, tu ayudante más despierto, que si la había visto antes. Te dijo que sí, que la había visto el día anterior. Estuviste a punto de zarandearlo y reprocharle el por qué no te había avisado inmediatamente. La mujer del abrigo amarillo se perdió por una de las callejuelas tortuosas y empinadas que salían de la plaza.

    Durante el tiempo que duró ese café que tomaron juntos, y que no fue sólo café, también hubo pisco, y el alcalde ofreció unos dulces o unos picantes que ella rechazó educadamente, adelantando la palma de la mano y moviendo con compás delicado la cabeza antes de decir no, en un castellano casi sin acento, y añadir que ya había almorzado, y señaló su pequeño reloj dorado que marcaba más de las cuatro de la tarde. En esos momentos  el único lugar de esparcimiento para la gente del pueblo, era ese local, que de bar pasaba a restaurante, bazar, farmacia y podía convertirse en hospital aunque sin médico si las circunstancias lo exigían, el hizo varias preguntas, casi todas quedaron sin respuesta. Otras recibieron contestaciones inadecuadas para lo que él pretendía descubrir. Sacaste en claro, eso sí, que se llamaba Shirley, que había estado en otros pueblos de los Andes, y había nacido en una ciudad enorme donde se hablaba inglés. Le  dijiste que sí sabías dónde quedaba esa ciudad llamada Denver aunque eso era una enorme mentira. Pero lo que te respondía era muy poco para calmar tus gigantescas olas de curiosidad. Te dijo también que había estado casada durante dos años. Le costó trabajo al alcalde conseguir que dijera con quién se había casado, y más aun, el motivo del divorcio. A esta última pregunta sólo respondió con un mohín que la convirtió en una colegiala por un instante. Añadió que cuando pasa un tiempo se olvidan esos motivos, y después cambió el tema de la conversación.

     El Prefecto le dijo un día en la capital del Departamento,  de forma muy seria, con tono del coronel que manda a sus tropas, que al primer desconocido que viera en su pueblo, al primero que le pareciera que dudaba en cada paso que daba, y que no tuviera sus papeles en regla o dubitara en responder, debía mandarlo a la canasta. “¡Adentro!” fue la expresión de ese señor vestido siempre como para ir a una fiesta. “Y sin miramientos” añadió. Y tú asentiste con un dócil movimiento de cabeza. Y estuviste muy atento a todo lo que te siguió diciendo. La lección estaba clara, nada de concesiones, hombre o mujer que no conocieras, gente que te resultara sospechosa, pedirle sus papeles y si algo fallaba en ellos o en sus respuestas, o su voz era titubeante, ¡adentro! Como te había dicho el Prefecto, o mejor, te lo había ordenado. Y esa tal Shirley era una desconocida para todos. Había aparecido un día  sin saberse de dónde había venía ni por qué estaba en el pueblo. Era por lo tanto una sospechosa.  Correspondía aplicarle el tratamiento que había mandado el señor vestido siempre como para asistir a una fiesta.

    El hotel estaba a unos veinte metros del sitio donde estuvieron tomando el café. Ella no interpuso pretexto alguno cuando él le manifestó sus intenciones procurando evitar la crudeza que siempre solía deslizar en estos casos. Mencionó el sitio hacia dónde se disponía a llevarla pero haciendo un elogioso comentario de la calidad de las habitaciones. La mujer del abrigo amarillo parecía que estaba esperando esa propuesta. No dijo ni sí ni no. Avanzó a tu lado mostrando una obediencia inesperada, sonreía, era como la  sonrisa  de quien está culminando una tarea. Habló de la belleza de los enormes picos nevados. De la difícil carretera que lleva hasta la costa. Tú debiste pensar que al ver la palabra hotel pintada en una madera mal cortada y clavada en la entrada de esa casa se iba a producir el primer brote de resistencia. Con muchas te había pasado. Les decías a tus amigos en tu pueblo, a diez kilómetros de donde estaban ahora que entraban a regañadientes y salían felices. Ahora podía pasarte todo lo contrario. Esta entraba como si se tratara de la puerta de un teatro o la invitación a un salón de baile pero podía salir muy descontenta. Le había cedido el paso para que ella llegara primero al pequeño mostrador de madera seca y sin pintar donde atendía un muchacho imberbe que conocía muy bien a don Calixto.

    La Mamerta, mujer del Manuel, había dicho que el día anterior esa mujer rubia se le había acercado para preguntarle dónde podía comer algo, porque se moría de hambre. Y también quería saber si había un sitio donde pasar la noche, y ella le indicó la casa de la señora Roberta, que tenía una habitación libre desde que se le fue el hijo con esos malvados que decían  asesinaban a todo el que no les obedeciera, y le iba de perlas ganarse unas monedas con un alojado aunque sea por una sola noche. El Manuel te lo contó todo, te dijo que hablaba muy bien el castellano, que había dormido en casa de la Roberta, que decía estar de visita por toda la región para inspirarse. Nadie, tampoco tú, entendían qué quería decir con eso de inspirarse, por lo que prefirieron, sobre todo  tú no profundizar en el asunto. También le dijo que se la había visto hablando con un hombre de aspecto extraño y que parecía portar armas porque un bolsillo del pantalón se notaba muy abultado.

  Dudando entre si era una facinerosa o una dama decente, decidiste abordarla. No te atreviste a pedirle en ese momento su documentación. Seguramente  te pareció que sería una falta de respeto hacerlo. Yo te voy a decir por qué no lo hiciste. No la abordabas como una autoridad sino como un seductor, que es lo que te sientes por encima de tu condición de alcalde. La mujer no se sorprendió al ver que un hombre fuerte, de mediana estatura y unos cuarenta años, de tez curtida y oscura y pelo negro e hirsuto, se le aproximaba con el sombrero en la mano y le sonreía con aire de coquetería para luego hacerle algunas preguntas. No se inmutó, ni retrasó respuestas a las primeras preguntas que él le hizo, ni tampoco rehusó aceptar la invitación para tomar unos tragos que fue lo primero que le dijo.

    El primer beso, un beso tan furioso como apasionado, se produjo nada más entrar en la habitación del hotel. Ella percibió un olor desagradable, frunció la nariz y como que quiso protestar. Parecía sentirse engañada por su galán eventual, pero él intuyendo lo que la mujer pretendía no le  permitió abrir la boca, el beso tuvo la misión, de interrumpir cualquier atisbo de queja. Había dejado de llamarla señorita, y no se atrevía a decir su nombre porque le parecía que no podría darle la pronunciación correcta. Momentos después  dejó de importarte el acento, el nombre, todo. Estabas ante una mujer excepcional. Nunca habías soñado con traer a este hotelito de un pueblo de menores dimensiones que el tuyo una dama como la que ahora estabas abrazando. Pero no te temblaba la voz, ni las piernas, ni te ibas a cohibir en ningún momento. Eso de bueno tienes,  no cejas, no te asustas aunque descubras que te encuentras ante algo desconocido y superior a ti. Era un alcalde que olvidaba sus funciones, que pisoteaba las indicaciones  severas de sus superiores. El tenía una botella de pisco en la mano y ella sujetaba el pequeño vaso que les había dado el muchacho de la recepción.

    En un momento recordó la tarde que detuvo a aquel al que llamaban el Moyobambino. Apareció como la rubia, en el centro de la plaza de Armas. Parecía bebido y hablaba a gritos. El ya sabía eso de que el primer sospechoso que se le pusiera delante y no tuviera papeles ¡adentro!. Y el Moyobambino tras vaciar una botella de pisco con la autoridad del pueblo, empezó a cantar casi sin interrogatorio. El don Teobaldo resultó bien macho, dijo el borracho para empezar. Y luego soltó lo demás entre hipos . Yo le puse la pistola en la nariz y le dije : concha tu mama te voy a matar porque tú dejaste que mataran a mi hermano. Y él, sabes qué me respondió compadre alcalde. La lengua se le enrollaba entre los dientes y las palabras salían astilladas. Tú qué me vas a matar hijo de, y ya no siguió el balazo le cortó la frase, pues, hombre. Y se echo a reír sin pausa. Pero  esta rubia no ha matado a nadie. No debe saber ni cómo es una pistola, pensaste.  Estabas tan emocionado junto a ella. Te deslumbraba como si una estrella hubiese bajado del cielo. Te arrodillaste y le quitaste los zapatos y le besaste los pies. Creo que le dijiste algo pero ni tú mismo debías saber qué era lo que le decías.

    Durante los momentos que estuvieron en el café todavía  se sentía dueño de la situación, seguro de que esa dama rubia se iba a derretir entre sus brazos y le iba a contar todos sus  secretos si los tenía. En el hotel  tu seguridad empezó a declinar, tú ánimo pecaba de artificialidad. Necesitabas volver a ser el león que te creías cuando llevabas a una mujer a la cama. Para eso tenías la botella de pisco. Si flaqueaba tu espíritu dominador el pisco se encargaría de ponerlo en su verdadero sitio. La dama rubia no había perdido ni un ápice de su simpatía. No se le notaba cohibida ni tensa. Sí fatigada. Llevaban por lo menos cuatro horas encerrados en la habitación. Tú sabías que era tu obligación insistir en el interrogatorio, aunque te pareciera una mansa paloma, aunque no te despertara sospechas. Si sólo sabías que se llamaba Shirley y había nacido en una ciudad con millones de habitantes. Fue cuando menos se lo esperaba, ella hizo una pregunta, y luego otra, y otra más. Y el alcalde fue respondiendo mansamente, hasta que cayó en la cuenta de que la autoridad era él y quien debía preguntar era la autoridad y que le estaba preguntando cosas que nadie más que él debería saber en el pueblo.

    Durante la charla en el café ya le había hecho algunas preguntas, aunque ella les llamaba consultas. Quería saber con cuanta gente contabas para defender el pueblo. Y tú pensaste que era una pregunta muy tonta, pero como venía de ella preferiste llamarla innecesaria. Y ya en el hotel, pasadas las horas de pasión, de salvaje pasión como solía decir el alcalde a sus amigos, la rubia inquirió cuándo había sido la última vez que pasaron las huestes furiosas de ese líder loco que mandaba matar al primero que le cayese mal. Y también le interesaba que le dijeras si iban a llegar tropas de la capital. Te quedaste mudo por un instante. Tardaste en darle sentido a la pregunta, en interpretar lo que encerraban esas palabras. En pensar que por qué se interesaba esa maravilla de mujer en un asunto tan peligroso como ése, pero no le respondiste así. El alcalde la miró como si ahora tuviera a otra en el lecho. Preguntó dónde había oído hablar de ese líder loco y cómo sabía que iban a llegar tropas a su pueblo. No le dijo que no llegarían a su pueblo, que los refuerzos irían directamente a la capital del Departamento. Y que no sabía si serían cien o mil. Agregó que la última vez que aparecieron las huestes de esos asesinos por su pueblo no hubo fuego, que sólo se llevaron a algunos hombres para reforzar su ejército, entre ellos al hijo de doña Roberta. La mujer siguió preguntando, siempre sobre el mismo asunto. Siempre con esa mezcla de dulzura y seguridad que él le había descubierto desde el principio.

     Cuando ella hizo insinuaciones de vestirse, don Calixto tartamudeó que aun era pronto, pero en realidad lo que quería decirle era que estaba descubriéndola sospechosa y que no le iba a quedar más remedio que actuar como le había dicho el señor Prefecto. Pero cuando le iba a demandar que mostrara sus papeles las palabras se le atracaron en la garganta. La botella de pisco ya había perdido las dos terceras partes de su contenido y la rubia apenas si había bebido un sorbo muy breve. Le pidió con cierta autoridad que fuera hasta el otro extremo de la habitación para encender la luz. Era un pretexto, quería ver desplazar el cuerpo totalmente desnudo de esa hembra deliciosa. Eso era lo que querías. Le dijiste que no se vistiera todavía que antes encendiera la luz y que el interruptor estaba junto a la puerta de la habitación que había quedado completamente a oscuras. Ella obedeció y a medio camino, cuando tú creías que su cuerpo era tan blanco que desafiaba a la negrura y podías verlo, te lanzó una nueva pregunta : ¿qué harías si quedaras cara a cara con ese líder loco del que se dice que sólo piensa en matar?. Te había vuelto a dejar sin palabras. En realidad el alcalde no sabía qué haría en ese caso. Imposible saber si se mantendría arrogante o si se quebraría como un arbusto ante un huracán. Así que prefirió no contestar.

    Con la luz eléctrica bañándole la estilizada figura ella se le fue aproximando a paso lento, como una modelo que se exhibe ante un selecto conjunto de clientes. Y para sorpresa de don Calixto repitió la pregunta. Entonces tú pensaste, fue un  pensamiento tan rápido como un rayo, que ella lo conocía, que lo había tratado, que había estado en un hotel con él. O en pleno campo, tal vez junto a un río. Quién sabe en la carpa donde debe dormir ese loco sanguinario como le llamaba el señor Prefecto. Y sentiste ganas de abofetearla, de pegarle con un foete. Toda tu bravura se transformó en sadismo. Pero aun quedaban frenos en ti. Ella se fue vistiendo lentamente, y a él más le parecía que lo que hacía era una invitación a no salir del cuarto. A seguir bajo el imperio de la fiebre que los había dominado. Le cogió las manos como para impedirle que siguiera poniéndose ropa encima. No opuso resistencia pero en la sonrisa, en la mirada, en el movimiento de la cabeza y en su leve quiebro de cintura se podía leer que la reunión había terminado, que ya era hora de volver al pueblo de él. Que fueran hasta donde había quedado el viejo automóvil y emprendieran el regreso.

     Se adormecieron sus caprichos, descendió su furor, estaba dispuesto a cumplir con lo que ella pedía. En veinte minutos estarían en el pueblo. Aun encontraría a los amigos en el café. Pero también podría colarse de rondón en la habitación que le alquilaba doña Roberta a Shirley e iniciar un nuevo episodio amoroso con ella. Ya en el auto toda su preocupación giraba en torno a las  sospechas que seguían en aumento. Dominado por el malhumor pisó el freno en medio camino, y volviéndose hacia la mujer para mirarla a los ojos le pidió sus documentos. Ella abrió su cartera con enorme desparpajo, sacó una tarjeta, su pasaporte, una foto, y más papeles y se los alcanzó. El los examinó a la luz de los débiles faros del auto, mientras ella  indicaba que en esa foto sólo tenía quince años y quiso contarte la historia de la foto. Pero a tú le hablaste con voz de mando, te atreviste a señalarle que no te parecían unos papeles legítimos. La miraste a los ojos y cuando quisiste guardarte la foto  ella adelanto una mano y te la arrebató.

    Durante lo que quedaba del camino hasta el pueblo al alcalde lo único que le importaba era descubrir quién era esta mujer, si su documentación era falsa o no. Era una sospechosa pero había pasado la tarde más hermosa de su vida junto a ella.  Y si era sospechosa había que aplicarle el mandato del señor Prefecto, ¡Adentro!. Sería muy grato que ese adentro equivaliese a tenerla en la diminuta cárcel del pueblo. Pero no era eso lo que pedía ese señor vestido siempre como para asistir a una fiesta. Significaba llevarla ante su presencia, tras haberse cumplido con un hábil interrogatorio. O arrancarle delante de él, de la forma que sea, todas las respuestas que se necesitaran. Y por supuesto, tenías que olvidarte de volver a dejar resbalar tus manos por sus mejillas tersas, olvidar de descalzar y besar sus pies que te parecieron bellísimas palomas, y  aceptar que la visión de esa preciosa figura totalmente desnuda viniendo a tu encuentro tras encender la luz no se volvería a repetir. La llevó directamente a la casa de doña Roberta. Se ofreció para acompañarla a su habitación pero ella rechazó con esa elegancia que él ya conocía.

    Rabioso don Calixto le gritó ¡quién eres, qué quieres acá!, y ella sólo hizo un gesto como si la estuvieran azotando pero luego se recuperó. Le recriminó que debía ser amiga del loco asesino, del charlatán que manda matar gente. Ella movió la cabeza negando. Volvió a imputarle cargos, como su encuentro con un desconocido que llevaba dos pistolas. Shirley movió otra vez la cabeza y hasta quiso sonreír para disipar el atisbo de violencia. Respondió a las preguntas. El hombre no llevaba pistolas y lo había conocido ese mismo día. Te exaltaste, pensaste que era tu antecesor, se lo dijiste furioso y ella volvió a negar. Ya no era un sospechoso político, era el invasor del terreno que sólo a ti te pertenecía. Le dijiste que la llevarías a la Municipalidad, que llamarías a la autoridad militar, un cabo cuzqueño, para que la interrogara. La abrazaste rugiendo, temblando de rabia y pasión por ese cuerpo maravilloso. Hubo defensa con las manos, amenaza con las uñas, lucha por evitar ser despojada de la ropa. Te recataste y cogiéndola de una mano la obligaste a bajar del automóvil.

    La señora Roberta los llevó hasta la habitación que alquilaba a la rubia, entre reverencias al alcalde y frases incoherentes. Sobre la cama  se veía un plano de la región. El alcalde descubrió trazos con lápiz rojo.  Apoyada contra la pared había una funda de violín. La abrió sin dejar de asir la enrojecida muñeca de la mujer. Ningún violín La música mortífera que podía producir ese arma lo hizo temblar. La mirada rabiosa pareció una cachetada en la mejilla de la mujer.

   Cuando volvieron al carro ella estaba mustia y él la maldecía como a una bruja humillada. Con urgencia se dirigió a la Municipalidad. Abrió puertas como si quisiera destrozarlas, encendió luces. Amenazó, cogiendo el teléfono, llamar al Prefecto y pedir que vinieran a llevársela inmediatamente. La sospechosa estaba tensa pero no mostraba aire de arrepentimiento. Le dijiste finalmente lo que pretendías. Utilizaste un tono conciliador harto diferente al de momentos anteriores. Le susurraste como si hubiera gente prestando oído atento, que nadie se enteraría, la tendrías encerrada en casa de tu primo Adalberto que vivía en el camino a la capital del Departamento. No denunciarías el descubrimiento de todo lo que guardaba y de atrevidas intenciones. La mujer algo  recuperada  movió la cabeza de un lado a otro para rechazar el trato.

   La maldijo, la amenazó con la mano recia,  levantó la voz convertido en un energúmeno. Dí algo maldita. Ella se encogió, bajo la cabeza. Sus labios permanecían pegados uno al otro. La ira cedió paso a la desesperación. Cuando él empezó a arrancar ropas, a hacer saltar botones, a lanzar al suelo corpiños y demás prendas. Los zapatos volaron, uno cayó sobre el escritorio del alcalde y ahí quedó como testigo de rabias y deseos.

    A las cinco de la mañana, los dos desnudos en el sofá, cubiertos con dos gruesas frazadas de colorines, mostraban rostro extenuados. Los brazos de él la encadenaban más por temor a una fuga que por pasión. En ese momento supiste que tus planes de retenerla, convertirla en tu esclava princesa o en tu princesa esclavizada eran imposibles. Shirley había quedado dormida. Extenuada ofrecía aspecto cadavérico. Te levantaste del sofá muy resuelto. Tapabas tu desnudez con una de las frazadas para evitar el frío. Llegaste tanteando en la habitación en penumbras al teléfono. Levantaste el auricular con mano temblorosa, marcaste un número y hablaste a media voz pidiendo por el Prefecto u otra autoridad menor. Quién te contestó parecía haberse despegado con dificultad de un profundo sueño y te dijo que no había ninguna autoridad en ese momento.

   Al terminar encendiste el lamparín que había sobre el escritorio, retiraste el zapato granate de alto tacón, miraste tu reloj,  por lo menos te quedaban dos horas disponibles hasta que llegara el Prefecto a su despacho. Volviste junto a ella y te metiste bajo las frazadas. El alcalde no estaba dispuesto a desperdiciar ni un instante. Le dio unas suaves palmadas en las mejillas y unos ojos dormidos lo miraron como si fuera un fantasma. Vendrán, te llevarán ante el Prefecto, si no hablas te darán latigazos. Sólo yo te puedo salvar. La languidez de sus movimientos excitó al alcalde, que intentó un abrazo encadenador. Ella se puso  de pie corrió desnuda por la habitación mal iluminada. Calixto la dejó libre, le gustaba verla desnuda de pie. Shirley encontró su cartera en el suelo, la abrió con agilidad inesperada, retornó al sofá a paso rápido con sus pies descalzos. En el silencio de la madrugada sonaron feroces dos disparos.

   

   




   







   

 

    


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