El origen de la vida en los mamíferos, según los ontobiólogos, empieza con la competencia esquizofrénica de millones de espermatozoides tratando de germinar un óvulo. Esta competencia es de por sí insana, forzada y azarosa. Ninguna investigación científica ha determinado (acertado) en el espermatozoide “ideal” (¿qué es lo ideal?), el que logra, en situaciones naturales y normales, vencer los obstáculos (acidez, alergenos, poca motilidad, etc., etc.). Determinar cual será el espermatozoide fecundador es un asunto de lance de dados al modo de Verlaine, salvo en los casos de inseminación artificial en que la fertilización ocurre de manera asistida y vía la manipulación genética, se desarrolla de manera programática; pero ni aún en estos casos el nonato se salva del sortilegio genético (los científicos continúan mapeando el ADN para separar a las enfermedades genéticas, deformaciones y “otros”, y lograr un “producto” correcto, las preclaras ideas del superhombre nietzscheano).
Es el azar el que mueve los hilos de la vida en la Tierra y, al parecer, también en el espacio, probablemente es cómo ocurrió el Big Bang o el aparecimiento del carbono y la vida en un mundo muerto como debió haber sido el nuestro. Siguiendo a Paul Davies (el mismo que habla no de una evolución sostenida sino de avances abruptos y saltos de desarrollo), sabemos que las probabilidades para la generación de vida en una molécula minúscula de ARN replicante como dicen que surgió la vida es de 1 frente a 10 elevado a las 200,000, o sea, imposible. Las reacciones químicas en una célula cualquiera pueden llegar a tener más de dos mil enzimas y pueden realizar más de mil reacciones químicas a la vez. Explicar la vida desde una posible teoría de la probabilidad es aceptar un golpe de suerte.
Y el azar, también y con excepciones a la regla, es el que determina la “realización” de las personas. Entendiendo por “realización” cualquier disquisición filosófica o cualquier retruécano teórico sobre el “bienestar” (cada vez entiendo más que la “realización” es un psicosocial capitalista con el único fin de tener el control sobre la fuerza laboral (los esclavos que sostienen el orden aparente) dando algún tipo de incentivo de carácter idealista, mensajitos al subconsciente, sutiles psicosociales, razones del mercado, penetración capitalista, ustedes entienden). Sobre el azar, alguna vez Pascal se refirió a la teoría de la probabilidad que se usó mucho en los juegos (la idea de que alguna vez nos toca “ganar”) y en las matemáticas, pero el razonamiento original de Pascal estaba referido a la existencia (o no) de dios: “"La razón es que, aun cuando la probabilidad de la existencia de Dios fuera extremadamente pequeña, tal pequeñez sería compensada por la gran ganancia que se obtendría, o sea, la gloria eterna." Y establecía cuatro supuestos para seguir afirmando la existencia divina: Primero, puedes creer en Dios; si existe, entonces irás al cielo. Segundo, puedes no creer en Dios; si no existe, entonces no ganarás nada. Tercero, puedes no creer en Dios; si no existe, entonces tampoco ganarás nada. Cuarto, Puedes no creer en Dios; si existe, entonces no irás al cielo.
Este pensamiento que premia el creer ciegamente tuvo, siglos después, un opositor de polendas. Richar Dawkins (recomiendo “El Gen Egoísta” donde se trata sobre los servomecanismos biológicos y la supremacía de ciertas especies) quien afirma que dios podría castigar la creencia ciega y más bien podría premiar el intento de razonar honestamente así este caiga en la negación divina. Pero, quiero apuntar, que, si uno no cree en nada, ni en dios ni en ganar ningún cielo ni infierno, entonces lo que logra es su libertad; quizás este punto sea el único que nos permita alcanzar algún tipo de “felicidad”.
La ciencia, siempre tratando de cubrir sus vacíos, ha generado una especie herramienta cientista que busca poner algún tipo de orden a los “comportamientos caóticos” que no pueden predecirse o que rompen las reglas. A este nuevo instrumento, desde 1970, lo ha llamado “Teoría del caos” o teoría de las estructuras disipativas y tuvo en el físico norteamericano Mitchell Feigenbaum a su principal ariete (otros hablan del químico belga Llya Prigogine) quien construyó unas constantes establecidas para organismos, sistemas y otros que tienden al caos y se llamó “números de Feigenbaum”, hoy usado en la geometría fractal y en la teoría de catástrofes (planteado en 1968 por el francés René Tom. Hoy en desuso por su tendencia al equívoco. Pregunta ¿Acaso el equívoco no puede plantearse también como una teoría?).
Ergo, este asunto del azar, las teorías de las probabilidades (“ordenadas” a través de las estadísticas) encuentran una superteorización cuando de enfrentar a la metafísica se trata (y viceversa cuando los religiosos tomistas quieren justificar a un dios controlador de todos los procesos en la tierra). Quizás, también, en asuntos más humanos o domésticos nos veamos más dispuestos a observar cómo el azar envuelve la vida diaria y cómo nos arrastra a destinos inimaginados, sirviendo de catapulta o de pala de enterrador.
Con mucho optimismo artístico y con temas mundanos (es aquí justamente donde la ciencia pierde terreno y predicción), podemos decir, por ejemplo, qué determina que una mucama se convierta en top model como ocurrió con Cindy Crawford. O que un barfly como Robert Plant sea fichado por Led Zepellin. O que un borrachiento como Bukowski, que garrapateaba versos escatológicos, acabe alcanzando el reconocimiento de tirios y troyanos. O que un pintor esquizofrénico como Van Gogh sea reconocido aunque después de muerto. O que otro pintor con reumatismo (tenía que pintar con los pinceles amarrados a las muñecas) como Pierre August Renoir alcance la gloria. Quizás sean los mismos motivos por los cuales Edison inventó el foco o los hermanos Wright, el avión. O quizás sean los mismos motivos por el cual los cuerpos celestes siguen su rumbo trazado hacia un final predecible, o los motivos exactos por las cuales hay vida en la Tierra y no en Marte u en otro planeta conocido.
Si quieren verlo de modo protocientífico o pretérito podemos decir que la Eólipila de Herón, Siglo I, aquel juguete en forma de tetera con dos picos que giraba mientras hervía el agua dentro fue producto de la casualidad que muchos siglos después explotó en las revoluciones industriales que están haciendo colapsar a la humanidad y, sobre todo, a la naturaleza con pactos de Kyoto y tanta finta mercantilista y carroñera.
Siguiendo con nuestros ejemplos domésticos, podemos decir que lo mismo le pasó al virtuoso Les Claypol que al acudir a un casting para cubrir la plaza de un bajista para Metallica, fue olímpicamente rechazado y humillado en su amor propio. Claypol juró venganza y formó una de las bandas de culto de los noventa: Primus. El asunto empeora cuando quiere establecer las pautas para el lenguaje, la sicología o la “democracia”: por qué los pueblos eligen a un bastardo, a un tirano, a un genocida y celebran tener un grillete en la pata. Quizás la psicología y el comportamiento de los seres humanos (especialmente el de las masas) corresponda exactamente a una teoría del azar. Aceptar esto implicaría el fracaso absoluto del cocainómano Freud.
Si el día de hoy cayera un meteorito sobre la faz de la tierra, minutos antes de que hiciera colisión, muchos científicos dirían que es culpa de la curvatura de la parábola, que el cuerpo celeste responde a leyes y gravitaciones universales que se intersecan por principios astronómicos, que la constante de Planck o la de Boltzman y bla bla bla. Muchas palabras y floro seudocientifico para no aceptar que es el azar (sin teorías detrás) el que mueve al mundo y lo arrastra a su destrucción. Un azar con leyes y con teoría de probabilidades como las que ha inventado la neoestadística, pero un azar al fin y al cabo. Y como dice el teorema de Gödel: ninguna ciencia tiene carácter absoluto.