En la ciudad de los culpables
Estoy leyendo La ciudad de los culpables de Rafael Inocente, injustamente poco difundida y comentada por la critica y los medios, ya que se trata de una extraordinaria novela que retrata las inevitables y dramáticas circunstancias que coexistieron en nuestra sociedad, como es la violencia política, y que tuvo su hervor en la década de los 90. El autor narra con una prosa rica y fluida que alcanza la originalidad cuando introduce expresiones altisonantes muy propias de la urbe, pero con un toque personal que lo hace distinto de los demás, y que deja además un gustillo irónico y complaciente a pesar de la dureza de los hechos que registra. Estoy seguro de que en cada parte o capítulo - en algunos casos cortos, pero contundentes- se encuentra retratado el autor ya que hasta donde sé, Rafael fue y es aún un irrefrenable militante socialista por convicción y formación, y en su novela no hace más que evocar las etapas convulsas que le tocó vivir, condimentadas con esos hechos inauditos y sorprendentes que nos entrega a diario esta gran urbe como es Lima. Estoy seguro de que el tiempo hará justicia a esta importante novela.
Por Niko Velita Palacín
La ciudad de los culpables (2007) es la primera novela de Rafael Inocente. En este libro, Orlando Zapata se configura como narrador principal. Alrededor de él, otros personajes: Sebastián, Lucía, David, Julia, Sofía. Todos ellos de extracción popular. Viven en asentamientos humanos: Collique, Vitarte y Canto Grande. Son personajes que trabajan y estudian para sobrevivir en la Ciudad Enferma, pero también saben del amor y la sexualidad. Es una mirada completa a la vida de tales seres que poco a poco se van involucrando en las luchas sociales. Son tiempos donde hay que definirse. Pero la represión también es dura. Algunos de ellos serán asesinados y otros encarcelados. Es una visión de la guerra de los hombres de abajo. De esos hombres que viven en la ciudad donde los agentes del Estado pueden asesinarlos sin recibir ningún castigo.
Acerca de la izquierda revisionista
En una sociedad en plena lucha de tipo clasista, la que se presenta en la obra, no puede faltar un grupo de individuos que se apropian del discurso de defensor del pueblo; sin embargo, sus actitudes muestran todo lo contrario. No son otra cosa que unos imitadores de los tan criticados opresores. Así, en boca de una izquierdista, será natural decir: “¡Oye, Renato, dile a la chola que me pase la sal!” (49). Tal definición para una trabajadora del hogar que, según verborrea de la izquierda, es gente explotada; sin embargo, el trato que recibe, de quien se supone defensora de tal clase social, se compara con la de de un vil explotador y racista incluso, por eso “la izquierda peruana… eran unos rabanitos, rojos por fuera y blancos por dentro… eran unos miserables revisionistas” (50).
La expresión musical también se tiñe de política. Cada facción en pugna, escoge la forma musical para cantar sus vivencias y sueños. De esta manera, copar el escenario del Perú para llevar adelante su proyecto político. “Lo más graneado de la pituquería progre aplaudió eufonizada a escritores y músicos de lo que llamaron la nueva canción latinoamericana, esos que nunca quedan mal con nadie y que solo cantaron protesta hasta que cayó el muro…” (67). La izquierda ha claudicado, pero se necesita de una música que exprese la nueva situación, donde la fuerza del colectivo haga sentir su presencia. “Llegaron sendas tropas de sikuris de San Marcos, de La Cantuta y de la UNI. Al grito ancestral de ¡Cha’mampi, cha’mampi compañeros!, se inició la fiesta colectiva. La pituquería de la Agraria, temerosa de lo que ellos llamaban la ‘terrucada’, solo contemplaba, impávida, la fuerza del ritual preínca, la danza de los sikuris” (90).
Papel de las fuerzas policías y militares
El Estado necesita de instituciones represivas para defenderse. Esa necesidad hace que “el policía (sea) reclutado de entre las gentes del más bajo nivel intelectual- casi fronterizos, la mayoría, canallas…” (133). Los agentes represores participan en desapariciones y asesinatos con la seguridad de ser intocables. Tal accionar no se inicia con la guerra interna. Es una práctica anterior a ella. “A los dos meses, Elmer Gárate, el percusionista del grupo, apareció baleado en pleno centro de Arequipa. El gordo Aragón debió escapar a Ecuador, pues lo seguían. ¿Cuál fue su delito? Hacer música, formar sindicatos, no frenar su lengua, no bajarse los pantalones por un plato de lentejas” (44). Eso en 1979. Sin embargo, una vez que se inicia la guerra tal escena se vuelve una constante. “Habían encontrado varios cadáveres con huellas de torturas en una playa de Ventanilla” (85). A nadie se le ocurre defender a unos pobladores pobres de origen andino que viven en asentamientos humanos. Por eso la crueldad y el salvajismo se presentan casi con naturalidad. “Don Félix fue baleado a quemarropa, cuando intentó defender a la niña… Paula fue violada primero por el suboficial, con toda saña y despotismo de los que puede hacer gala un soldado envilecido, (luego) atinó a descerrajar dos tiros en el pecho de Paula” (214).
Desaliento y pesimismo, pero la esperanza se vislumbra
En el desarrollo de la guerra, algunos entregan su vida en un acto voluntario por sus ideales, pero otros no están dispuestos a hacerlo. No por cobardía, sino porque “cualquier fascista que propague una idea en el Perú puede ser exitoso, porque lo que manejan este país son mierda y entre mierdas coinciden; el japonés tiene apoyo porque su punto de vista de las cosas, su ideología y su programa son similares a la estructura mental de la mayoría de individuos que componen este rebaño llamado pueblo peruano” (92). El pueblo es una tropa de imbéciles que se puede manipular fácilmente. Luego, resulta absurdo inmolarse. Ese es una manera de ver el mundo. Pesimismo radical. Sin embargo, también están los que postulan otras alternativas. Su desaliento no es, más bien, de quienes hacen política. “Cuando decidí internarme acá en el monte, cuando decidí hacer mi hogar con este pueblo, lo hice para terminar con la influencia de las costumbres e ideas de la ciudad, para olvidar las discusiones de reaccionarios y revolucionarios, para beber de la tierra y sin nada que perturbe mi mente…” (227). Una visión diferente donde “sólo las masas cobrizas conscientes liberarán al Perú, no ningún calco ni copia de Marx o Mariátegui” (244). Ni comunismo, ni capitalismo. Ese discurso velasquista. En la cola de desalientos y pesimismos no puede faltar de los que, en un momento de euforia rebelde, se adscribieron a la causa popular. Pero la cárcel, esa soledad forzada, quiebra el alma rebelde. Esa cárcel hecha exclusivamente para quebrar a los más recalcitrantes. La Cárcel de Challapalca con el poder de enfriar las convicciones y los ideales. “Por lo pronto quiere salir de allí… está decepcionado de su propia gente y realmente quiere romper con su actitud de ‘duro’…” (266).
Después de tanto golpe pareciera que el caos se apropió del mundo y que no existe solución para ello. Desaliento y pesimismo que se traduce en las relaciones sociales. Pero no todo es así. Aún queda algo de ilusión y esperanza. Este mundo no puede ser siempre el lugar donde los sátrapas abunden y hagan lo que quieran. “…no está muerto el ideal… ni muertas nuestras manos” (260). Es que “a pesar del pesimismo y el desaliento, nunca está más oscuro que cuando va a amanecer” (270).
Ese camino peligroso de las ideas
Las ideas se desarrollan de acuerdo a las necesidades y las vivencias. Mientras esto sea una cuestión netamente personal y empírico no pasa de ser inofensivo, pero cuando ya se eleva a lo social y teórico genera conflictos de diversos niveles, incluso, la guerra. Tal confrontación en el plano de las ideas se presenta en la sociedad ya sea académica o no. “El ignorante profesor de economía confundió (a un aprista) con senderista o martaquito” (88). Son épocas en la cual todo indivicuo asume una posición ideológica.
Un trabajador joven, que siente que se le explota o que ha visto a sus padres partirse el lomo para construir una casita o sobrevivir, tiene una visión particular de lo que sucede en su contexto. “Entrar en contacto con la gente de las fábricas me permitiría también saciar mis inquietudes políticas y conocer algo más de los compañeros que nos visitaban en el mercado los fines de semana, para impartir formación política y para recolectar y las colaboraciones (menestras, frutas, verduras, carne, lo que fuese) que por voluntad propia realizábamos en el mercado” (51). También a las mujeres que trabajan desde niñas les toca la puerta la formación ideológica. Lavado de cerebro, dirán algunos. “A los seis años me convertí en una especie de madre sustituta de mis dos hermanos menores, pues mi padre salía temprano a trabajar” (25), luego de años “David fue quien me condujo por los caminos de la gran literatura, fue quien me enseñó a disfrutar y apreciar el buen rock en inglés, que yo casi detestaba porque no lo comprendía, fue el primero a quien escuché hablar de proletariado, lucha de clases y subproletariado…” (58). Lucía, con esa actitud de mujer que no inclina la cabeza ante nadie, asume su papel protagónico en ese lucha ideológica. La muerte no se hace esperar. La visitante no es de capucha negra y guadaña, sino de uniforme verde y pistola. Otra es la historia de Orlando Zapata, quien, “luego de seis meses de preparación, más política que académica, en la ADUNI” (62), se volvió universitario, aunque no concluyó la carrera. Cuando deja la universidad dice: “recuperé esa capacidad de conexión entre el cerebro límbico y la corteza cerebral, es decir, esa vital complicidad entre las emociones y la razón… yo era un prófugo de la ciencia y su método y que en todo caso prefería el conocimiento directo de la intuición y el latido a ser un asalariado de las grandes empresas, autodenominado científico” (253). Es una percepción de la universidad en el campo de las ideas que coincide con otro personaje, Sebastián: “No se aprende a escribir en una universidad dirigida por delincuentes y regentada por profesores que se alquilan como prostitutas” (158). Sin embargo, a Orlando, inocente, le espera la cárcel, “Porque en el Perú es delito saludar y estrechar la mano a un amigo; porque en el Perú es delito leer libros que los inquisidores consideran subversivos; porque en el Perú es delito no frenar tu lengua ante la injusticia” (251). Otra habría sido la historia “si dejaba a un lado mi carácter insurrecto y rupturista” (256). Pero tuvo que entrar a lidiar en ese campo peligroso de las ideas y eso basta para que “un Tribunal Militar de encapuchados, sin ninguna prueba, y en un juicio que duró diez minutos, me condenaron a veinte años de prisión” (252).
Velita Palacín Niko (marzo 2009)