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Escribir sobre política como escribir sobre cualquier tema que comprometa nuestra posición cosmogónica –imagino- es un problema ético y deontológico en el que se debate cada cierto tiempo el escritor “libertario”, “independiente”, acucioso intérprete y maniobrador nato de los continuas actualizaciones y deformaciones de la palabra “democracia” y de los clisés “Estado”, “pueblo”, “desarrollo”, etc.; términos licuefactados y mal definidos en el vademécum reaccionario y glosario heterodoxo sujeto a los peores barbarismos, con los que muchos –en este caso- logran remontar y justificar una obra literaria, por lo general, retórica y sinuosa, trastabillando en los limbos de la mitomanía y la soberbia teórica que en política –el fin supremo de sus vicios- simplemente equivaldría a demagogia, o sea la cháchara de los candidatos y el discursillo exclamativo para ganar electores desatentos y aculturados, cuando no los marginados de siempre mantenidos en la ignorancia educativa y social.
La política para el escritor complaciente, alérgico y prurítico a los debates y polémicas ideológicas, es como resultado esmegmático poco menos que “La Peste” de Camus, o el golém metafísico (monstruo creado para fines egotistas –judíos con anhelos libertarios de fórmulas aberrantes- que como el Frankenstein se vuelve contra su amo), un tópico tan temido como el lupus u otra enfermedad endémica donde el cuerpo, sin razón, se ataca a sí mismo (¿es acaso la conciencia del escritor diletante su propio enemigo?). Es por ello que estos escribas buscan a toda costa crear una realidad aparente y paradigmática donde las cosas suceden al modo en que el escritor desclasado y lobotomizado quiere que sean, atropellando y desvirtuando en su loca carrera la realidad y la historia misma.
A menudo escucho problematizar a mis compañeros de ruta sobre algún mal entendido entre literatura, política e historia, ética-estética, o alguna “alteración del orden” donde algún escribidor “ha metido la pata” mostrando su desteñido tinte político-partidario o diciendo (o escribiendo) algo que estaba “subido de tono” en relación a alguna toma de posición o a alguna condena con respecto al orden establecido (¿por quién?), por los mismos que no quieren escuchar nada de política ni nada que se le parezca, ni mucho menos condenas a un status quo aprobado y sacramentado por –supuestamente- todos.
Quizás sea por miedo o por falta de cultura o conocimiento de la realidad concreta o derrepente por cuestiones acomodaticias para permitir que su obra no sea censurada y que se le sigan “abriendo las puertas” editoriales, las invitaciones, los vernisagges, la difusión tan dada a los amarres y a las mafias literarias (los perros de presa, señorones con birrete o criticuelos con motosierra) defensores de un sistema decadente en estos tiempos de exterminio y libremercadismo ad portas –y lo digo sin delirios, ni posturas de profeta y a pesar de que esto suene también a literatura ficcional, pero en realidad no lo es- de que se acabe el petróleo y empiecen las luchas por el agua y por mejores lugares donde no se halla dañado indefectiblemente a la naturaleza. Y, tal vez por ello, a lo que los especialistas denominan comfort, es que muchos escritores prefieren mostrarse como “independientes”, “amigos de todos”, “ni con dios ni con el diablo” en un perfecto centro catatónico y mediocampista, sin definición posible (literatura del “justo medio” lo denominan algunos) que le permita sobrevivir, reptar ramplonamente en un mundo cultural, no exento de la lucha de clases y los innegables antagonismos, mucho menos de los falsos valores y la típica hipocresía y doble moral en que se desenvuelven día a día, mostrando sus rostros de Jano, los rostros del “mito del andrógino” platónico o del ente geminiano.
Siempre he pensado que el cobarde engendra al traidor, toda mi vida he caminado –sin ser un eremita- en la verdad y en la razón, mi raison d’etre, a veces más tirado a uno de estos dos grandes faroles; hubo momentos en que la crisis político-social me pusieron –como a muchos de mi generación- entre la espada y la pared. Nunca bajé (bajamos) la guardia, ni en los momentos más difíciles cuando fui(mos) detenido(s) y obligado(s) a declarar lo que no era cierto en una de esas marchas que desde 1980, y aún antes, no han parado de darse en este país, unas más violentas que otras, unas más históricas o “rutinarias” donde se ganó o perdió algo, aún así como dijo alguien “no desperdiciamos nuestra juventud”, ni escapamos a los vaivenes de la historia o a nuestro sulfurado hábitat. Acudimos prestos a dar lo mejor de nosotros. Las batallas se dieron y se darán, todas persiguieron casi lo mismo: mejores derechos reivindicativos (a corto plazo) dentro de una lucha política en función a derribar una farsa democrática -un supuesto estado de derecho y una legitimidad impuesta a latigazos vía los gendarmes y los mercenarios que custodian al poder- y en el que las huelgas, las marchas, la agitación y propaganda (agit-prop) lucha y batalla constante por devolverle al pueblo su natural derecho a gobernarse jugaron un papel preponderante, como ocurrió con los actos de sabotaje y enfrentamientos directos al tirano apátrida y criminal Alberto Fujimori, ahora sentado en el banquillo de los acusados, a quien prácticamente el pueblo expectoró en perfecta y encarnada desobediencia civil; la justicia no se hace en el papel, sino en las calles en la confrontación con el mundo material, con la Babilonia de cemento.
Así entre patadas, bombas lacrimógenas, varazos y sumergimientos, de mi boca y de mi puño–como ahora y como en aquellos tiempos- sólo salió la verdad, y es que el escritor no ha nacido para escribir desde su torre de marfil alejado del mundo que lo rodea, el escritor ha nacido para ensuciarse las manos y palpar y revolucionar su espacio-tiempo histórico. El escritor ha nacido para bajar al llano. El escritor ha nacido en el “Llano en llamas”, bregando por un “Mundo Feliz” en el que tiene que “intelectualizarse” para entender la humildad de su pueblo y reflejar sus necesidades y ambiciones. En resumidas cuentas el escritor ha nacido del mismo pueblo y se debe a él: “todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él” dijo el poeta, le hacemos caso y lo refrendamos con la realidad.
Alguien por ahí afirmó que “nunca olvidamos a nuestros amigos muertos, mucho menos olvidaremos a nuestros enemigos vivos”. Ahora que el tiempo ha pasado y luego que la mordaza parece haberse institucionalizado y haberse forjado un bozal de acero, gracias al engaño y al trabajo masmediático: “una cultura de la automordaza”, el miedo y la coerción en sus formas más sutiles y deplorables generando esa raza de ganapanes y turiferarios que no son capaces de levantar la voz ante un hecho indignante y que más bien se complacen en sobarle la espalda y sus dolores reumáticos al sistema decadente, susurrando ominosas odas, cánticos de alabanza y loas al grillete impuesto, haciendo las veces de alcanzarrejones, vulgares chupamedias y rastreros comediantes de una historia que no tardará en enjuiciarlos. Ahora que cualquier trabajo, y menos si este tiene que ver con opinión se pide seas “apolítico”, libre de alguna mancha que lo pueda sindicar a uno al cáncer de la izquierda, a la “lepra terrorista” como te motejan cuando se reclama justicia social, escuelas, universidades, centros de salud o por una justa “canasta familiar”, sueldos más justos a un Estado (leviatán) sátrapa que se ha vuelto más necio y peor negociante, embrujado y envilecido por la gorgona del imperialismo, gendarme de intereses ajenos y convertido en esa piedra de sal que le da la espalda a las masas hambrientas; pero sí cuando hay que reprimir muestra los filudos dientes y las garras y no depara en mandar a las mazmorras o al paredón a quien ose enfrentarlo. Cuestiones de las que el escritor o el que dice serlo no está al margen, así quiera proteger su pellejo o enterrar su cabeza como el avestruz para no ver lo que la realidad cotidiana le enrostra infaliblemente en una tautología que no admite errores, equívocos o abstracciones.
Un escritor respira y calza, paga pasaje, impuestos, arbitrios, tiene que hacer el mercado o comprarse un lapicero, un USB, hojas, fólderes, fichas, libros, revistas, etc., aparte del castigo que es pagar la renta, estudios, y en el peor de los casos hospital y servicios médicos; todo eso le hace un ser partícipe de su entorno social, del proceso productivo, quiera o no. El escritor, en la división internacional del trabajo, no es más que un asalariado (del sistema), que tiene que tener cuidado en no empeñar –lo único que es verdaderamente intrínseco a su yo- su conciencia y sus principios. El “arma” principal del escritor entonces, no es su “tecnología literaria”, su “arte gramatical”, su “creatio”, a fin de cuentas, herramientas que se pueden aprehender, sino su moral, su ética, sus principios, su ideología con el que decodificar y enfrentar al mundo y al tiempo que le ha tocado vivir. He ahí donde tiene que justificar su existencia y su intelecto.
La “mermelada” y los buenos puestos han hecho de algunos escritores unos perfectos criados y sirvientes del sistema que -quieran o no- los oprime y sólo les da las sobras y las migajas, motivo por el cual traicionan a su base social de la cual son parte. Muchos felipillos literarios se rasgan las vestiduras cuando le mencionan el tema, se hacen los orates, miran a un costado, se enjugan la frente y te responden con voz engolada que ellos “no se meten en política, porque la política es asquerosa” y precisa e irónicamente es asquerosa porque justifican con sus vidas erráticas el escarnio y la mentira, el poder y el robo viviendo en un silencio cómplice con el que se aseguran a sí mismos y a sus familias que justifican –a su vez- al “mermelero”, porque esa es la idea de “familia” que infunde el viejo estado: una idea decadente, basada en las mentiras y en las apariencias, una máscara de cera que se derrite ante el fuego propano de la verdad. La política –o la praxis política, inevitable- no puede ser sucia si quienes la practican no están sucios también, ellos son quienes le otorgan el adjetivo correspondiente, así traten de pasar desapercibidos o mimetizarse con respuestas excluyentes o salivaciones majestuosas.
Nadie quiere decir nada, ni dar una opinión; y sería un “horror” si algún cuento, poema o escrito de su factoría lo delatara como portavoz de algún desencanto con el sistema, alguna línea torcida o retorcida cuyo cordón de plata podría estar en las bases de algún partido declarado ilegal. Horror vacui cien veces y el peso de la ley y el orden en látigos de cilicio o la rectificación inmediata (…No quise decir eso, hubo una equivocación, me retracto, sírvase por favor publicar mi carta aclaratoria, disculpe Ud. no volverá a ocurrir, mis respetos, etc.).
En los ochentas, esto estuvo más acentuado y se dio en todos los estatus y para coronar con una mitra de espinas dicha actitud infame salió la famosa y draconiana ley de “apología del terrorismo” que conminaba a una prisión efectiva de 2 a 8 años a quien osara dar su opinión y mostrar sus acercamientos ideológicos por más que sólo fueran coincidencias, nada oficial, ningún cargo de confianza con algún grupo alzado en armas, etc. La caza de brujas reprimió una temática histórica y la redujo a escasos panfletos y a textos periodísticos de diarios en la clandestinidad. Muchos recuerdan a fines de los ochentas a un puesto de periódicos en el Parque Universitario donde a través de fotostáticas se difundían cuentos, noticias y literatura sobre la guerra interna. Hay que recordar que muchos canillitas fueron puestos a disposición de la procuraduría para casos de terrorismo. Espichán Tumay, uno de los procuradores de aquella época, al modo de los macartistas, se regocijaba mandando a la cárcel a cuanto “terrorista” encontrara en su camino. La inocencia no era un concepto a priori que se tenía que respetar, sino una debilidad sobre la que el más fuerte podía demostrar su poderío y su ensañamiento; pero siempre, como en las mayorías de las historias de la humanidad, la soberbia del fuerte encontró la violencia del débil.
Así durante largos años muchos escritores escribieron “en azul” y se cuidaron de que su palabra se viera teñida por la sangre de la guerra interna, cuyos muertos no solo nos tocaban las plantas de los pies cuando uno cruzaba una calle camino a la universidad o a la fábrica, sino que a veces tocaban a nuestras puertas, sólo había que ver. Después del cochebomba de Tarata no dudaron de que algo habría que hacerse, alguna novelilla o cuento para capitalizar a todas las víctimas que no se veían reflejadas en algún libro o no terminaban de pasar por la páginas de defunciones de algún periódico burgués (estercolero lo llaman los obreros leídos) o vocero de las transnacionales plutócratas.
La famosa Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) nos dio un pequeño viso de lo que aquí se vivió. Aprovechando, quizá, la coyuntura, muchos escritores se han librado aparentemente de sus grilletes y están escribiendo de lo que aquí pasó; lamentablemente –era de esperarse- que ciertos plumíferos mostraran una realidad trastocada con una “historia de los vencedores” (Herodoto dixit) que ni ellos mismos se lo creen. La guerra se ha convertido en un buen tema y “vende” tal y como descaradamente manifiesta Santiago Roncagliolo en la introducción de su libro “La Cuarta Espada”, sin mayores ambiciones que la netamente y metálica crematística. Lo cierto es que libros como “Abril Rojo” o “Historia de Mayta” de MVLL, o “La Hora Azul” de Alonso Cueto dan una versión (re)torcida de los hechos, la historia secular cuyo final feliz muchos contaron (o cantaron) antes de tiempo. De ello se desprende que la violencia política vivida en nuestro país fue absorbida por el demencial proceso productivo (mundo del samsara) y ahora es “un producto” pasteurizado y homogenizado cuyas “mejores manufacturas” te entregan un “trabajo”, una “novela” o varias “novelas” para saciar y almibarar el paladar de los lectores sibaritas, los ensebados señores feudales y yuppies embriagados por un rumor de “estabilidad” que todavía guardaban en su memoria fosilizada el amargor y los resabios de la guerra.
Ésta fructificación de versiones nos genera un sincretismo de la verdad, más aún cuando el concepto “Guerra Interna” entra en serias contradicciones con el género que la acoge llámese novela y/o cuento donde el autor se apoya en el recurso de la recreación y la fantasía –otra vez la consabida “libertad del escritor”- para ocultar, desmerecer y sazonar su verdadero protagonismo. Entonces el plumífero crea sus alter egos, disfraza su mentalidad mercado-clérigo-militar y se mimetiza como un insecto asustado en el nuevo mundo Disney, que no es otra cosa que el mundo de Orwell, creado específicamente para consolidar el sistema aberrante en el que es “feliz” por generación espontánea y no necesita nada más que de las migajas de sus amos y las escasas libertadas en el que cree alcanzar la ataraxia y el orgasmo. Salvo –lo digo penosamente- honrosas excepciones.
Acaso no es posible distinguir (en las últimas novelas que tratan sobre la “guerra interna”) al mismo Roncagliolo en el opa Saldívar asustado por un cadáver achicharrado y por la aparición de las “huestes senderistas”. O en “Radio Ciudad Perdida” no hay acaso una visión clasemediera diletante, propio de un radioescucha quien es capaz de entender un mensaje radial a su perfección (acaso la falta de comprensión de lectura no es también una falta de comprensión auditiva). Acaso en la sierra no se habla quechua, aymara; y en la selva (uno de los escenarios de la novela aunque no lo especifique) no primaba el shipibo, conibo, aguaruna u otros dialectos. El programa de radio –habría que preguntarse primero si en estas zonas había aparatos de radio- o buscapersonas que mueve el centro de la novela de los desplazados; no explica –como no se explica el mismo autor- de qué vive, quien los auspicia, cuál es el poder detrás de los medios, quienes la dirigen, qué broadcaster están detrás de todo. Entonces uno se encuentra con una novela fofa, una recreación pequeñoburguesa y delirante, una pantomima de lo que aquí pasó. El recurso telenovelesco del niño que encuentra la absolución de los “pecados” de su padre en la –ahora convertida ipso facto- madrastra discjokey no nos da una claridad necesaria en una literatura que se reclama de la guerra interna o que nos muestra una arista de idealismo humano travestido y prejuiciado al punto que uno de los personajes finales, un subversivo aparece con un nombre árabe (Alaf) ¿?
Volviendo al escritor engagement es posible –afirmar a ciencia cierta- que pocos son los que han podido aportar a una realidad que muchas veces los sobrepasaba y a una estética correcta que muchas veces le fue esquiva. Quizás hubo una buena posición de clase pero un mal o mediano despliegue de recursos literarios, como los que se han venido recogiendo desde las provincias y desde un sector de los penales como son las publicaciones “Desde La Persistencia” o “Camino a Airabamba” donde últimamente se ha estado gestando un importante grupo de literatos cuya misión importante, al parecer, es el de reconstruir una historia a retazos, paralela y en oposición a la historia oficial narrada a través de metempsicosis por sus asalariados vendedores de ilusiones y que nos entrega, sin envíos tardíos, un estado diestro en el látigo y en poner las cosas en orden, pero novato –por decir lo menos- en gobernar para las mayorías olvidadas, incapaz en la distribución de la riqueza, hemipléjico en resarcir a sus ciudadanos infamados y donde la creatividad del “escritor” formal funciona al compás de las rotativas periodiqueras en un plan de acción psicosocial y represor.
Entonces la literatura alejada de la política -por lo expuesto y por lo que se desprende de ello- se convierte en una señora de cabaret, una celestina con un manojo variopinto de posibilidades, presta a mostrarnos el menú a bajo precio, o, en su defecto, la revisitación forzada en los venusterios del oprobio, o sea cárcel y persecución. Siempre este tipo de literatura trae enfermedades; ya Vallejo dijo que para ser revolucionario habría que matar al reaccionario que llevamos dentro, y esto solo se puede hacer quitándonos las anteojeras y el velo, el pasamontañas impuesto por los que trafican con el poder. La literatura sin un puño fuerte que la coja se convierte en un parque de diversiones, un juego de tómbolas cuya lectura de divertimento–de seguro- nos alegrará una tarde, pero luego olvidaremos –como en el mar Leteo- sin más reproches.
No creo que, con esto, esté descubriendo nada nuevo desde los debates entre –más cerca a éstas épocas- Arguedas y Cortázar o -más atrás- entre los rusos de la proletcul, (¿extrañamos a Kirillov?). Todo lo dicho hasta aquí simplemente es un jalón de orejas a los escritores diletantes, los que no quieren hacerse problemas y miran a sus compatriotas por encima del hombro, aplicando un tipo de racismo (incluso el escritor cholo acomodado literariamente cholea al escritor “no integrado”) y un tipo de apartheid que ya envidiarían los nacional-socialistas o los eskind heads, libres de cualquier estigma, más allá del bien y del mal, en los erebos o limbos del paraíso fiscal teórico donde Nietszche o Wagner les arrogarían un gargajo o les prenderían fuego. Sinceramente, creo, es necesario entender que no hay escritor libre de culpa, muchos “pecamos” por “delito” expreso (los que enfrentan al opresor y se muestran como lado visible de una inconformidad beligerante); otros por cobarde omisión (los que callan, asienten y justifican con su silencio toda la opresión) y otros por traidora falsificación, y con esto último me refiero a quienes tratan de travestizar una realidad que le es incómoda o molesta y endosar una realidad que le es más apropiada para el proceso económico libremercadista y para sus fines de “realización personal”, o sea el egoísmo transhumante y atrabiliario propio de una sociedad ortocapitalista con una economía cuyo soporte está en los esclavos (obreros pauperizados, campesinos arrinconados a la siembra de productos no comerciales, jornaleros obligados a hacer trabajos forzados o al destajo y personal de las services con sueldos de hambre, sin seguro social, ni ningún tipo de reconocimiento, comerciantes y pequeños negociantes ahogados en un mar de tributaciones e impuestos y multas) y los señores feudales (burguesía burocrática atornillada en el poder congresal y burguesía compradora con el capital expropiado y saqueado al mismo pueblo al modo sui generis de los pistachos. Alguien dijo que la grasa del pueblo está engordando a los cerdos de la reacción), y cuya pátina en la ciudad funge de modernidad y superación material con inversión foránea (capital golondrino), urbe ficticia con casas multifamiliares tipo ratoneras de 20 metros cuadrados, letreros giratorios, multicines a lo Broadway, vías rápidas (tipo la “expresa de Grau” que no sirve para nada, solo unas cuantas líneas pasan por abajo, mientras por arriba todos los autos y taxis se ven a transitar por una vía más estrecha) y playas paradisíacas en Punta Sal o aisha y telefonía celular (¿blackberry?) -para deleite de los turistas y ciertos daltónicos y estrábicos- pero cuyo real funcionamiento se pone en evidencia en casos de crisis o catástrofes como lo ocurrido en el seísmo del 2007 donde nos dimos cuenta -al colapsar las comunicaciones- que todo era una estafa, vivimos en la “Niebla” de Unamuno, solo nos falta la conciencia del perro que nos ladre al oído o como en Egipto nuestra adoración solemne y genuflexa al dios perro que preside –siempre- desde lo alto las procesiones y al mundo que ha domeñado a punta de ladridos y mordiscos.
Es necesario rescribir juntos nuestra nueva historia. Reempezar las novelas del nuevo tiempo donde el pueblo narre sus osadas epopeyas, sus gloriosas gestas, sus sísifas luchas, sus pantagruélicas huelgas, sus golpes fuenteovejunas, su capacidad de indignarse ante un proceso de degradación y sojuzgamiento. Es necesario ahora reivindicar al hombre, devolverle a la historia su corazón ahora robado y oculto como la espada de Longines. Como se grita en las calles “el miedo se acabó” y uno con la verdad en la mano es mayoría. Es hora de que el escritor verdadero se comprometa con su realidad y con su tiempo. La imaginación no puede estar al servicio del explotador y de la reafirmación del imperialismo y del deshollamiento de los pueblos. Hemos sido llamados al frente de batalla y nuestra pluma es insobornable. Revolucionar la vida dijo el adolescente Rimbaud, revolucionar al mundo dijo el longevo Marx; el superrealista Breton dijo que estas consignas para el escritor verdadero son una sola. Quizás revolucionar la escritura, sea simplemente contar la verdad y servir a la verdad, la decadencia histórica siempre estuvo marcada por la mentira y el escarnio, es momento de alinearse y mostrar lo escrito:
(continuará)